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La ciudad prosperaba, pero no con la pasión de los años de Batista. Los mendigos, las prostitutas y los tugurios habían desaparecido, sustituidos por la austera pobreza que era marca de fábrica de todos los países comunistas. El marxismo era una verruga en el recto de la humanidad, decidió Hage.

Se volvió a Clark.

– ¿Cuánto tiempo lleva usted en el servicio diplomático?

– Ninguno -respondió Clark-. Estoy en la compañía.

– La CÍA.

Clark asintió con la cabeza.

– Llámelo así si lo prefiere.

– ¿Por qué ha dicho aquello sobre Douglas Oates?

– Para que lo oyese la persona que estaba escuchando en el aeropuerto. Quien me informó de su misión fue Martin Brogan.

– ¿Qué se ha hecho para encontrar y desactivar el ingenio?

Clark sonrió tristemente.

– Puede llamarlo la bomba. Sin duda una bomba pequeña, pero lo bastante potente para arrasar la mitad de La Habana y provocar un incendio capaz de destruir todas las débiles casas y barracas de los suburbios. Y no, no la hemos encontrado. Tenemos un equipo secreto de veinte hombres registrando las zonas portuarias y los tres barcos en cuestión. Y no han encontrado nada. Igual podrían estar buscando una aguja en un pajar. Faltan menos de dieciocho horas para las ceremonias y el desfile. Se necesitaría un ejército de dos mil investigadores para encontrar la bomba a tiempo. Y para empeorar las cosas, nuestra pequeña tropa tiene que trabajar eludiendo las medidas de seguridad de los cubanos y los rusos. Tal como están las cosas, tengo que decir que la explosión es inevitable.

– Si puedo llegar hasta Castro y darle el aviso del presidente…

– Castro no quiere hablar con nadie -dijo Clark-. Nuestros agentes de más confianza en el Gobierno cubano, y tenemos cinco en encumbradas posiciones, no pueden establecer contacto con él. Lamento decirlo, pero la misión de usted es más desesperada que la mía.

– ¿Va a evacuar a su gente?

Se pintó una expresión de profunda tristeza en los ojos de Clark.

– No. Todos continuaremos aquí hasta el final.

Hagen guardó silencio mientras el coche salía del Malecón y cruzaba la entrada de lo que había sido la Embajada de los Estados Unidos y estaba ahora ocupada oficialmente por los suizos. Dos guardias con uniforme suizo abrieron la alta verja de hierro.

De pronto, sin previo aviso, un taxi siguió a la limusina y cruzó la verja antes de que los sorprendidos guardias pudiesen reaccionar y cerrarla. El taxi no se había parado aún cuando una mujer con uniforme de miliciano y un hombre vestido de harapos se apearon de él de un salto. Los guardias se recobraron rápidamente y se abalanzaron contra el desconocido, que adoptó una posición medio de boxeo y medio de judo. Se detuvieron, tratando de desenfundar sus pistolas. Aquel momento de indecisión fue suficiente para que la mujer abriese la puerta de atrás del Lincoln y subiese a él.

– ¿Son americanos o suizos? -preguntó.

– Americanos -respondió Clark, tan pasmado por el repugnante olor que emanaba de ella como por su brusca aparición-. ¿Qué es lo que quiere?

Su respuesta ftie totalmente inesperada. Empezó a reír histéricamente.

– Americanos o suizos. Dios mío, debió parecer que iba a pedirles un queso.

Por fin despertó el chófer, saltó del automóvil y la agarró de la cintura.

– ¡Espere! -ordenó Hagen, reparando en las contusiones de la cara de la mujer-. ¿Qué sucede?

– Soy americana -farfulló ella, recobrando un poco de su aplomo-. Me llamo Jessie LeBaron. Por favor, ayúdenme.

– ¡Santo Dios! -murmuró Hagen-. No será la esposa de Raymond LeBaron.

– Sí. Sí, lo soy -Señaló frenéticamente hacia la pelea que se había entablado en el paseo de la Embajada-. Deténganles. El es Dirk Pitt, director de proyectos especiales de la AMSN.

– Yo cuidaré de esto -dijo Clark.

Pero cuando pudo intervenir Clark, Pitt ya había tumbado a uno de los guardias y estaba luchando con el otro. El taxista cubano saltaba desaforadamente, agitando los brazos y reclamando el importe de la carrera. Varios policías de paisano aumentaron la confusión, apareciendo de improviso en la calle delante de la verja cerrada y pidiendo que Pitt y Jessie les fuesen entregados. Clark hizo caso omiso de la policía, detuvo la pelea y pagó al chofer. Después condujo a Pitt al Lincoln.

– ¿De dónde diablos viene? -preguntó Hagen-. El presidente creía que estaba muerto o en la cárcel…

– ¡Dejemos ahora esto! -le interrumpió Clark-. Será mejor que nos perdamos de vista antes de que los policías se olviden de la inmunidad de la Embajada y se pongan violentos.

Empujó rápidamente a todos dentro de la casa y por un pasillo que conducía a la sección americana del edificio. Pitt fue llevado a una habitación desocupada, donde podría tomar una ducha y afeitarse. Un miembro del personal que era aproximadamente de su talla le prestó alguna ropa. El uniforme de Jessie fue quemado con la basura, y ella tomó agradecida un baño para quitarse el mal olor del estiércol. Un médico de la embajada suiza la reconoció minuciosamente y curó sus cortes y contusiones. Prescribió una comida saludable y le ordenó que descansara unas horas antes de ser interrogada por los oficiales de la Sección de Intereses Especiales.

Pitt fue acompañado a una pequeña sala de conferencias. Cuando entró, Hagen y Clark se levantaron y se presentaron formalmente. Le ofrecieron un sillón y todos se acomodaron alrededor de una pesada mesa de madera de pino tallada a mano.

– No tenemos tiempo para demasiadas explicaciones -dijo Clark, sin preámbulos-. Hace dos días, mis superiores de Langley me informaron sobre su incursión secreta en Cayo Santa María. Lo hicieron para que estuviese preparado en caso de que fracasara y hubiese repercusiones en La Habana. No me enteré de su éxito, hasta que el señor Hagen…

– Ira -le interrumpió Hagen.

– Hasta que Ira me ha mostrado hace un momento un documento altamente secreto capturado en la instalación de la isla. También me ha dicho que el presidente y Martin Brogan le habían pedido que averiguase su paradero y el de la señora LeBaron. Tenía que notificárselo inmediatamente, en el caso de que hubiesen sido sorprendidos y detenidos.

– O ejecutados -añadió Pitt.

– También esto -asintió Clark.

– Entonces también sabe por qué Jessie y yo nos separamos de los demás y vinimos a Cuba.

– Sí. Ella trae un mensaje urgente del presidente para Castro.

Pitt se relajó y se arrellanó en su sillón.

– Muy bien. Mi papel en el asunto ha terminado. Les agradecería que hiciesen lo necesario para poder enviarme de vuelta a Washington, después de unos pocos días que necesito para resolver un asunto personal.

Clark y Hagen intercambiaron una mirada, pero ninguno de los dos pudo mirar a Pitt a los ojos.

– Lamento estropear sus planes -dijo Clark-. Pero estamos ante un problema grave, y su experiencia en cuestión de barcos podría sernos de gran ayuda.

– No les serviría de nada. Soy demasiado conocido.

– ¿Puede dedicarnos unos minutos y le contaremos de qué se trata?

– Les escucharé con mucho gusto.

Clark asintió satisfecho con la cabeza.

– Muy bien. Ira ha venido directamente de hablar con el presidente. Está en mejores condiciones que yo para explicarle la situación. -Se volvió a Hagen-. Usted tiene la palabra.

Hagen se quitó la chaqueta, sacó un pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y se enjugó la sudorosa frente.

– La situación es ésta, Dirk. ¿Puedo llamarle Dirk?

– Ése es mi nombre.

Hagen era experto en juzgar a los hombres y le gustó lo que veía. Aquel tipo no parecía de los que se dejan engañar. También tenía un aire que inspiraba confianza. Hagen puso las cartas sobre la mesa y explicó el plan ruso para asesinar a los Castro y asumir el control de Cuba. Expuso en términos concisos los detalles, explicando que la bomba nuclear había sido introducida secretamente en el puerto, así como el tiempo proyectado para su explosión.