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Clive Cussler

Cyclops

Título originaclass="underline" Cyclops

Traducción: José Ferrer Aleu

A los ochocientos americanos

que se perdieron con el Leopoldville

en la víspera de Navidad de 1944

cerca de Cherburgo, Francia.

Olvidados por muchos, recordados por pocos.

Prólogo

9 de marzo de 1918 Mar Caribe

Al Cyclops le quedaba menos de una hora de vida. Dentro de cuarenta y ocho minutos se convertiría en una tumba para sus 309 pasajeros y tripulantes; una tragedia imprevista y no anunciada por ominosas premoniciones, y de la que parecían burlarse un mar vacío y un cielo claro como el cristal. Incluso las gaviotas que habían seguido su estela durante la última semana volaban y se cernían con lánguida indiferencia, embotado su fino instinto por el buen tiempo.

Soplaba una ligera brisa del sudeste que apenas hacía ondear la bandera americana en la popa. A las tres y media de la mañana, la mayoría de tripulantes que no estaban de servicio y de pasajeros estaban durmiendo. Unos pocos incapaces de conciliar el sueño bajo el calor opresivo de los vientos alisios, se hallaban en la cubierta superior, apoyados en la barandilla y observando cómo la proa del barco silbaba y se alzaba sobre las encrespadas olas. Parecía que había mar de fondo debajo de la suave superficie, y que se acumulaban fuerzas poderosas en lo profundo del mar.

Dentro de la caseta del timón del Cyclops, el teniente John Church miraba ensimismado a través de una de las grandes portillas circulares. Tenía el turno desde la medianoche hasta las cuatro de la mañana y lo único que podía hacer era mantenerse despierto. Advirtió vagamente la altura creciente de las olas, pero mientras se mantuviesen separadas y no demasiado encrespadas, no veía razón para reducir la velocidad.

Empujado por una corriente favorable, el sobrecargado barco carbonero navegaba a solamente nueve nudos. Sus máquinas necesitaban urgentemente ser reparadas y ahora sólo funcionaba la de babor. Poco después de zarpar de Río de Janeiro, la de estribor se había averiado y el jefe de máquinas había informado de que no podría repararse hasta que llegasen a puerto, en Baltimore.

El teniente Church había ascendido a fuerza de trabajo hasta el grado que desempeñaba. Era un hombre delgado, de cabellos prematuramente grises, pues le faltaban unos meses para cumplir los treinta. Había sido destinado a muchos barcos diferentes y había dado cuatro veces la vuelta al mundo. Pero el Cyclops era la embarcación más extraña con que se había encontrado en sus doce años en la Marina. Éste era su primer viaje en este barco de ocho años y no habían dejado de ocurrirle accidentes desacostumbrados.

Al salir del puerto de origen, un marinero que había caído por encima de la borda fue hecho trizas por la hélice de babor. Después se produjo una colisión con el crucero Raleigb, que causó pequeños daños a las dos naves. En el calabozo viajaban cinco presos. Uno de ellos, condenado por el brutal asesinato de un compañero, estaba siendo transportado a la prisión naval de Portsmouth, New Hampshire. Al salir del puerto de Río, el barco estuvo a punto de chocar con un arrecife, y cuando el segundo comandante acusó al capitán de poner en peligro la nave al alterar su rumbo, fue arrestado y confinado en su camarote. Por último, había una tripulación descontenta, una máquina de estribor con muchos problemas y un capitán que bebía hasta olvidarse de todo. Cuando Church sumó todos estos desgraciados incidentes, tuvo la impresión de que estaban montando guardia contra un desastre que no podía dejar de producirse.

Sus tenebrosos pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de unas fuertes pisadas a su espalda. Se volvió y se puso en tensión al entrar el capitán por la puerta de la caseta.

El capitán de corbeta George Worley parecía un personaje salido de La isla del Tesoro. Lo único que le faltaba era un parche en un ojo y una pata de palo. Era un hombre como un toro. Casi no tenía cuello y su enorme cabeza parecía salir directamente de los hombros. Las manos que pendían junto a sus costados eran las más grandes que jamás había visto Church. Eran tan largas y gruesas como un volumen de una enciclopedia. Nunca había sido respetuoso con las ordenanzas de la Marina; el uniforme de Worley a bordo solía componerse de zapatillas, sombrero hongo y calzoncillos largos. Church no había visto nunca al capitán en uniforme de gala, salvo cuando el Cyclops estaba en algún puerto y Worley desembarcaba para asuntos oficiales.

Con un gruñido como saludo, Worley se acercó y golpeó el barómetro con uno de sus gruesos nudillos. Observó la aguja y asintió con la cabeza.

– No está mal -dijo, con ligero acento alemán-. Parece que hará buen tiempo durante las próximas veinticuatro horas. Con un poco de suerte será una navegación tranquila, al menos hasta que las pasemos moradas al cruzar por delante del cabo Hatteras.

– Todos los barcos lo pasan mal en el cabo Hatteras -dijo secamente Church.

Worley entró en el cuarto de mapas y miró la línea trazada a lápiz que mostraba el rumbo y la posición aproximada del Cyclops.

– Altere el rumbo cinco grados al norte -dijo al volver a la caseta del timón-. Bordearemos el Great Bahama Bank.

– Estamos ya a veinte millas al oeste del canal principal -dijo Church.

– Tengo mis razones para evitar las rutas marítimas -dijo bruscamente Worley.

Church hizo una seña con la cabeza al timonel, y el Cyclops viró. La ligera alteración hizo que las olas chocaran contra la amura de babor, y cambió el movimiento del barco. Empezó a balancearse pesadamente.

– No me gusta el aspecto del mar -dijo Church-. El oleaje empieza a hacerse un poco fuerte.

– No es extraño en estas aguas -replicó Worley-. Nos estamos acercando a la zona en que la corriente Ecuatorial del Norte se encuentra con la corriente del Golfo. A veces he visto la superficie tan lisa como un lago seco del desierto, y otras, con olas de siete metros de altura; pero son olas largas y suaves que se deslizan por debajo de la quilla.

Church iba a decir algo, pero calló, escuchando. Un ruido de metal rozando contra metal resonó en la caseta del timón. Worley actuó como si no hubiese oído nada, pero Church se dirigió hacia el mamparo de atrás y miró la larga cubierta de carga del Cyclops.

Éste había sido un barco grande en su época, con ciento ochenta metros de eslora y veinte de manga. Construido en Filadelfia en 1910, había operado en el Servicio Auxiliar Naval de la Flota del Atlántico. Sus siete cavernosas bodegas podían contener 10.500 toneladas de carbón, pero esta vez transportaba 11.000 de manganeso. El casco aparecía hundido en el agua a más de un pie por encima de la línea de máxima carga. En opinión de Church, iba peligrosamente sobrecargado.

Al mirar hacia la popa, Church pudo ver las veinticuatro grúas para el carbón irguiéndose en la oscuridad, con sus gigantescos cubos asegurados contra el mal tiempo. Pero también vio algo más.

La cubierta de en medio parecía subir y bajar al unísono con las olas cuando éstas pasaban por debajo de la quilla.

– Dios mío -murmuró-, el casco se está doblando.

Worley no se molestó en mirar.

– No debe preocuparle, hijo mío. Está acostumbrado a un poco de tensión.

– Nunca había visto combarse de esta manera un barco -insistió Church.