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El conductor del Zil no era inexperto. Ganaba terreno a Pitt en las curvas, pero lo perdía en las rectas cuando aceleraban el viejo Chevy. Por el rabillo del ojo vio Pitt un pequeño rótulo que indicaba que se estaban acercando a la ciudad portuaria de Cárdenas. Empezaron a aparecer casas y pequeñas tiendas a los lados de la carretera y aumentó el tráfico.

Miró el velocímetro. La oscilante aguja marcaba más o menos ciento cincuenta kilómetros. Aflojó la marcha hasta la mitad, manteniendo el Zil a distancia al serpentear entre el tráfico tocando con fuerza el claxon. Un guardia hizo un fútil intento de pararle junto a la acera cuando, inclinándose, dio la vuelta a la plaza de Colón y a una alta estatua de bronce del mismo personaje. Afortunadamente, las calles eran anchas y podía esquivar fácilmente a los peatones y a otros vehículos.

La ciudad estaba en las orillas de una bahía circular y poco profunda, y Pitt pensó que, mientras tuviese el mar a su derecha, iría en dirección a La Habana. De alguna manera consiguió mantenerse en la calle principal y, antes de diez minutos, el coche salía volando de la ciudad y entraba de nuevo en el campo.

Durante la veloz carrera por las calles, el Zil había acortado la distancia hasta cincuenta metros. Uno de los guardaespaldas se asomó a la ventanilla y disparó su pistola.

– Nos están disparando -anunció Jessie, en un tono indicador de que estaba emocionalmente agotada.

– No nos apunta a nosotros -replicó Pitt-, sino a los neumáticos.

– Está perdido -dijo Velikov. Eran las primeras palabras que pronunciaba en ochenta kilómetros-. Ríndase. No podrá escapar.

– Me rendiré cuando esté muerto -dijo Pitt con desconcertante aplomo.

No era la respuesta que esperaba Velikov. Si todos los americanos eran como Pitt, pensó, la Unión Soviética las pasaría moradas. Velikov se jactaba de su habilidad en manipular a los hombres, pero era evidente que no haría mella en éste.

Saltaron sobre un hoyo de la carretera y cayeron pesadamente al otro lado. Se rompió el silenciador y el súbito estruendo del tubo de escape fue sorprendente, casi ensordecedor, por su inesperada furia. Los ojos de los pasajeros empezaron a lagrimear a causa del humo, y el interior del coche se convirtió en una sauna al combinarse el calor del vapor con la humedad exterior. El suelo estaba tan caliente que parecía que iba a fundir las suelas de las botas de Pitt. Entre el ruido y el calor, tenía la impresión de que estaba trabajando horas extraordinarias en una sala de calderas.

El Chevy se estaba convirtiendo en una casa de locos mecánica. Los dientes de la transmisión se habían gastado y chirriaban en protesta contra las extremadas revoluciones. Extraños ruidos como de golpes empezaron a sonar en las entrañas del motor. Pero todavía le quedaba fuerza y, con su característico zumbido grave, el Chevy siguió adelante casi como si supiese que sería éste su último viaje.

Pitt había reducido cuidadosa y ligeramente la marcha y permitido que el conductor ruso se acercase a una distancia de tres coches. Hizo que el Chevy fuese de un lado a otro de la carretera para que el guardaespaldas no pudiese apuntar bien. Después levantó un milímetro el pie del acelerador, hasta que el Zil estuvo a cinco metros del parachoques de atrás del Chevrolet.

Entonces pisó el pedal del freno.

El sargento que conducía el Zil era hábil, pero no lo suficiente. Hizo girar el volante a la izquierda y casi logró su propósito. Pero no había tiempo ni distancia suficientes. El Zil se estrelló contra la parte de atrás del Chevy con un chirrido metálico y un estallido de cristales, aplastando el radiador contra el motor, mientras la cola giraba en redondo en un movimiento de sacacorchos.

El Zil, totalmente fuera de control y convertido en tres toneladas de metal condenado a su propia destrucción, chocó de refilón contra un árbol, salió despedido a través de la carretera y se estrelló contra un autobús averiado y vacío a una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Una llamarada de color naranja brotó del coche mientras daba locas vueltas de campana durante más de cien metros, antes de detenerse volcado sobre el techo, con las cuatro ruedas girando todavía. Los rusos estaban atrapados en su interior, sin posibilidad de escapar, y las llamas anaranjadas se transformaron en una espesa nube de humo negro.

El fiel y maltrecho Chevy corría aún a trompicones. Vapor y aceite brotaban de debajo del capó, la segunda marcha se había roto con los frenos y el retorcido parachoques de atrás se arrastraba por la carretera dejando una estela de chispas.

El humo atraería a los que les estaban buscando. Se cerraba la red. En el próximo kilómetro, en la próxima curva de la carretera, ésta podría estar bloqueada. Pitt estaba seguro de que, en cualquier momento, aparecería un helicóptero sobre las copas de los árboles que flanqueaban la carretera. Había llegado la hora de desprenderse del coche. Era insensato seguir jugando con la suerte. Como un bandido huyendo de sus perseguidores, tenía que cambiar de caballo.

Redujo la velocidad a sesenta al acercarse a las afueras de la ciudad de Matanzas. Descubrió una fábrica de abonos e introdujo el coche en la zona de aparcamiento. Deteniendo el moribundo Chevy al pie de un gran árbol, miró a su alrededor y, al no ver a nadie, paró el motor. Los chasquidos del metal recalentado y el silbido del vapor sustituyeron al ensordecedor estruendo del tubo de escape.

– ¿Cuál es ahora tu plan? -preguntó Jessie, que estaba recobrando su aplomo-. Porque espero que tendrás otra carta en la manga.

– No hay picaro que me gane -dijo Pitt, con una sonrisa tranquilizadora-. Quédate aquí. Si nuestro amigo el general hace el menor movimiento, mátale.

Caminó por el aparcamiento. Era un día laborable y estaba lleno de coches de los trabajadores. El hedor de la fábrica era nauseabundo y llenaba el aire a kilómetros alrededor. Pitt se plantó cerca de la puerta principal mientras una serie de camiones cargados de sulfato amónico, cloruro potásico y estiércol entraban en la planta, y salían otros tranquilamente por el camino de tierra que llevaba a la carretera. Esperó unos quince minutos hasta que apareció un camión de marca rusa lleno de estiércol y se dirigió a la fábrica. Pitt se plantó en medio de la carretera e hizo señal de que se detuviese.

El conductor iba solo. Miró interrogadoramente desde la cabina. Pitt le hizo ademán de que bajase y señaló enérgicamente debajo del camión. El chófer, curioso, se apeó y se agachó junto a Pitt que estaba mirando atentamente el eje de transmisión. Al no ver nada anormal, se volvió en el mismo instante en que Pitt le descargaba un golpe en la nuca.

Se derrumbó y Pitt se lo cargó al hombro. Subió al inconsciente cubano a la cabina del camión y después subió él rápidamente. El motor estaba en marcha y metió la primera y se dirigió hacia el árbol que ocultaba al Chevrolet de quienes viniesen por el aire.

– ¡Todos a bordo! -dijo, saltando de la cabina.

Jessie se echó atrás, asqueada.

– Dios mío, ¿qué hay ahí?

– Por decirlo delicadamente, estiércol.

– ¿Espera que me revuelque en esa inmundicia? -preguntó Velikov.

– No solamente que se revuelque -respondió Pitt-, sino que van a enterrarse en ella. -Tomó el fusil de manos de Jessie y pinchó al general, no con mucha suavidad, en los ríñones-. Arriba, general, probablemente ha frotado con cieno a muchas víctimas de la KGB. Ahora es su turno.

Velikov lanzó una mirada asesina a Pitt y después subió a la caja del camión. Jessie le siguió de mala gana, mientras Pitt empezaba a despojar de su ropa al conductor. Era de número muy inferior a su talla y tuvo que dejar desabrochada la camisa y abierta la bragueta del pantalón para caber en ellos. Puso rápidamente su uniforme de campaña al cubano y subió a éste a la caja del camión con los otros. Devolvió el fusil a Jessie. Ésta no necesitó instrucciones para apoyar el cañón en la cabeza de Velikov. Pitt encontró una pala en un lado de la cabina y empezó a cubrirles.