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El general Velikov, con aire cansado y macilento, vistiendo un uniforme de prestado que le sentaba muy mal, se acercó desde detrás del Chevrolet en el momento en que Pitt bajaba del taxi y pasaba por delante de éste, sin que Jessie tuviese tiempo de avisarle.

Velikov tenía puesta toda su atención en su conductor y en Figueroa, y no se fijó en el que parecía ser otro soldado cubano que salió del otro lado del coche. La discusión se estaba acalorando cuando el general se acercó a los contendientes.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó, en fluido español.

La respuesta no vino de su chófer, sino de una fuente totalmente inesperada.

– Nada que no podamos arreglar como caballeros -dijo secamente Pitt, en inglés.

Velikov miró fijamente a Pitt durante un largo momento, extinguiéndose la sonrisa divertida en sus labios, inexpresivo el semblante como siempre. La única señal de asombro fue una súbita dureza en sus ojos fríos.

– Somos supervivientes, ¿no es verdad, señor Pitt? -replicó.

– Afortunadamente. Yo diría que tuvimos mucha suerte -respondió Pitt, con voz tranquila.

– Le felicito por su fuga de la isla. ¿Cómo lo consiguió?

– Con una embarcación improvisada. ¿Y usted?

– Un helicóptero oculto cerca de la instalación. Por fortuna, sus amigos no lo descubrieron.

– Un descuido.

Velikov miró por el rabillo del ojo, observando con irritación el aire relajado de sus guardaespaldas.

– ¿Por qué ha venido a Cuba?

Pitt apretó el asa del fusil y apoyó el dedo en el gatillo, apuntando al cielo por encima de la cabeza de Velikov.

– ¿Por qué me lo pregunta, si tiene por sabido que soy un embustero habitual?

– También sé que sólo miente cuando esto le sirve para algo. No ha venido a Cuba para beber ron y tomar el sol.

– ¿Y ahora qué, general?

– Mire a su alrededor, señor Pitt. No puede decirse que esté en una posición de fuerza. Los cubanos no tratan bien a los espías. Haría bien en bajar el arma y colocarse bajo mi protección.

– No, gracias. Ya he estado bajo su protección. Se llamaba Foss Gly. Supongo que le recuerda. Era magnífico golpeando carne con los puños. Me satisface informarle de que ya no ejerce su oficio de verdugo. Una de sus víctimas le disparó donde más duele.

– Mis hombres pueden matarle aquí mismo.

– Es evidente que no comprenden el inglés y no tienen la menor idea de lo que hemos dicho. No trate de alertarles. Esto es lo que los mexicanos llaman un empate. Si tuerce la nariz a un lado, le meteré una bala en la ventana opuesta.

Pitt miró a su alrededor. Tanto el guardia cubano como el conductor soviético estaban escuchando la conversación en inglés sin entender palabra. Jessie estaba acurrucada en el asiento de atrás del Chevrolet, y sólo el gorro de campaña podía verse por encima del borde inferior de la ventanilla. Los guardias de Velikov permanecían tranquilos, contemplando el paisaje, con las pistolas enfundadas.

– Suba al coche, general. Vendrá con nosotros.

Velikov miró fríamente a Pitt.

– ¿Y si me niego?

Pitt le miró a su vez, con inflexible determinación.

– Usted morirá el primero. Después, sus guardaespaldas. Y después, los vigilantes cubanos. Estoy resuelto a matar. Y ellos no. Ahora, por favor…

Los guardaespaldas soviéticos siguieron en su sitio, contemplando con asombro cómo seguía Velikov en silencio la invitación de Pitt y subía a la parte de delante del coche. Velikov se volvió un momento y miró con curiosidad a Jessie.

– ¿Señora LeBaron?

– Sí, general.

– ¿Va usted con ese loco?

– Así es.

– Pero, ¿por qué?

Figueroa abrió la boca para decir algo, pero Pitt empujó bruscamente a un lado al chófer soviético, agarró fuertemente de un brazo al simpático taxista y lo sacó del coche.

– Usted se quedará aquí, amigo. Diga a las autoridades que lo secuestramos y nos llevamos su taxi. -Después pasó el fusil a Jessie a través de la ventanilla y se introdujo detrás del volante-. Si el general mueve un dedo, métele una bala en la cabeza.

Jessie asintió con la cabeza y apoyó el cañón sobre la base del cráneo de Velikov.

Pitt arrancó en primera y aceleró suavemente, como en un paseo de domingo, observando por el espejo retrovisor a los que se habían quedado en el puesto de control. Se alegró al ver que iban confusos de un lado a otro, sin saber q.ué hacer. Entonces, el chófer y los guardaespaldas de Velikov parecieron darse cuenta al fin de lo que sucedía, corrieron al automóvil negro y emprendieron la caza.

Pitt se detuvo y tomó el fusil de las manos de Jessie. Disparó unos cuantos tiros contra un par de cables de teléfonos que pasaban por unos aisladores en la cima de un poste. Él coche quemaba caucho sobre el asfalto antes de que los extremos de los cables rotos tocasen el suelo.

– Esto debería darnos media hora -dijo.

– La limusina está solamente a cien metros detrás de nosotros y va ganando terreno -dijo Jessie, con voz estridente y temerosa.

– No podría quitárselos de encima -dijo tranquilamente Velikov-. Mi chófer es experto en altas velocidades y el motor tiene una potencia de 425 caballos.

A pesar de la desenvoltura de Pitt y de sus palabras casuales, tenía la fría competencia y el aire inconfundible de las personas que saben lo que se hacen.

Dirigió a Velikov una sonrisa descarada y dijo:

– Los rusos no han inventado ningún coche que pueda alcanzar a un Chevy del cincuenta y siete.

Como para recalcar sus palabras, apretó el acelerador a fondo y el viejo automóvil pareció buscar en lo más hondo de sus gastados órganos una fuerza que no había conocido en treinta años. El grande y estruendoso cacharro todavía funcionaba. Adquirió velocidad, devorando kilómetros en la carretera, y el zumbido regular de sus ocho cilindros indicó que no se andaba con chiquitas.

Pitt concentraba toda su atención en el volante y en estudiar la carretera, incluso desde dos o incluso tres revueltas de distancia. El Zil se aferraba tenazmente a la cortina de humo que salía del tubo de escape del Chevy. Pitt tomó a toda velocidad una serie de curvas cerradas, mientra subían a través de montes boscosos. Estaba rodando al borde del desastre. Los frenos eran terribles y hacían poco más que oler mal y echar humo cuando Pitt apretaba el pedal. Estaban gastados y el metal rozaba contra metal dentro de los tambores.

A ciento cuarenta kilómetros por hora la tracción delantera producía balanceos espantosos. El volante temblaba en manos de Pitt. Los amortiguadores habían desaparecido hacía tiempo y el Chevy se inclinaba peligrosamente en las curvas, con los neumáticos chirriando como pavos salvajes.

Velikov estaba rígido como un palo, mirando fijamente hacia delante, sujetando el tirador de la portezuela con una mano de nudillos blancos, como dispuesto a saltar antes del inevitable accidente.

Jessie estaba francamente aterrorizada y cerraba los ojos mientras el coche patinaba y oscilaba furiosamente a lo largo de la carretera. Apretaba con fuerza las rodillas contra el respaldo del asiento delantero, para no ser lanzada de un lado a otro y mantener firme el fusil con que apuntaba a la cabeza de Velikov.

Si Pitt se daba cuenta de la considerable angustia que causaba a sus pasajeros, no daba señales de ello. Media hora era lo más que podía esperar antes de que los vigilantes cubanos estableciesen contacto con sus superiores e informasen del secuestro del general soviético. Un helicóptero sería la primera señal de que los militares cubanos se le echaban encima y preparaban una trampa. Cuándo y a qué distancia levantarían una barricada en la carretera eran cuestiones de pura conjetura. Un tanque o una pequeña flota de coches blindados aparecerían de pronto detrás de una curva cerrada, y el viaje habría terminado. Solamente la presencia de Velikov impediría una matanza.