– ¿Quiénes diablos son ustedes?
– Me llamo Ira Hagen y traigo un mensaje importantísimo del presidente de los Estados Unidos. -Hagen hizo una pausa y señaló con la cabeza a su conductor, el cual se quitó la gorra, dejando que una mata de cabellos cayera sobre sus hombros-. Permita que le presente a la señora Jessie LeBaron. Ha sufrido grandes penalidades para entregar una respuesta personal del presidente a su hermano con referencia al proyectado pacto de amistad entre Cuba y los Estados Unidos.
Por un momento, el silencio fue tan absoluto en la estancia que Hagen sintió el tictac de un primoroso reloj de caja arrimado a la pared del fondo. Los ojos negros de Raúl pasaron de Hagen a Jessie y se fijaron en ésta.
– Jessie LeBaron murió -dijo con asombro.
– Sobreviví al accidente del dirigible y a las torturas del general Peter Velikov. -Su voz era tranquila y autoritaria-. Traemos pruebas documentales de que éste intenta asesinar a Fidel y a usted durante la fiesta del Día de la Educación, mañana por la mañana.
La rotundidad de la declaración, y el tono autoritario en que había sido formulada, impresionaron a Raúl.
Vaciló, reflexivamente. Después asintió con la cabeza.
– Despertaré a Fidel y le pediré que escuche lo que tienen que decirle.
Velikov observó cómo un archivador de su despacho era cargado en una carretilla de mano y bajado en el ascensor al sótano a prueba de incendios de la Embajada soviética. Su segundo oficial de la KGB entró en la revuelta habitación, quitó unos papeles de encima de un sillón y se sentó.
– Es una lástima quemar todo esto -dijo cansadamente.
– Un nuevo y más bello edificio se alzará sobre las cenizas -dijo Velikov, con una astuta sonrisa-. Regalo de un Gobierno cubano agradecido.
Sonó el teléfono y Velikov respondió rápidamente.
– ¿Qué pasa?
Le contestó la voz de su secretaria.
– El comandante Borchev desea hablar con usted.
– Póngame con él.
– ¿General?
– Sí, Borchev, ¿cuál es su problema?
– El capitán al mando de las fuerzas de seguridad del puerto ha dejado su puesto junto con sus hombres y regresado a su base fuera de la ciudad.
– ¿Han dejado los barcos sin vigilancia?
– Bueno…, no exactamente.
– ¿Abandonaron o no abandonaron su puesto?
– Él dice que fue relevado por una fuerza de guardias bajo el mando de un tal coronel Ernesto Pérez.
– Yo no di esa orden.
– Lo supongo, general. Porque, si la hubiese dado, seguro que yo me habría enterado.
– ¿Quién es ese Pérez y a qué unidad militar está destinado? -preguntó Velikov.
– Mi personal ha comprobado los archivos militares cubanos. No han encontrado nada acerca de él.
– Yo envié personalmente al coronel Mikoyan a inspeccionar las medidas de seguridad de los barcos. Póngase al habla con él y pregúntele qué diablos ocurre allá abajo.
– He estado tratando de comunicar con él durante la última media hora -dijo Borchev-. No contesta.
Sonó otro teléfono y Velikov dijo a Borchev que esperase.
– ¿Qué ocurre? -gritó.
– Soy Juan Fernández, general. Creí que debería usted saber que el coronel general Kolchak acaba de llegar para entrevistarse con Raúl Castro.
– No es posible.
– Yo mismo le identifiqué en la puerta.
Este nuevo acontecimiento aumentó la confusión de Velikov. Su rostro adquirió una expresión pasmada y su respiración se hizo sibilante. Sólo había dormido cuatro horas durante las últimas treinta y seis y su mente empezaba a enturbiarse.
– ¿Está ahí, general? -preguntó Fernández, inquieto por aquel silencio.
– Sí, sí. Escúcheme, Fernández. Vaya al pabellón y descubra que están haciendo Castro y Kolchak. Escuche su conversación e infórmeme dentro de dos horas.
No esperó respuesta, sino que conectó con la línea de Borchev.
– Comandante Borchev, forme un destacamento y vaya a la zona portuaria. Póngase usted mismo al frente de él. Compruebe quiénes son ese Pérez y sus fuerzas de relevo y telefonéeme en cuanto haya averiguado algo.
Entonces llamó Velikov a su secretaria.
– Póngame con la residencia del coronel general Kolchak.
Su segundo oficial se irguió en el sillón y le miró curioso. Nunca había visto a Velikov tan nervioso.
– ¿Anda algo mal?
– Todavía no lo sé -murmuró Velikov.
De pronto sonó la voz familiar del coronel general Kolchak en el teléfono.
– Velikov, ¿cómo les van las cosas al GRU y a la KGB?
Velikov se quedó unos momentos aturdido antes de recobrarse de la impresión.
– ¿Dónde está usted?
– ¿Que dónde estoy? -repitió Kolchak-. En mi oficina, tratando de sacar documentos secretos y otras cosas, lo mismo que usted. ¿Dónde creía que estaba?
– Acabo de recibir la noticia de que usted celebraba una entrevista con Raúl Castro en el pabellón de caza.
– Lo siento, pero todavía no puedo estar en dos sitios al mismo tiempo -dijo Kolchak, imperturbable-. Me da la impresión de que sus agentes secretos empiezan a ver visiones.
– Es muy raro. El informe procede de una fuente que siempre ha sido digna de confianza.
– ¿Está Ron y Cola en peligro?
– No, todo sigue según lo proyectado.
– Bien. Entonces deduzco que la operación va por muy buen camino.
– Sí -mintió Velikov, con un miedo matizado de incertidumbre-, todo está bajo control.
70
El remolcador se llamaba Pisto, por el nombre de una fritura española de pimientos rojos, calabacines y tomates. El nombre era adecuado, pues los lados de la embarcación estaban rojos de orín y las piezas de cobre revestidas de cardenillo. Sin embargo, a pesar del descuido de su estructura exterior, el gran motor Diesel de 3.000 caballos de fuerza que latía en sus entrañas resplandecía como una escultura pulimentada de bronce.
Sujetando la gran rueda de teca del timón, Jack contempló a través del humedecido cristal de la ventana la mole gigantesca que se alzaba en la oscuridad. El petrolero era negro y frío como los otros dos portadores de la muerte amarrados en los muelles. Ninguna luz de navegación indicaba su presencia en la bahía; solamente la lancha patrullera que daba vueltas alrededor de sus trescientos cincuenta metros de eslora y sus cincuenta de manga cuidaba de que no se acercasen otras embarcaciones.
Jack acercó el Pisto al Ozero Baykai y lo dirigió cautelosamente hacia la cadena del ancla de popa. La lancha patrullera les descubrió rápidamente y se aproximó. Tres hombres salieron corriendo del puente y se colocaron detrás del cañón de fuego rápido de la proa. Jack ordenó a la sala de máquinas que parasen el motor, una acción concebida sólo como pretexto, cuando se perdían ya a lo lejos las olas levantadas por la proa del remolcador.
Un joven teniente barbudo se asomó en la caseta del timón de la lancha patrullera empuñando un megáfono.
– Ésta es una zona prohibida. No tienen nada que hacer aquí. Márchense.
Jack hizo bocina con las manos y gritó:
– Mis generadores han perdido toda su fuerza y el motor Diesel acaba de pararse. ¿Podrían remolcarme?
El teniente sacudió la cabeza con irritación.
– Éste es un buque militar. No remolcamos a nadie.
– ¿Podría subir a su lancha y emplear su radio para llamar a mi jefe? Él enviará otro remolcador para sacarnos de aquí.
– ¿Qué le ha pasado a su batería de emergencia?