Brogan sacudió dudosamente la cabeza.
– La isla está llena de fuerzas de seguridad, policías y milicianos que registran minuciosamente las carreteras. Serán detenidos dentro de una hora, si pueden eludir las patrullas en la playa.
– Tal vez Pitt tenga suerte -murmuró esperanzado Fawcett.
– No -dijo gravemente el presidente, con semblante preocupado-. Ese hombre ha gastado ya toda la suerte que tenía.
En un pequeño despacho de la sede de la CÍA en Langley, Bob Thornburg, jefe analista de documentos, estaba sentado con los pies cruzados sobre su mesa y leía un montón de material enviado por avión desde San Salvador. Expelió una bocanada de humo azul de su pipa y tradujo los textos rusos.
Revisó rápidamente tres pliegos y tomó un cuarto. El título le intrigó. La redacción era típicamente americana. Era una acción secreta que llevaba por nombre una mezcla de bebidas. Echó una ojeada al final y, de momento, se quedó pasmado. Después dejó la pipa en un cenicero, quitó los pies de la mesa y leyó el contenido del pliego con más atención, frase por frase, y tomando notas en un bloc amarillo.
Casi dos horas más tarde, Thornburg levantó su teléfono y marcó un número interior. Le respondió una mujer, y él le preguntó por el director delegado.
– Eileen, soy Bob Thornburg. ¿Puedo hablar con Henry?
– Está comunicando por otra línea.
– Dígale que me llame lo antes posible; es urgente.
– Se lo diré.
Tornburg recogió sus notas y estaba leyendo por quinta vez el pliego cuando el timbre del teléfono le interrumpió. Suspiró y levantó el auricular.
– Bob, soy Henry. ¿Qué pasa?
– ¿Podemos vernos en seguida? Acabo de repasar parte de los datos secretos capturados en la operación de Cayo Santa María.
– ¿Algo de valor?
– Digamos una bomba.
– ¿Puedes indicarme algo?
– Se refiere a Fidel Castro.
– ¿Qué diablura se propone ahora?
– Va a morir pasado mañana.
62
En cuanto Pitt se despertó, miró su reloj. Eran las doce y dieciocho. Se sentía descansado, animado, incluso optimista.
Al pensar en ello, encontró que su estado de ánimo era tristemente divertido. Su futuro no era exactamente brillante. No tenía dinero cubano ni documentos de identidad. Estaba en un país comunista, sin un amigo al que contactar y sin ninguna excusa para estar en él. Y llevaba el uniforme menos adecuado. Tendría suerte si podía pasar el día sin que le matasen como espía.
Alargó una mano y sacudió delicadamente el hombro de Jessie. Después salió del túnel de desagüe, observó cautelosamente la zona y empezó a hacer gimnasia para desentumecer los músculos.
Jessie abrió los ojos y despertó despacio, lánguidamente, de un profundo y voluptuoso sueño, poniendo gradualmente su mundo en perspectiva. Desencogiéndose y estirando los brazos y las piernas como una gata, gimió débilmente al sentir el dolor, pero lo agradeció al ver que espoleaba su mente.
Primero pensó en cosas tontas (en a quién invitaría a su próxima fiesta, en que tenía que proyectar el menú con su cocinero, en que había de recordar al jardinero que podase los setos que flanqueaban los paseos), y entonces empezaron a pasar por su pantalla interior los recuerdos de su marido. Se preguntó cómo podía una mujer trabajar y vivir veinte años con un hombre y no rebelarse contra sus malos humores. Sin embargo, veía mejor que nadie a Raymond LeBaron simplemente como un ser humano, ni mejor ni peor que los demás hombres, y con una mente que podía irradiar compasión, mezquindad, brillantez o crueldad según las necesidades del momento.
Cerró los ojos con fuerza para no pensar en su muerte. Piensa en otra persona o en otra cosa, se dijo. Piensa en cómo sobrevivir durante los próximos días. Piensa en… Dirk Pitt.
Se preguntó quién era éste. ¿Qué clase de hombre? Le miró a través del túnel, mientras él doblaba y desdoblaba su cuerpo, y, por primera vez desde que le había conocido, se sintió sexualmente atraída por él. Era ridículo, se dijo, ya que tenía al menos quince años más que él. Y además, no había mostrado ningún interés por ella como mujer deseable; no se había insinuado en absoluto, ni tratado de flirtear. Decidió que Pitt era un enigma, el tipo de hombre que intrigaba a las mujeres, que las incitaba a un comportamiento licencioso, pero que nunca podría ser poseído o seducido por los ardides femeninos.
Jessie volvió a la realidad cuando Pitt se asomó al túnel y sonrió.
– ¿Cómo te sientes?
Ella desvió nerviosamente la mirada.
– Molida, pero dispuesta a afrontar el día.
– Lamento no tener preparado el desayuno -dijo él, y su voz resonó en el tubo-. El servicio deja mucho que desear en estos andurriales.
– Vendería el alma por una taza de café.
– Según un rótulo que he visto a pocos cientos de metros carretera arriba, estamos a diez kilómetros de la próxima población.
– ¿Qué hora es?
– La una menos veinte.
– Más de mediodía -dijo Jessie, deslizándose a gatas hacia la luz-. Tenemos que ponernos en marcha.
– Quédate donde estás.
– ¿Por qué?
Él no respondió, pero se volvió y se sentó a su lado. Tomó delicadamente su cara entre las manos y la besó en la boca.
Jessie abrió mucho los ojos y después devolvió afanosamente el beso. Después de un largo momento, él se echó atrás. Ella esperó con expectación, pero Pitt sólo se quedó sentado, mirándola a los ojos.
– Te deseo -dijo Jessie.
– Sí.
– Ahora.
Él la atrajo hacia sí, apretándose contra su cuerpo, y la besó de nuevo. Después se apartó.
– Lo primero es lo primero.
Ella le dirigió una mirada ofendida y curiosa.
– ¿Como qué?
– Como el motivo de que me secuestrases para traerme a Cuba.
– Tienes un extraño sentido de la oportunidad.
– Generalmente, tampoco suelo hacer el amor dentro de un tubo de desagüe.
– ¿Qué quieres saber?
– Todo.
– ¿Y si no te lo digo?
Él se echó a reír.
– Nos estrecharemos la mano y nos separaremos.
Durante unos segundos, ella permaneció apoyada en la pared del túnel, considerando lo lejos que podría ir sin él. Probablemente, no más allá de la próxima población, del primer policía receloso o guardia de seguridad con quien se encontrase. Pitt parecía ser un hombre de recursos increíbles. Lo había demostrado en varias ocasiones. No podía dejar de ver el duro hecho de que le necesitaba más que él a ella.
Trató de encontrar las palabras adecuadas, una introducción que tuviese un poco de sentido. Por último, renunció y dijo bruscamente:
– El presidente me envió para encontrarme con Fidel Castro.
Los profundos ojos verdes de Pitt la observaron con franca curiosidad.
– Un buen comienzo. Me gustaría oír el resto.
Jessie respiró hondo y prosiguió.
Reveló el sincero ofrecimiento de un pacto que había hecho Fidel Castro y su extraña manera de enviarlo de manera que pasara inadvertido a los ojos vigilantes del servicio secreto soviético.
Explicó su reunión secreta con el presidente, después del inesperado retorno del Prosperteer, y la petición que él le había hecho de que llevase la respuesta repitiendo el vuelo de su marido en el dirigible, una acción encubierta que Fidel Castro habría reconocido.
Confesó el engaño de que se había valido para reclutar a Pitt, a Giordino y a Gunn, y pidió a Pitt que la perdonase por un plan que había fracasado a causa del ataque por sorpresa del helicóptero cubano.