Y por último, describió las crecientes sospechas del general Velikov del verdadero objetivo que se ocultaba detrás del intento de alcanzar a Castro, y su exigencia de respuestas a través de los métodos de tortura de Foss Gly.
Pitt escuchó toda la historia sin hacer comentarios.
Su reacción era lo que ella temía. Temía lo que él diría o haría al saber cómo había abusado de él, mintiéndole y desorientándole, haciendo que sufriese y casi le matasen en varias ocasiones, por una misión de la que él nada sabía. Pensó que tenía derecho a estrangularla.
Sólo se le ocurrió decir:
– Lo siento.
Pitt no la estranguló. Le tendió una mano. Ella la asió, y él la atrajo hacia sí.
– Conque me estuviste engañando durante todo el tiempo -dijo.
Esos ojos verdes, pensó ella. Habría querido sumergirse en ellos.
– No puedo reprocharte que estés furioso.
Él la abrazó unos momentos en silencio.
– ¿Y bien?
– Y bien, ¿qué?
– ¿No vas a decir algo? -preguntó tímidamente Jessie-. ¿No estás siquiera enfadado?
Él le desabrochó la camisa del uniforme y le acarició ligeramente el pecho.
– Afortunadamente para ti, soy incapaz de guardar rencor.
Entonces hicieron el amor, mientras retumbaba el tráfico en la carretera, encima de ellos.
Jessie se sentía increíblemente tranquila. Esta agradable impresión no la había abandonado durante la última hora, mientras caminaban sin ocultarse por la orilla de la carretera. Se difundía como un anestésico, amortiguando su miedo y reforzando su confianza. Pitt había aceptado su explicación y convenido en ayudarla en su busca de Castro. Y ahora ella caminaba a su lado, mientras él la guiaba por los campos de Cuba como si fuesen suyos, sintiéndose segura y animada por el resplandor de su intimidad.
Pitt birló unos mangos, una piña y un par de tomates medio maduros. Comieron mientras andaban. Varios vehículos, en su mayoría camiones cargados de caña de azúcar y de cítricos, les adelantaron. De vez en cuando, pasaba un transporte militar llevando milicianos. Jessie se ponía rígida y miraba nerviosamente sus botas de apretados cordones, mientras Pitt levantaba su fusil en el aire y gritaba «¡Saludos, amigos!» en español.
– Menos mal que no pueden oírte claramente -dijo ella.
– ¿Por qué? -preguntó éí, con fingida indignación.
– Tu español es horrible.
– Siempre me sirvió en las carreras de galgos de Tijuana.
– Pero no aquí. Será mejor que dejes que hable yo.
– ¿Crees que tu español es mejor que el mío?
– Puedo hablarlo como un nativo. Y también puedo conversar con fluidez en ruso, en francés y en alemán.
– Continuamente me sorprende tu talento -dijo sinceramente Pitt-. ¿Sabía Velikov que hablabas ruso?
– Si lo hubiese sabido, estaríamos muertos.
Pitt iba a decir algo y, de pronto, señaló hacia adelante. Estaban en una curva y había un coche aparcado en la carretera. Tenía levantado el capó y alguien estaba inclinado sobre el guardabarros, con la cabeza y los hombros invisibles encima del motor.
Jessie vaciló, pero Pitt la asió de una mano y tiró de ella.
– Ocúpate tú de esto -dijo en voz baja-. No tengas miedo. Ambos llevamos uniforme militar y el mío corresponde a una fuerza de asalto distinguida.
– ¿Qué diré?
– Lo que te parezca mejor. Puede ser una oportunidad para viajar de balde.
Antes de que ella pudiese protestar, el conductor oyó sus pisadas sobre la grava y se volvió. Era un hombre bajito, cincuentón, de cabellos negros y piel morena. No llevaba camisa y sí, solamente, unos shorts y unas sandalias. Los uniformes militares eran tan corrientes en Cuba que apenas les prestó atención. Les dirigió una amplia sonrisa.
– Hola.
– ¿Alguna avería en el motor? -preguntó Jessie en español.
– La tercera en lo que va del mes. -Encogió los hombros en señal de impotencia-. Acaba de pararse.
– ¿Sabe cuál es el problema?
El hombre levantó un cable corto que se había deteriorado en tres lugares diferentes y apenas se mantenía junto por la funda aislante-. Va de la bobina al delco.
– Tendría que haberlo cambiado por uno nuevo.
Él la miró receloso.
– Los accesorios para coches viejos como éste son imposibles de encontrar. Debería usted saberlo.
Jessie se dio cuenta de su resbalón y, sonriendo dulcemente, decidió aprovecharse del machismo latino.
– No soy más que una mujer. ¿Qué puede saber de mecánica una mujer?
– Ah -dijo sonriendo él-. Pero una mujer muy bonita.
Pitt prestaba poca atención a la conversación. Estaba dando una vuelta alrededor del coche, examinando su línea. Se inclinó sobre la parte delantera y estudió durante un momento el motor. Después se irguió y se echó atrás.
– Un Chevy del cincuenta y siete -dijo en inglés, con admiración-. Un automóvil magnífico. Pregúntale si tiene un cuchillo y un poco de cinta aislante.
Jessie se quedó boquiabierta.
El conductor miró a Pitt con incertidumbre, sin saber lo que tenía que hacer. Después preguntó en mal inglés:
– ¿No habla español?
– No, ¿y qué? -tronó Pitt-. ¿No había visto nunca a un irlandés?
– ¿Cómo puede un irlandés llevar uniforme cubano?
– Soy el comandante Paddy O'Hara, del Ejército Republicano Irlandés, en funciones de consejero de sus milicias.
La cara del cubano se iluminó como bajo el resplandor de un flash y Pitt se alegró al ver que el hombre había quedado impresionado.
– Herberto Figueroa -dijo éste, tendiéndole la mano-. Yo aprendí inglés hace muchos años; cuando estaban aquí los americanos.
Pitt la estrechó y señaló con la cabeza a Jessie.
– La cabo María López, mi ayudante y guía. También intérprete de mi deficiente español.
Figueroa bajó la cabeza y observó el anillo de casada de Jessie.
– Señora López. -Se volvió a Pitt-. ¿Comprende ella el inglés?
– Un poco -respondió Pitt-. Y ahora, si puede darme un cuchillo y cinta aislante, creo que podré reparar la avería.
– Claro, claro -dijo Figueroa.
Sacó un cortaplumas de la guantera y encontró un pequeño rollo de cinta aislante en un estuche de herramientas que llevaba en el portaequipajes.
Pitt se inclinó sobre el motor, cortó unos trozos de cable sobrante de las bujías y juntó los extremos, hasta que tuvo un alambre que llegaba desde la bobina hasta el delco.
– Bueno, pruebe ahora.
Figueroa hizo girar la llave del encendido y el gran V-8 de cuatro litros tosió una vez, dos veces y, después, zumbó con regularidad.
– ¡Magnífico! -gritó Figueroa, entusiasmado-. ¿Quieren que les lleve?
– ¿Adonde va?
– A La Habana. Vivo allí. El marido de mi hermana murió en Nuevitas. Fui allí para ayudarla a disponer el entierro. Ahora vuelvo a mi casa.
Pitt asintió con la cabeza, mirando a Jessie. Era su día de suerte. Trató de imaginarse la forma de Cuba y calculó, acertadamente, que La Habana debía estar a casi trescientos kilómetros al nordeste a vuelo de pájaro, seguramente unos cuatrocientos por carretera.
Inclinó el asiento delantero para que Jessie subiese al de atrás.
– Le estamos muy agradecidos, Herberto. Mi coche oficial sufrió una pérdida de aceite y el motor se paró unos cuatro kilómetros atrás. Nos dirigíamos a un campo de instrucción del este de La Habana. Si puede dejarnos en el Ministerio de Defensa, cuidaré de que le paguen por la molestia.