El presidente dejó el cigarro en un cenicero y cerró los ojos. Nunca terminan los problemas, murmuró para sí. Cada uno engendra otro. Los triunfos de mi cargo no son muy duraderos. La presión y las frustraciones nunca cesan.
– ¿Nuestra Armada puede detener los barcos? -preguntó.
– Según el calendario previsto, dos de ellos habrán atracado ya en La Habana -respondió Brogan-. El tercero debería entrar en el puerto en cualquier momento. Yo tuve la misma idea, pero ya es demasiado tarde.
– Debemos conseguir los nombres de esos barcos.
– He encargado ya a mi gente que compruebe todas las llegadas de barcos al puerto de La Habana. Espero que los hayan identificado dentro de una hora.
– Y precisamente ha elegido Castro estos días para ocultarse -dijo desesperado el presidente.
– Le hemos encontrado.
– ¿Dónde?
– En su retiro del campo. Ha roto todo contacto con el mundo exterior. Ni siquiera sus consejeros más íntimos ni los peces gordos soviéticos pueden comunicar con él.
– ¿A quién tenemos en nuestro equipo que pueda encontrarse cara a cara con él?
Brogan lanzó un gruñido.
– A nadie.
– Tiene que haber alguien a quien podamos enviar.
– Si Castro estuviese de un humor comunicativo, podría pensar al menos en diez personas que están a nuestro sueldo y que podrían entrar a verle por la puerta principal. Pero no como están ahora las cosas.
El presidente jugueteó con su cigarro, buscando a tientas una inspiración.
– ¿En cuántos cubanos puede confiar, en La Habana, que trabajen en los muelles y tengan experiencia marítima?
– Tendría que comprobarlo.
– Una suposición.
– Calculándolo por encima, tal vez quince o veinte.
– Está bien -dijo el presidente-. Reúnales a todos. Haga que de alguna manera suban a bordo de aquellos barcos, y que descubran cuál es el que lleva la bomba.
– Para desactivarla, necesitaremos alguien que sepa lo que se trae entre manos.
– Cruzaremos ese puente cuando sepamos dónde está oculta la bomba.
– Un día y medio no es mucho tiempo -dijo lúgubremente Brogan-. Será mejor que concentremos nuestra atención en deshacer el lío que se armará después.
– Lo que tiene usted que hacer es empezar a mover los hilos. Manténgame informado cada dos horas. Haga que todos los agentes que tenemos en Cuba se dediquen a este asunto.
– ¿Y si advirtiésemos a Castro?
– Esto me corresponde a mí. Yo cuidaré de ello.
– Que tenga suerte, señor presidente.
– Lo mismo le deseo, Martin.
El presidente colgó el teléfono. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo y después descolgó el teléfono de nuevo y llamó a Ira Hagen.
64
El guardia era joven, no tendría más de dieciséis años, era abnegado y fiel servidor de Fidel Castro y entregado a la vigilancia revolucionaria. Dándose importancia y con arrogancia oficial se acercó a la ventanilla del coche, con el rifle colgado de un hombro, y pidió que le mostrasen los documentos de identidad.
– Tenía que ocurrir -murmuró Pitt en voz baja.
Los guardias de los tres primeros puestos de control habían hecho perezosamente seña a Figueroa de que siguiese su camino, en cuanto les hubo mostrado su permiso de taxista. Eran campesinos que habían elegido la rutina de una carrera militar en vez de un trabajo sin porvenir en los campos o en las fábricas. Y como todos los soldados de todos los países del mundo, encontraban tedioso el servicio de vigilancia y con frecuencia prescindían de toda precaución, salvo cuando se presentaban sus superiores en visita de inspección.
Figueroa tendió su permiso al joven.
– Esto sólo es válido dentro de la ciudad de La Habana. ¿Qué está haciendo en el campo?
– Mi cuñado murió -dijo pacientemente Figueroa-. He ido a su entierro.
El guardia se agachó y miró a través de la ventanilla abierta del conductor.
– ¿Quienes son estos otros?
– ¿Está usted ciego? -replicó Figueroa-. Son militares como usted.
– Tengo que buscar a un hombre que lleva un uniforme robado de la milicia. Se sospecha que es un espía imperialista que desembarcó en una playa, a ciento cincuenta kilómetros al este de aquí.
– Porque ella lleva uniforme militar -dijo Figueroa, señalando ajessie en el asiento de atrás-, ¿crees que los imperialistas yanquis están enviando mujeres para invadirnos?
– Quiero ver sus documentos de identidad -insistió el guardia.
Jessie bajó el cristal de la ventanilla de atrás y se asomó.
– Ése es el comandante O'Hara, del Ejército Republicano Irlandés, que ha sido enviado como consejero. Yo soy la cabo López, su ordenanza. Déjanos pasar.
El guardia mantuvo la mirada fija en Pitt.
– Si es comandante, ¿por qué no lleva las insignias de su graduación?
Por primera vez, observó Figueroa que no había insignias en el uniforme de Pitt. Miró fijamente a éste, frunciendo recelosamente el entrecejo.
Pitt había permanecido sentado, sin tomar parte en la conversación. Entonces se volvió poco a poco, miró al guardia a los ojos y le dirigió una amistosa sonrisa. Cuando habló, su voz era suave, pero revelaba una gran autoridad.
– Tome el nombre y la dirección de ese guardia. Deseo que sea recompensado por su exacto cumplimiento del deber. El general Raúl Castro ha dicho muchas veces que Cuba necesita hombres como éste.
Jessie tradujo estas palabras y esperó, con alivio, mientras el guardia se cuadraba y sonreía.
Entonces, el tono de Pitt se volvió glacial, lo mismo que sus ojos.
– Ahora dígale que nos deje pasar o haré que le envíen como voluntario a Afganistán.
El joven guardia pareció encogerse visiblemente cuando Jessie repitió las palabras de Pitt en español. Estaba perplejo, sin saber lo que tenía que hacer, cuando un automóvil íargo y negro llegó y se detuvo detrás del viejo taxi. Pitt lo reconoció como un Zil, automóvil de lujo de siete asientos construido en Rusia para los funcionarios del Gobierno y los militares de alto rango.
El conductor del Zil tocó el Claxon, con impaciencia, y pareció aumentar la indecisión del guardia. Éste volvió y miró suplicante a un compañero, pero éste estaba ocupado con el tráfico que venía en dirección contraria. El chófer de la limusina tocó de nuevo el claxon y gritó por la ventanilla:
– ¡Aparta ese coche a un lado y déjanos pasar!
Entonces intervino Figueroa y empezó a gritar a los rusos:
– ¡Estúpidos rusos, deteneos y tomad un baño! ¡Puedo oleros desde aquí!
El conductor soviético abrió su portezuela, saltó de detrás del volante y empujó al guardia a un lado. Tenía la complexión de un bolo, grueso y fornido el cuerpo y pequeña la cabeza. Sus galones indicaban que era sargento. Miró a Figueroa con ojos que brillaban de malicia.
– ¡Idiota! -gruñó-. ¡Aparta ese cacharro!
Figueroa sacudió un puño delante de la cara del ruso.
– Me iré cuando ese paisano mío me lo diga.
– Por favor, por favor -suplicó Jessie, sacudiendo de un hombro a Figueroa-. No queremos complicaciones.
– La discreción no es una virtud cubana -murmuró Pitt.
Tenía el fusil entre los brazos, apuntando el ruso, y abrió la portezuela.
Jessie se volvió y miró cautelosamente por la ventanilla de atrás hacia la limusina, justo a tiempo de ver cómo un militar soviético, seguido de dos guardaespaldas armados, se apeaba del asiento de atrás y miraba, sonriendo divertido, la lucha verbal entablada junto al taxi. Jessie abrió la boca y lanzó un grito ahogado.