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Malparados, pero sin dejar de luchar, los soviéticos empezaron a retirarse. Hicieron un fútil intento de salir de los muelles y resguardarse detrás de un muro de hormigón a lo largo del bulevar principal, pero dos de los hombres de Clark lanzaron una ráfaga de tiros que los dejó secos.

Clark yacía detrás de la grúa, sangrando a chorros de sus rotas venas, pero incapaz de detener la hemorragia. Sus manos pendían como las ramas rotas de un árbol, y no sentía nada en los dedos. Estaba perdiendo ya el conocimiento cuando se arrastró hasta la orilla del muelle y miró hacia el puerto.

Lo último que jamás verían sus ojos fue la silueta de los dos cargueros contra las luces de la orilla opuesta. Se estaban apartando de los muelles y dirigiéndose a la entrada del puerto.

71

Mientras se combatía furiosamente en el muelle, el pequeño Pisto empezó a remolcar por la popa al Ozero Zaysan hacia el centro del puerto. Luchando con toda su fuerza, enterró su grande y única hélice en el agua grasienta, haciéndola hervir en un caldero de espuma.

El navio de veinte mil toneladas empezó a moverse. Su mole amorfa era iluminada por llamas de color naranja mientras se deslizaba hacia el mar abierto. En cuanto se hubo apartado de los muelles, Jack viró 180 grados, hasta que el barco cargado de municiones puso proa a la entrada del puerto. Entonces lo soltó y recogió el cable de arrastre.

En la caseta del timón del Amy Bigalow, Pitt sujetó con fuerza la rueda del timón y esperó que algo cediese. Estaba tenso, apenas se atrevía a respirar. El cable todavía amarrado de la proa se puso tirante y crujió por la tremenda tensión ejercida por el barco en marcha atrás, pero se negó tercamente a romperse. Como un perro tratando de soltarse de la correa, el Amy Bigalow movió ligeramente la proa, aumentando la tensión. El cable resistió, pero el noray se desprendió del muelle con un fuerte chasquido de madera astillada.

Un temblor agitó todo el barco, que empezó a adentrarse gradualmente en el puerto. Pitt hizo girar la rueda y la proa se volvió hasta que el barco se colocó de costado en relación con el muelle que se alejaba. La vibración del motor se amortiguó y pronto se deslizaron suavemente, con una ligera humareda brotando de la chimenea.

Todo el muelle parecía estar ardiendo; las llamas de los camiones incendiados proyectaban una luz misteriosa y vacilante al interior de la caseta del timón. Todos los marineros, salvo Manny, subieron de la sala de máquinas y se plantaron en la proa. Ahora que tenía sitio para maniobrar, Pitt hizo girar el timón hacia estribor y señaló adelante despacio en el telégrafo. Manny respondió y el Amy Bigalow dejó de navegar en marcha atrás y empezó a deslizarse suavemente de proa.

Las estrellas del este empezaban a perder su brillo cuando el oscuro casco del Ozero Zaysan se puso de través. Pitt ordenó parada cuando el remolcador se situó debajo de la proa. La tripulación del Pisto lanzó una cuerda ligera atada a una serie de cuerdas más gruesas. Pitt observó desde el puente cómo eran izadas a bordo. Entonces el fuerte cable de remolque fue sujetado a un torno de proa y tensado.

La misma operación se repitió en la popa, sólo que, esta vez, con la cadena del ancla de babor del inerte Ozero Zaysan. Cuando la cadena hubo sido recogida, sus eslabones fueron sujetados en el torno de popa. Quedó establecida la conexión en dos direcciones. Los tres barcos estaban ahora atados juntos, con el Amy Bigalow en medio.

Jack hizo sonar la sirena del Pisto, y el remolcador avanzó, tensando el cable. Pitt estaba en el puente, mirando hacia la popa. Cuando uno de los hombres de Manny hizo señales de que el cable de popa estaba tirante, Pitt dio un ligero toque de sirena y puso el telégrafo en avante a toda máquina.

La última parte del plan de Pitt había terminado. El petrolero fue dejado atrás, flotando más cerca de los depósitos de petróleo de la orilla opuesta del puerto, pero a dos kilómetros del populoso centro de la ciudad. Los otros dos barcos, con sus mortíferas cargas, se dirigían hacia el mar abierto. El remolcador añadía su fuerza a la del Amy Bigalow para aumentar la velocidad de la caravana marítima.

Detrás de ellos, la gran columna de llamas y humo ascendía en espiral hacia el cielo azul de la mañana temprana. Clark había ganado tiempo para darles una oportunidad de victoria, pero lo había pagado con la vida.

Pitt no miró hacia atrás. Sus ojos eran atraídos como un imán por el rayo de luz del faro que se alzaba sobre las grises murallas del Castillo del Morro, la siniestra fortaleza que guardaba la entrada del puerto de La Habana. Estaba a tres millas de distancia, pero parecían treinta.

La suerte estaba echada. Manny elevó la fuerza de la otra máquina y las dos hélices gemelas batieron el agua. El Amy Bigalow empezó a adquirir velocidad. De dos nudos pasó a tres. De tres pasó a cuatro. Avanzó hacia el canal, debajo del faro, como un caballo percherón en una competición de tiro.

Estaba a cuarenta minutos de alcanzar la libertad. Pero se había dado la alarma y todavía tenía que llegar lo inconcebible.

El comandante Borchev esquivó las ascuas que caían y silbaban en el agua. Flotando allí, debajo de los pilotes, podía oír el estruendo de las armas de fuego y ver las llamas que se elevaban hacia el cielo. El agua de los muelles estaba tibia y olía a peces muertos y a petróleo. Arqueó y vomitó el agua sucia que había tragado cuando el extraño coronel cubano le había empujado sobre el borde del muelle.

Nadó lo que le pareció una milla antes de encontrar una escalera y subir a un embarcadero abandonado. Escupió asqueado y corrió hacia el convoy ardiente.

Cuerpos ennegrecidos y quemados llenaban el muelle. El tiroteo había cesado cuando los pocos supervivientes de Clark escaparon en una pequeña barca con motor fuera borda. Borchev anduvo cautelosamente entre aquella carnicería. A excepción de dos heridos que se habían refugiado detrás de una carretilla elevadora, los demás habían muerto. Todo su destacamento había sido aniquilado.

Medio loco de rabia, Borchev pasó tambaleándose entre las víctimas, buscando, hasta que encontró el cuerpo de Clark. Puso boca arriba al agente de la CÍA y miró sus ojos ciegos.

– ¿Quién eres? -preguntó estúpidamente-. ¿Para quién trabajas?

Pero la facultad de responder había muerto con Clark.

Borchev agarró del cinturón el cuerpo exánime y lo arrastró hasta el borde del muelle. Entonces, de una patada, lo arrojó al agua.

– ¡Veamos si te gusta esto! -gritó, insensato.

Borchev anduvo sin objeto entre los muertos durante otros diez minutos, antes de recobrar su aplomo. Por último comprendió que tenía que informar a Velikov. El único transmisor había quedado destrozado dentro del primer camión, y Borchev empezó a correr por la zona portuaria buscando febrilmente un teléfono.

Vio en un edificio un rótulo que lo identificaba como salón de recreo de los trabajadores del muelle. Se lanzó contra la puerta y la abrió de golpe con el hombro. Buscó a tientas en la pared, encontró el interruptor de la luz y la encendió. La habitación estaba amueblada con viejos sofás manchados. Había tableros de ajedrez, fichas de dominó y un pequeño frigorífico. Posters de Castro, del Che Guevara, fumando un cigarro con altanería, y de un sombrío Lenin, miraban hacia abajo desde una pared.