Выбрать главу

Enseguida el mar penetró en la amputada proa, pasando entre los retorcidos mamparos e inundando los compartimientos abiertos. Al entrar el agua a raudales en el casco de la fragata condenada, ésta empezó a hundirse hacia atrás. Su agonía no duró mucho. Cuando el Ozero Zaysan fue remolcado hacia el lugar de la colisión, la fragata había desaparecido, dejando a unos pocos de sus tripulantes debatiéndose en el agua.

72

– ¿Ha caído en una trampa?

La voz de Velikov sonó llana y dura en el teléfono.

Borchev se sintió incómodo. Le costaba confesar que era él uno de los tres únicos supervivientes de una tropa de cuarenta y que ni siquiera había sufrido un rasguño.

– Una fuerza desconocida de al menos doscientos cubanos abrió fuego con armas potentes antes de que pudiésemos evacuar los camiones.

– ¿Está seguro de que eran cubanos?

– ¿Quién, si no ellos, podía proyectar y llevar a cabo el golpe? El oficial que les mandaba llevaba un uniforme del Ejército cubano.

– ¿Pérez?

– No sabría decirlo. Necesitaremos tiempo para identificarle.

– Podría haber sido una equivocación de soldados novatos que abrieron fuego por estupidez o llevados del pánico.

– Estaban muy lejos de ser estúpidos. Yo puedo reconocer a primera vista a los soldados bien instruidos para el combate. Sabían que nosotros íbamos a llegar y nos tendieron una emboscada muy bien preparada.

Velikov palideció intensamente y, con la misma rapidez, se puso colorado. El ataque en Cayo Santa María revivió en su memoria. Apenas pudo contener su furor.

– ¿Cuál era su objetivo?

– Ganar tiempo para apoderarse de los barcos.

La respuesta de Borchev sobresaltó a Velikov. Tuvo la impresión de que su cuerpo se había congelado. Las preguntas brotaron atropelladamente de su boca.

– ¿Tomaron los barcos de la operación Ron y Cola? ¿Están todavía amarrados en sus muelles?

– No, un remolcador arrastró al Ozero Zaysan. El Amy Bigalow parecía navegar por sus propios medios. Les perdí de vista cuando doblaron la punta. Un poco más tarde oí lo que parecían disparos de cañones navales cerca de la entrada del canal.

Velikov había oído también el ruido de cañonazos. Se quedó mirando con ojos incrédulos la desnuda pared, tratando de imaginar qué círculo de hombres concebían unas operaciones tan complicadas. No quería creer que las unidades secretas fieles a Castro tuviesen los conocimientos y la experiencia necesarios. Solamente el largo brazo de los americanos y su CÍA podían haber destruido Cayo Santa María y arruinado su plan para terminar con el régimen de Castro. Y sólo un individuo podía haber sido responsable de la filtración de información.

Dirk Pitt.

Una expresión de profunda reflexión se pintó en el semblante de Velikov. El agua se estaba aclarando. Sabía lo que tenía que hacer en el poco tiempo que le quedaba.

– ¿Están todavía los barcos en el puerto? -preguntó a Borchev.

– Si trataban de escapar hacia alta mar, diría que están en alguna parte del canal de Entrada.

– Encuentre al almirante Chekoldin y dígale que quiero que los barcos sean detenidos y traídos de nuevo al puerto interior.

– Creía que todos los buques soviéticos se habían hecho a la mar.

– El almirante y su buque insignia no deben partir hasta las ocho. No emplee el teléfono. Llévele personalmente mi petición y recalque la urgencia del caso.

Antes de que Borchev pudiese replicar, Velikov colgó el teléfono y corrió a la entrada principal de la Embajada, sin prestar atención al atareado personal que preparaba la evacuación. Corrió hacia la limusina y apartó a un lado al chófer, que esperaba para conducir al embajador soviético a lugar seguro.

Hizo girar la llave de contacto y metió la marcha en el instante en que zumbó el motor. Las ruedas de atrás giraron y chirriaron furiosamente al salir el coche del patio de la embajada a la calle.

Dos manzanas más allá, Velikov se detuvo en seco. Una barricada militar le cerraba el paso. Dos coches blindados y una compañía de soldados cubanos estaban apostados en el ancho bulevar. Un oficial se acercó al coche e iluminó la ventanilla con una linterna.

– Por favor, ¿quiere mostrarme sus documentos de identidad?

– Soy el general Peter Velikov, agregado a la Misión Militar Soviética. Me urge llegar a la residencia del coronel general Kolchak. Apártense a un lado y déjenme pasar.

El oficial observó un momento la cara de Velikov, como para asegurarse de que era él. Apagó la linterna e hizo señas a dos de sus hombres para que subiesen al asiento de atrás. Entonces dio una vuelta alrededor del coche y subió por la puerta de delante.

– Le estábamos esperando, general -dijo, en tono frío pero cortés-. Tenga la bondad de seguir mis indicaciones y torcer a la izquierda en el próximo cruce.

Pitt estaba plantado con los pies ligeramente separados y agarrando la rueda del timón con ambas manos, mientras observaba cómo pasaba por su lado, con terrible lentitud, el faro de la entrada del puerto. Toda su mente, todo su cuerpo, todos sus nervios se concentraban en alejar lo más posible el barco de la populosa ciudad antes de que estallase el nitrato de amonio.

El agua se convirtió de verde gris en esmeralda y el barco empezó a balancearse suavemente al surcar las olas que venían de alta mar. El Amy Bigalow hacía agua a causa de las planchas arrancadas de la proa, pero todavía obedecía al timón y flotaba en la estela del remolcador.

Le dolía todo el cuerpo de cansancio. Se aguantaba por pura fuerza de voluntad. La sangre de los cortes producidos por las explosiones de las granadas de la fragata se había coagulado y había pintado rayas de un rojo oscuro en su cara. No sentía el sudor ni la ropa que se pegaba a su cuerpo.

Cerró un momento los ojos y deseó estar de regreso en su apartamento, con un martini con ginebra Bombay en la mano y sentado debajo de una ducha caliente. Dios mío, qué fatigado estaba.

Una súbita ráfaga de viento entró por las ventanas destrozadas del puente, y Pitt abrió de nuevo los ojos. Observó las orillas de la costa a babor y a estribor. Las piezas de artillería emplazadas disimuladamente alrededor del puerto permanecían silenciosas y todavía no había señales de aviones o de lanchas patrulleras. A pesar de la batalla sostenida con la fragata armada, no se había dado la alarma. La confusión y la falta de información entre fuerzas militares de seguridad de La Habana estaban trabajando a su favor.

La ciudad todavía dormida continuaba estando detrás de ellos, como sujeta a la popa de la embarcación. Ahora había salido ya el sol y el convoy podía ser visto desde cualquier lugar de la costa.

Unos minutos más, unos pocos minutos más, no paraba de repetirse mentalmente.

Velikov recibió la orden de detenerse en una esquina desierta cerca de la plaza de la Catedral, en la vieja Habana. Fue conducido al interior de un mísero edificio de ventanas polvorientas y rajadas, pasando por delante de unas vitrinas donde se exhibían descoloridos pósters de estrellas de cine de los años cuarenta, que miraban a la cámara sentados en el bar.

Taberna frecuentada antaño por ricas celebridades americanas, Sloppy Joe's no era ahora más que un sórdido tugurio largo tiempo olvidado, salvo por unos pocos viejos. Cuatro personas estaban sentadas a un lado del deslustrado y descuidado bar.