Borchev entró en el despacho de un supervisor y levantó el teléfono que había sobre una mesa. Marcó varias veces sin poder comunicar. Por fin despertó a la telefonista, maldiciendo la retrasada eficacia del sistema telefónico cubano.
Las nubes empezaban a adquirir un brillo anaranjado sobre los montes del este y las sirenas de los vehículos de bomberos de la ciudad convergían sobre el puerto cuando le pusieron por fin en comunicación con la Embajada soviética.
El capitán Manuel Pinon estaba en el puente de la fragata patrullera de clase Riga, construida en Rusia, y enfocó sus gemelos. Su primer oficial le había despertado poco después de que estallasen la lucha y la conflagración en la zona comercial del puerto. Podía ver poco a través de los gemelos, porque su barco estaba amarrado en el muelle naval detrás de una punta y precisamente más abajo del canal, y su visión quedaba entorpecida por unos edificios.
– ¿Deberíamos ir a investigar? -preguntó el primer oficial.
– La policía y los bomberos ya se ocuparán de ello -respondió Pinon.
– Parecen disparos de fusil.
– Probablemente un incendio en un almacén de municiones. Es mejor que no entorpezcamos a las embarcaciones contra incendios. -Tendió los gemelos al primer oficial-. Siga observando. Yo me vuelvo a la cama.
Pinon estaba a punto de entrar en su camarote cuando el primer oficial llegó corriendo por el pasillo.
– Señor, será mejor que vuelva al puente. Dos barcos están tratando de salir del puerto.
– ¿Sin autorización?
– Sí, señor.
– Tal vez se trasladan a otro lugar de amarre.
El primer oficial sacudió la cabeza.
– Han puesto rumbo al canal principal.
Pinon gruñó.
– Los dioses no quieren dejarme dormir.
El primer oficial sonrió irónicamente.
– Un buen comunista no cree en los dioses.
– Cuénteselo a mi anciana madre.
De nuevo en el puente, Pinon bostezó y miró a través de la neblina de la mañana temprana. Dos barcos remolcados estaban a punto de entrar en el canal en dirección al mar abierto.
– ¿Qué diablos…? -Pinon volvió a enfocar los gemelos-. Ni una bandera, ni una luz de navegación encendida, ni vigilancia en los puentes…
– Ni responden a nuestras señales por radio exigiéndoles que declaren sus intenciones. Casi parece que tratan de escapar.
– Chusma contrarrevolucionaria tratando de llegar a los Estados Unidos -gruñó Pinon-. Sí, debe ser esto. No puede ser otra cosa.
– ¿Debo dar la orden de zarpar y salirles al paso?
– Sí, inmediatamente. Nos cruzaremos delante de sus proas y les cerraremos el camino.
Todavía hablaba cuando el primer oficial empezó a tocar la sirena para que los tripulantes ocupasen sus puestos.
Diez minutos más tarde, aquel barco de treinta años, retirado por la Marina rusa después de ser sustituido por una clase de fragata más nueva y modificada, navegaba de costado a través del canal. Sus cañones de cuatro pulgadas apuntaban casi a boca de jarro a los buques fantasmas que se acercaban rápidamente.
Pitt observó la centelleante luz de señales de la fragata y estuvo tentado de encender la radio, pero se había convenido desde el principio que el convoy guardaría silencio para el caso de que cualquier receptor de las autoridades del puerto o de algún puesto de seguridad estuviese sintonizado en la misma frecuencia. El conocimiento del código de Morse internacional de Pitt estaba muy oxidado, pero descifró el mensaje como «Deténganse inmediatamente e identifiqúese.»
Mantuvo la mirada fija en el Pisto. Sabía que cualquier movimiento súbito de fuga tenía que iniciarlo Jack. Llamó a la sala de máquinas y dijo a Manny que una fragata estaba bloqueando su rumbo, pero las agujas del telégrafo metálico siguieron fijas en
AVANTE A TODA MÁQUINA.
Ahora estaban tan cerca que podía ver la bandera naval cubana ondeando rígidamente bajo la brisa marina. Las tablillas de la lámpara de señales se abrieron y cerraron de nuevo. «Deténganse inmediatamente o abriremos fuego.»
Dos hombres aparecieron en la popa del Pisto y empezaron frenéticamente a largar más cable. Al mismo tiempo, el remolcador cambió de rumbo e hizo una brusca virada a estribor. Entonces Jack salió de la caseta del timón y gritó a la fragata a través de un megáfono:
– Apártate, pedazo de imbécil. ¿No ves que estoy remolcando?
Pinon hizo caso omiso del insulto. No esperaba menos de un patrón de remolcador.
– Su maniobra no está autorizada. Voy a enviar una patrulla de inspección.
– Que me aspen si consiento que ningún mequetrefe de la Marina ponga los pies en mi barco.
– Dése por muerto si no lo hace -replicó Pinon, de buen humor.
Ahora ya no estaba seguro de que fuese un intento de fuga en masa de disidentes, pero la extraña acción del remolcador y los barcos sin luces exigían una investigación.
Se inclinó sobre la barandilla del puente y ordenó que fuese arriada la lancha a motor con una patrulla. Cuando volvió a mirar el convoy no identificado, se quedó paralizado de espanto.
Demasiado tarde. A la pálida luz de la mañana, no había visto que el barco de detrás del remolcador no era un peso muerto. Navegaba y se estaba acercando a la fragata a una velocidad de al menos ocho nudos. Se quedó mirando perplejo durante unos segundos, antes de recobrar el uso de su razón.
– ¡Avante! -gritó-. Artilleros, ¡fuego!
Su orden fue seguida por el estruendo ensordecedor de los proyectiles que volaban sobre el hueco cada vez más estrecho e iban a estrellarse en la proa y la superestructura del Amy Bigalow, hasta estallar en una explosión de llamas y pedazos de acero. El lado de babor de la caseta del timón pareció desaparecer como bajo la acción de una máquina trituradora de chatarra. Cristales y otros restos saltaron como perdigones. Pitt se agachó pero siguió aferrado a la rueda con una determinación que rayaba en ciega terquedad. Tuvo suerte de salir de aquello con sólo unos pocos cortes y un muslo lastimado.
La segunda ráfaga destrozó el cuarto de mapas y partió el primer mástil en dos. La mitad superior cayó sobre el costado del buque y fue arrastrada unos treinta metros hasta que se rompieron los cables y flotó en libertad. La chimenea fue alcanzada y quedó hecha pedazos, y una granada estalló dentro del pañol del áncora de estribor, haciendo saltar por el aire los oxidados eslabones como trozos de metralla.
No habría una tercera ráfaga.
Pinon permaneció absolutamente inmóvil, apretadas las manos sobre la barandilla del puente. Miraba la proa negra y amenazadora del Amy Bigalow alzándose imponente sobre la fragata, pálido y convencido de que su barco estaba a punto de morir.
Las hélices de la fragata giraron frenéticas pero no pudieron apartarla con bastante rapidez. El Amy Bigalow no podría fallar y las intenciones de Pitt eran evidentes. Compensaba y cortaba el ángulo en dirección a la mitad de la fragata. Los tripulantes que estaban en cubierta y pudieron ver el desastre inminente se quedaron paralizados de horror antes de reaccionar al fin y arrojarse por la borda.
El tajamar de veinte metros de altura del Amy Bigalow embistió a la fragata justo por delante de la torre de popa, destrozando las planchas y haciendo penetrar el casco casi siete metros. El barco de Pinon hubiese podido sobrevivir a la colisión y llegar a tierra antes de hundirse, pero, con un terrible chirrido metálico, la proa del Amy Bigalow se elevó hasta dejar al descubierto la quilla. Permaneció así un instante y después cayó de nuevo, partiendo la fragata por la mitad y empujando hacia el fondo la sección de popa.