Entonces saltó.
Se agarró a una de las cuerdas de proa del Prosperteer; pero sus manos resbalaron sobre la mojada superficie, arañándose la piel de los dedos y las palmas. Desesperadamente, pasó una pierna alrededor de la cuerda y aguantó con la poca energía que le quedaba. Su peso tiró hacia abajo de la proa del dirigible y Pitt quedó sumergido debajo de la superficie del mar. Trepó por la cuerda hasta sacar la cabeza del agua. Aspiró afanosamente el aire y escupió agua de mar. Su perseguidor se había convertido en su cautivo. El peso del cuerpo de Pitt no era suficiente para detener aquel monstruo del aire, ni mucho menos para contrarrestar el impulso del viento. Estaba a punto de soltar su insegura presa, cuando tocó fondo con los pies. El dirigible lo arrastró sobre la rompiente, y Pitt tuvo la impresión de hallarse en una montaña rusa. Entonces fue lanzado sobre la cálida arena de la playa. Miró hacia arriba y vio que el dique del hotel estaba a menos de treinta metros de distancia.
¡Dios mío!, pensó, ya está: dentro de pocos segundos, el Prosperteer se estrellará contra el hotel y posiblemente estallará. Y había algo más. Las hélices se romperían con el impacto y sus fragmentos de metal caerían sobre la pasmada multitud con la fuerza de una mortífera bomba de metralla.
– ¡Por el amor de Dios, ayúdenme! -gritó Pitt.
Las numerosas personas que se hallaban en la playa estaban como petrificadas, boquiabiertas, estupefactas e infantilmente fascinadas por el extraño espectáculo. De pronto, dos muchachas y un chico corrieron y agarraron una de las dos cuerdas. Después acudió un bañista, seguido de una mujer entrada en años y robusta. Por último, se rompió el hechizo y veinte mirones se adelantaron y sujetaron las cuerdas que se arrastraban. Fue como si una tribu de indígenas medio desnudos entablase un combate contra un enloquecido brontosaurio.
Pies descalzos se hincaron en la arena, trazando surcos en ella cuando los arrastró la terca mole que se cernía sobre sus cabezas. El tirón sobre las cuerdas de proa hizo que la nave girase sobre sí misma y que la cola con aletas describiese un arco de 180 grados y apuntase al hotel, y la rueda de debajo de la barquilla rozó los arbustos de encima del rompeolas, y las hélices se libraron por pulgadas de dar contra el hormigón, tronchando hojas y ramas.
Una fuerte ráfaga de viento sopló desde el mar, empujando al Prosperteer sobre la terraza, aplastando sombrillas y mesas y dirigiendo la popa hacia el quinto piso del hotel… Varias cuerdas fueron arrancadas de las manos que las sostenían y una ola de impotencia barrió la playa. La batalla parecía perdida.
Pitt se puso en píe y corrió a tropezones hasta una palmera próxima. En un último y desesperado esfuerzo, enrolló su cuerda al esbelto tronco, rezando fervientemente para que no se rompiese con la tensión.
La cuerda resistió y se tensó. La palmera de veinte metros de altura tembló, osciló y se dobló durante varios segundos. La muchedumbre contuvo el aliento. Después, con angustiosa lentitud, el árbol se enderezó gradualmente hasta volver a su anterior posición. Las superficiales raíces se mantuvieron firmes y el dirigible se detuvo, con sus aletas a menos de dos metros de la pared oriental del hotel.
Doscientas personas aclamaron y empezaron a aplaudir. Las mujeres saltaron y rieron, mientras los hombres gritaban y levantaban las manos con los pulgares hacia arriba. Ningún equipo triunfador había recibido jamás una ovación más espontánea. Aparecieron los guardias de seguridad del hotel y mantuvieron a los mirones imprudentes lejos de las hélices, que seguían girando.
Pitt se quedó plantado allí, con el mojado cuerpo cubierto de arena recobrando el aliento, empezando a sentir el dolor en las manos quemadas por la cuerda. Mirando fijamente al Prosperteer, tuvo su primera visión clara de la aeronave y le fascinó su diseño anticuado. Evidentemente, era más viejo que los modernos dirigibles Goodyear.
Se abrió paso entre las desparramadas mesas y sillas de la terraza y subió a la barquilla. Los tripulantes estaban todavía sujetos por los cinturones a sus asientos, inmóviles, mudos. Pitt se inclinó sobre el piloto, encontró los interruptores del encendido y los cerró. Los motores sonaron suavemente un par de veces y quedaron en silencio al dar las hélices una última vuelta y detenerse.
Ahora el silencio fue sepulcral.
Pitt hizo una mueca y observó el interior de la barquilla. No había señales de daños, los instrumentos y los controles parecían estar en orden. Pero fueron los aparatos electrónicos los que le sorprendieron. Gradiómetros para detectar el hierro, un sonar y un instrumento para registrar el fondo del mar; todo lo necesario para una búsqueda subacuática.
Pitt no se daba cuenta de las muchas caras que atisbaban desde la puerta abierta de la barquilla, ni oía los aullidos intermitentes de las sirenas que se acercaban. Se sentía aislado y momentáneamente desorientado. La cálida y húmeda atmósfera tenía una irrealidad morbosa y flotaba en el aire el mareante olor a putrefacción humana.
Uno de los tripulantes estaba reclinado sobre una mesita, con la cabeza apoyada sobre los brazos como si durmiese. Su ropa estaba húmeda y manchada. Pitt lo sacudió ligeramente por un hombro. No había firmeza en la carne. Estaba blanda y pulposa. Sintió un frío que le puso la piel de gallina y, sin embargo, el sudor chorreaba por todo su cuerpo.
Volvió la atención a las horribles apariciones sentadas ante los controles. Sus caras estaban cubiertas de moscas, y la descomposición borraba todo rastro de vida. La piel se desprendía de la carne como ampollas o quemaduras reventadas. Los mentones pendían fláccidos de las bocas abiertas, y los labios y las lenguas estaban hinchados y resecos. Los ojos estaban abiertos, mirando a ninguna parte, con los globos opacos y nublados. Las manos se apoyaban todavía en los controles y las uñas se habían vuelto azules. Sin enzimas que las controlasen, las bacterias habían formado gases que hinchaban grotescamente los vientres. El aire húmedo y la elevada temperatura de los trópicos aceleraban en gran manera el proceso de putrefacción.
Los cadáveres descompuestos en el interior del Prosperteer parecían venir de una tumba ignorada, una tripulación macabra de un dirigible-osario en una fantástica misión.
5
El cadáver desnudo de una negra adulta yacía sobre una mesa de reconocimiento bajo las fuertes luces de la sala de autopsias. La conservación era excelente; no había señales visibles de violencia. Para el experto, el grado de rigor mortis indicaba que había muerto hacía menos de siete horas. Su edad parecía estar entre los veinticinco y los treinta años. Aquel cuerpo podía haber atraído un día las miradas masculinas, pero ahora estaba desnutrido, consumido y estragado por diez años de consumo de drogas.
Al forense de Dade County, doctor Calvin Rooney, no le gustaba demasiado tener que hacer esta autopsia. Había bastantes muertes en Miami para tener ocupado a su personal durante las veinticuatro horas del día, y él prefería emplear su tiempo en las autopsias más dramáticas y desconcertantes. Una sobredosis de droga tenía poco interés para él. Pero esta mujer había sido encontrada tirada en el jardín de un comisario del condado y, por eso, habría resultado inadecuado encargarla a un médico de tercera categoría.
Llevando una bata azul, porque detestaba las acostumbradas batas blancas, Rooney, nacido en Florida, veterano del Ejército de los Estados Unidos y graduado en la Facultad de Medicina de Harvard, introdujo una cassete nueva en un magnetófono portátil y empezó a comentar secamente las condiciones generales del cadáver.
Tomó un bisturí y se inclinó para hacer la disección, empezando a unas pulgadas por debajo del mentón y rajando en dirección al pubis. De pronto, interrumpió la incisión sobre la cavidad torácica y se inclinó más, para observar a través de los gruesos cristales de unas gafas con montura de concha. Durante los quince minutos siguientes, extrajo y estudió el corazón, mientras recitaba un monólogo ininterrumpido al magnetófono.