– Está agotada. -Jack hizo un ademán de impotencia-. No tengo nada para repararla. Estoy en la lista de espera. Ya sabe usted cómo está la cosa.
Las dos embarcaciones estaban ahora tan cerca la una de la otra que casi se tocaban. El teniente dejó a un lado el megáfono y respondió con voz áspera:
– No puedo permitírselo.
– Entonces tendré que anclar aquí hasta mañana -replicó malhumorado Jack.
El teniente levantó furiosamente las manos, dándose por vencido.
– Suba a bordo y haga su llamada.
Jack bajó por una escalerilla a la cubierta y saltó el espacio de metro y medio entre las dos embarcaciones. Miró a su alrededor, con lentitud e indiferencia, observando cuidadosamente la actitud relajada de los servidores del cañón, al timonel, que encendía tranquilamente un cigarro, y la expresión cansada del semblante del teniente. Sabía que el único hombre que faltaba era el maquinista que se encontraba abajo.
El teniente se acercó a él.
– Dése prisa. Está entorpeciendo una operación militar.
– Discúlpeme -dijo Jack, servilmente-, pero yo no tengo la culpa.
Se adelantó como queriendo estrecharle la mano y, con su pistola con silenciador, metió dos balas en el corazón del teniente. Después mató tranquilamente al timonel.
El trío que se hallaba alrededor del cañón de proa se derrumbó y murió, alcanzado por tres flechas disparadas por los tripulantes de Jack con excelente puntería. El maquinista no sintió la bala que le perforó la sien. Cayó sobre el motor Diesel, sin soltar un trapo y una llave inglesa que tenía en las manos ahora sin vida.
Jack y sus hombres llevaron los cadáveres abajo y después destaparon rápidamente todos los orificios de desagüe. Entonces volvieron al remolcador y no prestaron más atención a la lancha patrullera que se hundía y derivaba a impulso de la marea en la oscuridad.
No había ninguna escalera bajada, por lo que arrojaron un par de cuerdas con garfios sobre la barandilla del petrolero. Jack y otros dos hombres treparon por ellas y después izaron unos bidones de acetileno y un soplete.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, habían sido cortadas las cadenas de las anclas, y el pequeño Pisto, como una hormiga tratando de mover un elefante, aplicó su defensa de proa contra la enorme popa del Ozero Baykai. Centímetro a centímetro, casi imperceptiblemente al principio, y después metro a metro, el remolcador empezó a apartar el petrolero de la refinería y a empujarle hacia el centro de la bahía.
Pitt observaba el perezoso movimiento del Ozero Baykai a través de unos gemelos nocturnos. Afortunadamente, la marea menguante estaba a su favor, alejando cada vez más a aquel monstruo del corazón de la ciudad.
Había encontrado una máscara y registrado las bodegas en busca de señales de algún ingenio detonador, pero no había hallado nada. Llegó a la conclusión de que debía estar enterrado debajo del nitrato de amonio de uno de los depósitos de mercancías. Después de casi dos horas, subió a cubierta y respiró agradecido la suave brisa del mar.
El reloj de Pitt marcaba las cuatro y media cuando el Pisto volvió a los muelles. Se dirigió en línea recta al barco de las municiones. Jack lo estuvo observando hasta que los hombres de Moe recogieron el cable del torno de popa del remolcador y lo sujetaron a los norays de popa del Ozero Zaysan. Se habían desprendido las amarras, pero, en el momento en que el Pisto se disponía a tirar, un convoy militar de cuatro camiones llegó rugiendo al muelle.
Pitt bajó por la pasarela y corrió por el muelle a toda velocidad. Pasó alrededor de una grúa y se detuvo ante la amarra de popa. Desprendió el grueso y viscoso cable del noray y lo dejó caer en el agua. No había tiempo de soltar el cable de proa. Hombres fuertemente armados estaban saltando de los camiones y formando en equipos de combate. Subió por la pasarela e hizo funcionar el torno eléctrico que la elevaba al nivel de la cubierta, para impedir un asalto desde el muelle.
Descolgó el teléfono del puente y se comunicó con la sala de máquinas.
– Ya están ahí, Manny -fue todo lo que dijo.
– He hecho el vacío y tengo bastante vapor en una caldera para mover al barco.
– Buen trabajo, amigo. Ha ganado una hora y media.
– Entonces, larguémonos de aquí.
Pitt se dirigió al telégrafo del barco y puso los indicadores a preparados. Puso el timón de manera que la popa fuese la primera en apartarse del muelle. Después pidió despacio a popa.
Manny llamó desde la sala de máquinas y Pitt pudo sentir que los motores empezaban a vibrar debajo de sus pies.
Clark se dio cuenta, con súbito desaliento, de que su grupito de hombres era muy inferior en número, y de que estaba cortado todo camino para escapar. Vio también que no tenían que habérselas con soldados cubanos corrientes, sino con una fuerza de élite de infantes de marina soviéticos. En el mejor de los casos, podía ganar unos pocos minutos, el tiempo suficiente para que los barcos se apartasen del muelle.
Introdujo la mano en una bolsa de lona colgada de su cinturón y sacó de ella una granada. Salió de la sombra y lanzó la granada contra el camión de atrás. La explosión produjo un estampido sordo, seguido de una llamarada producida por el estallido del depósito de la gasolina. El camión pareció abrirse y los hombres que se hallaban en él fueron lanzados sobre el muelle como bolos encendidos.
Corrió entre los pasmados y desorganizados rusos, saltando sobre los heridos que chillaban y rodaban por el suelo tratando desesperadamente de apagar su ropa en llamas. Otras detonaciones se produjeron en rápida sucesión, resonando en la bahía, cuando él arrojó tres granadas más debajo de los otros camiones.
Nuevas llamaradas y nubes de humo se elevaron sobre los tejados de los almacenes. Los infantes de Marina abandonaron frenéticamente sus vehículos y corrieron para ponerse a salvo. Unos pocos recobraron su energía y empezaron a disparar en la oscuridad contra todo aquello que parecía vagamente una forma humana. El ruido del tiroteo se mezcló con el de los cristales de las ventanas de los almacenes que saltaban hechos añicos.
Los seis componentes del pequeño equipo de Clark aguantaron el fuego. Las pocas balas que llegaron en su dirección pasaron sobre sus cabezas. Esperaron a que Clark se mezclara en aquella desorganizada algarabía, sin que nadie sospechase de él debido a su uniforme de oficial cubano, maldiciendo en ruso y ordenando a los soldados que se reagrupasen y atacasen muelle arriba.
– ¡A formar! ¡A formar! -gritó furiosamente-. Se están escapando. ¡Moveos, maldita sea, antes de que huyan esos traidores!
Se interrumpió de pronto al encontrarse frente a frente con Borchev. El comandante soviético se quedó con la boca abierta, en una incredulidad total, y antes de que pudiese cerrarla, Clark le agarró de un brazo y le arrojó al agua. Afortunadamente, nadie lo advirtió en medio de aquella confusión.
– ¡Seguidme! -chilló Clark, y empezó a correr por el muelle entre dos almacenes. Individualmente y en grupos de cuatro o cinco, los infantes de Marina soviéticos corrieron detrás de él a través del muelle agachándose y zigzagueando en movimientos bien aprendidos, y disparando una cortina de balas mientras avanzaban.
Parecían haber dominado la impresión paralizadora de la sorpresa y estaban resueltos a tomar represalias contra su invisible enemigo, sin saber que estaban escapando de una pesadilla para caer en otra. Nadie discutió las órdenes de Clark. Sin un jefe que les ordenase lo contrario, los suboficiales exhortaron a sus hombres para que obedeciesen al oficial de uniforme cubano que dirigía el ataque.
Cuando los infantes de Marina hubieron pasado entre los almacenes, Clark se arrojó al suelo como si estuviese herido. Era la señal para que sus hombres abriesen fuego. Los soviéticos se vieron atacados desde todos lados. Muchos fueron derribados. Hacían unos blancos perfectos, resaltados por la resplandeciente hoguera de los camiones. Los que sobrevivieron a la guadaña de la muerte contestaron el fuego. El repiqueteo de las armas era ensordecedor, mientras las balas se incrustaban en las paredes de madera o en carne humana o fallaban el blanco y rebotaban silbando en la noche. Clark corrió velozmente para resguardarse detrás de una grúa, pero fue alcanzado en un muslo y por otra bala que le atravesó ambas muñecas.