Jessie sintió náuseas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar.
– Creo que no podré aguantarlo.
– Da gracias a Dios de que sea de caballo y de ganado y no de las alcantarillas de la ciudad.
– Esto es fácil de decir, para ti que vas a conducir.
Cuando todos fueron invisibles y apenas si podían respirar, Pitt volvió a la cabina y condujo el camión hacia la carretera. Se detuvo antes de entrar en ella, al ver a tres helicópteros militares volar encima de su cabeza y pasar a toda velocidad un convoy de soldados armados en la dirección del destrozado Zil.
Esperó y después giró a la izquierda y entró en la carretera. Estaba a punto de llegar a los límites de la ciudad de Matanzas cuando se encontró con un puesto de control donde había un coche blindado y casi cincuenta soldados, todos ellos con aire hosco y resuelto.
Se detuvo y tendió los papeles que había quitado al conductor. Su plan funcionó aún mejor de lo que había imaginado. Los guardias ni siquiera se acercaron al apestoso camión. Hicieron seña de que siguiese adelante, contentos de verle alejarse y felices de respirar de nuevo aire fresco.
Una hora y media más tarde, el sol se había ocultado en occidente y se habían encendido las luces de La Habana. Pitt llegó a la ciudad y subió por la Via Blanca. Salvo por el aroma del camión, se sintió seguro al pensar que pasaría inadvertido entre el ruidoso y bullicioso tráfico de la hora punta. También le pareció más seguro entrar en la ciudad cuando se había hecho de noche.
Sin pasaporte ni dinero, su único recurso era establecer contacto con la misión americana en la Embajada suiza. Allí podrían quitarle a Jessie de encima y mantenerle oculto hasta que su pasaporte y sus documentos de entrada fuesen enviados por vía diplomática desde Washington. En cuanto se convirtiese en turista oficial, podría tratar de resolver el enigma del tesoro de La Dorada.
Velikov no era ningún problema. Vivo, el general era un enemigo peligroso. Seguiría matando y torturando. Muerto, sólo sería un recuerdo. Pitt decidió matarle de un tiro en un callejón desierto. Cualquiera que fuese lo bastante curioso para investigar atribuiría simplemente el estampido a un petardeo del tubo de escape del camión.
Se metió en una calle estrecha entre dos hileras de almacenes desiertos, cerca de la zona portuaria, y detuvo el vehículo. Dejó el motor en marcha y se dirigió a la parte de atrás del camión. Al subir a él, vio la cabeza y los brazos de Jessie que sobresalían de la carga de estiércol. Manaba sangre de un pequeño corte en la sien y el ojo derecho se estaba hinchando y amoratando. Las únicas señales de Velikov y del conductor cubano eran unos huecos en los lugares donde Pitt les había encerrado.
Habían desaparecido.
Él la ayudó a salir de entre el estiércol y lo limpió de sus mejillas. Ella abrió los ojos y le miró y, al cabo de un momento, sacudió la cabeza de un lado a otro.
– Lo siento, lo he echado todo a perder.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó él.
– El conductor volvió en sí y me atacó. No grité para pedirte auxilio porque tuve miedo de provocar una alarma y de que nos detuviese la policía. Luchamos por el fusil y éste saltó por encima de un lado del camión. Entonces el general me agarró de los brazos y el conductor me golpeó hasta que perdí el conocimiento. -De pronto se le ocurrió algo y miró furiosamente a su alrededor-: ¿Dónde están ellos?
– Debieron saltar del camión -respondió Pitt-. ¿Puedes recordar dónde o cuándo ocurrió?
El esfuerzo de concentración de Jessie se reflejó en su semblante.
– Creo que fue aproximadamente cuando entrábamos en la ciudad. Recuerdo haber oído el ruido de un tráfico intenso.
– De esto hace menos de veinte minutos.
La ayudó a pasar a un lado de la caja del camión y la bajó delicadamente al suelo.
– Será mejor que dejemos el camión y tomemos un taxi.
– Yo no puedo ir a ninguna parte oliendo de este manera -dijo sorprendida ella-. Y fíjate en ti. Estás ridículo. Llevas todo abierto por delante.
Pitt se encogió de hombros.
– Bueno, no me detendrán por escándalo público. Todavía llevo puestos los shorts.
– No podemos tomar un taxi -dijo desesperadamente ella-. No tenemos ni un peso cubano.
– La misión americana en la Embajada suiza cuidará de ello. ¿Sabes dónde está?
– La llaman Sección de Intereses Especiales. Cuba tiene algo parecido en Washington. El edificio tiene vistas al mar y está en una avenida llamada el Malecón.
– Nos ocultaremos hasta que sea de noche. Tal vez podamos encontrar una fuente donde puedas limpiarte. Velikov ordenará un registro a gran escala de la ciudad para encontrarnos. Probablemente tendrán vigilada la Embajada; por consiguiente, tendremos que encontrar la manera de deslizamos a hurtadillas en ella. ¿Te sientes lo bastante fuerte para echar a andar?
– ¿Sabes una cosa? -dijo ella, con una sonrisa de dolor-. Si me lo preguntas, te diré que estoy terriblemente fatigada.
65
Ira Hagen se apeó del avión y entró en la terminal del Aeropuerto José Martí. Se había preparado para una discusión acalorada con los oficiales de inmigración, pero éstos echaron simplemente un vistazo a su pasaporte diplomático y le dejaron pasar con un mínimo de formalidades. Al dirigirse al lugar de recogida de equipajes, un hombre con un traje de algodón a rayas le detuvo.
– ¿Señor Hagen?
– Sí, soy Hagen.
– Tom Clark, jefe de la Sección de Intereses Especiales. El propio Douglas Oates me informó de su llegada.
Hagen observó a Clark. El diplomático era un hombre atlético de unos treinta y cinco años, cara tostada por el sol, bigote a lo Errol Flynn, ralos cabellos rojos peinados hacia delante para ocultar las entradas, ojos azules y una nariz que había sido rota más de una vez. Sacudió calurosamente la mano de Hagen al menos siete veces.
– Supongo que no recibirá a muchos americanos aquí -dijo Hagen.
– Muy pocos desde que el presidente Reagan dejó la isla fuera del alcance de los turistas y de los hombres de negocios.
– Presumo que le habrán enterado de la razón de mi visita.
– Será mejor que esperemos a hablar de esto en el coche -dijo Clark, señalando con la cabeza a una mujer gorda y vulgar que estaba sentada cerca de ellos, con una pequeña maleta sobre la falda.
Hagen no necesitó que se lo dijesen para reconocer a una vigilante con un micro disimulado que registraba todas sus palabras.
Al cabo de casi una hora, pudo hacerse Hagen al fin con su maleta y se dirigieron al coche de Clark, un sedán Lincoln con chófer. Llovía ligeramente, pero Clark traía un paraguas. El conductor colocó la maleta en el portaequipajes, y se dirigieron a la Embajada suiza, donde se albergaba la Sección de Intereses Especiales de los Estados Unidos.
Hagen había pasado la luna de miel en Cuba, varios años antes de la revolución, y se encontró con que La Habana era casi la misma que él recordaba. Los colores pastel de los edificios estucados de las avenidas flanqueadas de palmeras parecían algo desvaídos pero poco cambiados. Era un viaje nostálgico. En las calles circulaban numerosos automóviles de los años cincuenta que le despertaban viejos recuerdos: Kaiser, Studebaker, Packard, Hudson e incluso un par de Edsel. Se mezclaban con los nuevos Fiat de Italia y Lada de Rusia.