El interior estaba oscuro y olía a desinfectante y a deterioro. Velikov no reconoció a sus anfitriones hasta que llegó a la mitad de la habitación sin barrer. Entonces se detuvo en seco y miró fijamente, con incredulidad, mientras se sentía invadido por súbitas náuseas.
Jessie LeBaron estaba sentada entre un hombre gordo y extraño y Raúl Castro. El cuarto hombre del grupo le dirigió una mirada amenazadora.
– Buenos días, general -dijo Fidel Castro-. Me alegro de que haya podido venir a reunirse con nosotros.
73
Pitt aguzó los oídos al percibir el zumbido de un avión. Soltó la rueda del timón y se asomó a la puerta del puente.
Un par de helicópteros armados volaban a lo largo de la costa, viniendo del norte. Pitt volvió a mirar hacia la entrada del puerto. Un barco de guerra gris avanzaba por el canal a toda velocidad, levantando una ola enorme con la proa. Esta vez era un destructor soviético, fino como un lápiz, apuntando con los cañones de proa a los maltrechos e indefensos barcos de la muerte. Había empezado una caza de la que nadie podía escapar.
Jack salió a la cubierta del remolcador y miró el destrozado puente del Amy Bigalow. Se maravilló de que alguien siguiese vivo y manejando el timón. Se llevó una mano a un oído y esperó hasta que otra mano hizo el mismo ademán, en señal de comprensión. Aguardó a que un tripulante corriese a la popa del carguero e hiciese la misma señal a Moe, a borde del Ozero Zaysan. Después volvió dentro y llamó por radio.
– Aquí el Pisto. ¿Me oyen? Cambio.
– Perfectamente -respondió Pitt.
– Le oigo -dijo Moe.
– Ha llegado la hora de que aten la rueda del timón y abandonen el barco -dijo Jack.
– ¡Qué bien! -gruñó Moe-. Dejemos que esos cascarones infernales se hundan solos.
– Dejaremos los motores funcionando a toda velocidad -dijo Pitt-. ¿Qué hará el Pisto?
– Seguiré dirigiéndolo durante unos minutos más, para asegurarme de que los barcos no vuelvan hacia la costa -respondió Jack.
– Será mejor que no se retrase. Los chicos de Castro vienen por el canal.
– Les veo -dijo Jack-. Suerte. Cierro.
Pitt fijó el timón en la posición de avante y llamó a Manny. El duro jefe de máquinas no necesitaba que le diesen prisa. Tres minutos más tarde, él y sus hombres estaban desprendiendo la lancha de su pescante. Subieron a ella y empezaban a arriarla cuando Pitt saltó sobre la borda y se dejó caer.
– Casi le hemos dejado atrás -gritó Manny.
– Comuniqué por radio con el destructor y les dije que se apartasen o volaríamos el barco cargado de municiones.
Antes de que Manny pudiese replicar, se oyó un estampido parecido a un trueno. Pocos segundos después, una granada cayó en el mar a cincuenta metros delante del Pisto.
– No se lo han tragado -gruñó Manny.
Puso en marcha el motor y dispuso la caja de cambios de manera que, cuando tocasen el agua, su velocidad fuese igual a la del barco. Soltaron los cables y cayeron de costado sobre las olas, casi a punto de volcar. El Amy Bigalow prosiguió su último viaje, abandonado y condenado a la destrucción.
Manny se volvió y vio que Moe y sus hombres estaban bajando la lancha del Ozero Zaysan. Chocó contra una ola y fue lanzada contra el costado de acero del buque con tanta fuerza que saltaron las juntas de estribor y se inundó a medias el casco, sumergiéndose el motor.
– Tenemos que ayudarles -dijo Pitt.
– De acuerdo -convino Manny.
Antes de que pudiesen dar media vuelta, Jack había captado la situación y gritó por su megáfono:
– Déjenlos. Yo les recogeré cuando me suelte. Preocúpense de ustedes y diríjanse a tierra.
Pitt tomó el puesto de piloto de un tripulante que se había aplastado los dedos con las cuerdas del pescante. Dirigió la lancha hacia los altos edificios del Malecón y puso la velocidad al máximo.
Manny miraba hacia atrás, al remolcador y al bote donde se hallaba la tripulación de Moe. Palideció cuando el destructor disparó de nuevo y dos columnas gemelas de agua se elevaron a los lados del Pisto. La rociada cayó sobre la obra muerta, pero el barco se sacudió el agua y siguió adelante.
Moe se volvió, disimulando un sentimiento de pánico. Sabía que no volvería a ver vivos a sus amigos.
Pitt estaba calculando la distancia entre los buques que se retiraban y la costa. Todavía estaban lo bastante cerca, demasiado cerca, para que los explosivos destruyesen la mayor parte de La Habana, pensó lúgubremente.
– ¿Aprobó el presidente Antonov su plan para asesinarme? -preguntó Fidel Castro.
Velikov estaba en pie, con los brazos cruzados. No le habían invitado a sentarse. Miró a Castro con frío desdén.
– Soy un militar de alta graduación de la Unión Soviética. Exijo que se me trate como a tal.
Los negros y furiosos ojos de Raúl Castro echaron chispas.
– Esto es Cuba. Aquí no puede usted exigir nada. No es más que una escoria de la KGB.
– Basta, Raúl, basta -le amonestó Fidel. Miró a Velikov-. No juegue con nosotros, general. He estudiado sus documentos. Ron y Cola ya no es un secreto.
Velikov jugó sus cartas.
– Estoy perfectamente enterado de la operación. Otro ruin intento de la CÍA para socavar la amistad entre Cuba y la Unión Soviética.
– Si es así, ¿por qué no me avisó?
– No tuve tiempo.
– Pero lo encontró para hacer salir de la capital a los rusos -saltó Raúl-. ¿Y por qué escapaba usted a estas horas de la mañana?
Una expresión de arrogancia se pintó en el rostro de Velikov.
– No me tomaré la molestia de contestar a sus preguntas. ¿Necesito recordarle que gozo de inmunidad diplomática? No tiene usted derecho a interrogarme.
– ¿Cómo pretende hacer estallar los explosivos? -preguntó tranquilamente Castro.
Velikov guardó silencio. Las comisuras de sus labios se torcieron ligeramente hacia arriba en una sonrisa, al oír los lejanos estampidos de disparos de cañón. Fidel y Raúl intercambiaron una mirada, pero nada se dijeron.
Jessie se estremeció al sentir que aumentaba la tensión en el pequeño bar. Por un momento, lamentó no ser hombre para poder sacar a golpes la verdad al general. De pronto sintió náuseas y deseos de gritar, al ver que se estaba perdiendo un tiempo precioso.
– Por favor, dígales lo que quieren saber -suplicó-. No puede permitir que miles de niños mueran por una insensata causa política.
Veíikov no discutió. Permaneció impávido.
– Me encantaría llevármelo -dijo Hagen.
– No hace falta que se ensucie las manos, señor Hagen -dijo Fidel-. Tengo expertos en interrogatorios cruentos, que están esperando fuera.
– No se atreverán -gritó Velikov.
– Tengo el deber de advertirle que, si noimpide que se produzca la explosión, será torturado. No con simples inyecciones como las que administran a los presos políticos en sus hospitales mentales de Rusia, sino con torturas indecibles que se sucederán de día y de noche. Nuestros mejores especialistas médicos le mantendrán con vida. Ninguna pesadilla podrá compararse con sus sufrimientos, general. Gritará hasta que no pueda más. Entonces, cuando sea poco más que un vegetal, ciego, sordo y mudo, será trasladado y arrojado en un barrio bajo de algún lugar de África del Norte, donde sobrevivirá o morirá y donde nadie ayudará ni compadecerá a un pordiosero tullido que vivirá en la miseria. Se convertirá en lo que ustedes, los rusos, llaman una no-persona.