– No necesito que la KGB me dé lecciones sobre mi deber para con la madre patria -dijo Kolchak, sin rencor.
Velikov se encogió de hombros con indiferencia.
– Todos hemos de representar nuestro papel. Volviendo a Ron y Cola; después de la explosión, sus tropas regresarán a la ciudad y ayudarán en las operaciones médicas y de auxilio. Mi gente cuidará de que se produzca con orden el cambio de Gobierno. También haré que la prensa internacional muestre a los abnegados soldados soviéticos cuidando a los supervivientes heridos.
– Como soldado debo decir que encuentro abominable toda esta operación. No puedo creer que el camarada Antonov sea cómplice de ella.
– Sus motivos son válidos y yo no los pongo en tela de juicio.
Kolchak se apoyó en el borde de su mesa con los hombros encogidos.
– Haré una lista de los que se tienen que quedar.
– Gracias, coronel general.
– Presumo que los preparativos están terminados, ¿no?
Velikov asintió con la cabeza.
– Usted y yo acompañaremos a los hermanos Castro a la tribuna para presenciar el desfile. Yo llevaré un transmisor de bolsillo que hará estallar la carga en el barco principal. Cuando Castro inicie su acostumbrado discurso maratoniano, saldremos disimuladamente y tomaremos un coche que nos estará esperando. Cuando nos hayamos alejado lo bastante para estar a salvo, unos treinta quilómetros que podremos recorrer en media hora, activaré la señal y se producirá la explosión.
– ¿Cómo explicaremos nuestra milagrosa salvación? -preguntó sarcásticamente Kolchak.
– Las primeras noticias nos darán por muertos y desaparecidos. Más tarde, seremos descubiertos entre los heridos.
– ¿Muy mal herido?
– Sólo lo bastante para que sea convincente. Uniformes desgarrados, un poco de sangre y algunas heridas artificiales cubiertas con vendas.
– Como dos gamberros que han destrozado los camerinos de un teatro.
– Una metáfora muy poco adecuada.
Kolchak se volvió y miró tristemente por la ventana de su despacho la bulliciosa ciudad de La Habana.
– Es imposible -dijo en tono deprimido- creer que mañana a esta hora será todo eso un campo arrasado y humeante de miseria y de muerte.
El presidente trabajó hasta muy tarde en su mesa. Nada podía preverse en todos sus detalles, nada era absolutamente claro. El trabajo del jefe ejecutivo exigía una transacción tras otra. Sus victorias sobre el Congreso eran diluidas con enmiendas forzosas; su política exterior, alterada por otros líderes mundiales hasta que quedaba poco de la intención original. Ahora estaba tratando de salvar la vida a un hombre que, durante treinta años, había considerado a los Estados Unidos como su enemigo número uno. Se preguntó si esto tendría consecuencias dentro de doscientos años.
Dan Fawcett entró con una cafetera y unos bocadillos.
– El Salón Oval nunca duerme -dijo con forzada animación-. Aquí tiene lo que más le gusta: atún con tocino. -Ofreció un plato al presidente y después sirvió el café-. ¿Puedo ayudarle en algo?
– No, gracias, Dan. Sólo estoy redactando mi discurso para la conferencia de prensa de mañana.
– Estoy en ascuas por ver las caras que pondrán los representantes de la prensa cuando les revele la existencia de la colonia lunar y les presente a Steinmetz y los suyos. He visto algunas de las cintas de vídeo con sus experimentos en la Luna. Son increíbles.
El presidente puso el bocadillo a un lado y sorbió reflexivamente el café.
– El mundo está patas arriba.
Fawcett dejó de comer.
– ¿Perdón?
– Piense en esta terrible incongruencia. Estaré informando al mundo de la más grande hazaña moderna del hombre en el mismo momento en que La Habana será borrada del mapa.
– ¿Alguna noticia de última hora de Brogan, desde que Pitt y Jessie LeBaron aparecieron en nuestra Sección de Intereses Especiales?
– Ninguna desde hace una hora. Él también está en vela en su despacho.
– ¿Cómo diablos consiguieron Pitt y Jessie llegar hasta allí?
– Recorriendo trescientos kilómetros a través de una nación hostil. No lo comprendo.
Sonó el teléfono de la línea directa con Langley.
– Diga.
– Soy Martin Brogan, señor presidente. Me informan de La Habana que los investigadores no han detectado todavía ninguna señal radiactiva en ninguno de los barcos.
– ¿Han subido a bordo?
– No. Las medidas de seguridad son extremas. Sólo pueden pasar en coche frente a los dos barcos amarrados en el muelle. El otro, un petrolero, está anclado en la bahía. Han dado vueltas a su alrededor en una pequeña barca. ^
– ¿Qué quiere usted decir, Martin? ¿Qlie la bomba ha sido descargada y escondida en la ciudad?
– Los barcos han estado bajo estrecha vigilancia desde que llegaron al puerto. No se ha descargado nada.
– Tal vez la radiación no puede filtrarse a través de los cascos de acero de los barcos.
– Los expertos de Los Álamos me aseguran que puede filtrarse. El problema está en que nuestros hombres en La Habana no son expertos profesionales en radiación. También es un inconveniente que tengan que emplear contadores Geiger comerciales que no son lo bastante sensibles para registrar una señal ligera.
– ¿Por qué no tienen allí expertos cualificados y provistos del equipo necesario? -preguntó el presidente.
– Una cosa es enviar un hombre en una misión diplomática y llevando solo un maletín, como su amigo Hagen, y otra muy distinta introducir disimuladamente todo un equipo con doscientos cincuenta kilos de aparatos electrónicos. Si tuviésemos más tiempo, habríamos podido inventar algo. Los desembarcos clandestinos y el lanzamiento de paracaidistas tienen pocas probabilidades de éxito, habida cuenta de la muralla defensiva de Cuba. Entrar disimuladamente en barco es el método mejor, pero para esto se necesitaría al menos un mes de preparativos.
– Hace usted que esto parezca una enfermedad de la que no se conoce ningún remedio.
– Esto es una buena comparación, señor presidente -dijo Brogan-. Casi lo único que podemos hacer es permanecer sentados y esperar… y ver lo que sucede.
– No, no puedo permitirlo. Tenemos que hacer algo en nombre de la humanidad. No podemos dejar que muera toda esa gente. -Hizo una pausa, sintiendo un nudo cada vez más apretado en el estómago-. Dios mío, no puedo creer que los rusos hagan estallar realmente una bomba nuclear en una ciudad. ¿No se da cuenta Antonov de que nos está hundiendo cada vez más en un pantano del que no habrá manera de salir?
– Todavía existe la esperanza de que Ira Hagen pueda llegar a tiempo hasta Castro.
– ¿Cree realmente que Fidel se tomará en serio a Hagen? No es muy probable. Pensará que no es más que una intriga para desacreditarle. Lo siento, señor presidente, pero tenemos que acorazarnos contra el desastre, porque no podemos hacer nada para remediarlo.
El presidente ya no le escuchaba. Su cara revelaba una terrible desesperación. Hemos instalado una colonia en la Luna, pensó, y sin embargo, los habitantes de la Tierra insisten todavía en matarse los unos a los otros por razones estúpidas.
– Convocaré una reunión del Gabinete para mañana a primera hora, antes del anuncio de la colonia lunar -dijo, desalentadamente-. Tendremos que concebir un plan para rebatir las acusaciones de los soviéticos y los cubanos y recoger las piezas lo mejor que podamos.
67
Salir de la Embajada suiza fue ridiculamente fácil. Veinte años antes se había excavado un túnel que pasa a treinta metros por debajo de las calles y de las alcantarillas, muy fuera del alcance de cualquier sondeo que hubiesen podido intentar los agentes de seguridad cubanos alrededor de la manzana. Las paredes habían sido impermeabilizadas, pero unas bombas silenciosas funcionaban continuamente para eliminar las filtraciones.