Rooney estaba haciendo una última observación cuando el sheriff Tyler Sweat entró en la sala de autopsias. Era un hombre de aire pensativo, de mediana estatura y hombros ligeramente redondeados, con una mezcla de melancolía y resolución brutal en el semblante. Serio, metódico y astuto, era muy respetado por los hombres y mujeres que trabajaban para él.
Dirigió una mirada inexpresiva al cadáver rajado y saludó con la cabeza a Rooney,
– ¿Otro trozo de carne?
– La mujer del jardín del comisario -respondió Rooney.
– ¿Otra víctima de la droga?
– No hemos tenido tanta suerte. Más trabajo para homicidios. Fue asesinada. Encontré tres pinchazos en el corazón.
– ¿Con un punzón para romper hielo?
– Según todos los indicios.
Sweat miró al patólogo bajito y medio calvo, cuyo aspecto bonachón parecía más propio de un párroco.
– No hay quien pueda engañarle, doctor.
– ¿Qué es lo que trae al terror de los malvados al palacio del forense? -preguntó amablemente Rooney-. ¿Está visitando los barrios bajos?
– No; una identificación de personas importantes. Quisiera que estuviese usted presente.
– Los cuerpos encontrados en el dirigible -dedujo Rooney. Sweat asintió con la cabeza.
– La señora de LeBaron está aquí para ver los restos.
– Yo no lo recomendaría. El cadáver de su marido tiene un aspecto demasiado desagradable para quien no se enfrenta diariamente con la muerte.
– Traté de convencerla de que la identificación de sus efectos sería legalmente suficiente; pero ella insistió. Incluso ha traído a un auxiliar del gobernador para allanarle el camino.
– ¿Dónde están?
– En la oficina del depósito, esperando.
– Y la prensa, ¿qué?
– Todo un regimiento de reporteros de la televisión y los periódicos, corriendo de un lado a otro como locos. He ordenado a mis agentes que les mantengan en el vestíbulo.
– El mundo tiene cosas muy extrañas -dijo Rooney, en uno de sus momentos filosóficos-. El famoso Raymond LeBaron merece grandes titulares en primera página, mientras que a esa pobre infeliz no le dedican más que un par de líneas junto a los anuncios por palabras. -Entonces suspiró, se quitó la bata y la arrojó sobre una silla-. Acabemos con esto, tengo otras dos autopsias esta tarde.
Mientras hablaba, se desencadenó una tormenta tropical y el ruido de los truenos retumbó en las paredes. Rooney se puso una chaqueta deportiva y se arregló la corbata. Echaron a andar; Sweat contemplaba pensativamente el dibujo de la alfombra del pasillo.
– ¿Alguna idea sobre la causa de la muerte de LeBaron? -preguntó el sheriff.
– Es demasiado pronto para saberlo. Los resultados del laboratorio no han sido concluyentes. Quiero hacer algunas pruebas más. Hay demasiadas cosas que no coinciden. No me importa confesar que este caso es un enigma.
– ¿Alguna presunción?
– Nada que me atreviese a poner por escrito. El problema es la increíble rapidez de la descomposición. Raras veces he visto desintegrarse tan de prisa los tejidos, salvo tal vez en una ocasión, en 1974.
Antes de que Sweat pudiese sondear la memoria de Rooney, llegaron a la oficina del depósito y entraron. El ayudante del gobernador, un tipo de aspecto desagradable que vestía un traje con chaleco, se levantó de un salto. Incluso antes de que abriese la boca, Rooney lo clasificó como un pelmazo.
– ¿Podríamos despachar esto a toda prisa, sheriff? La señora LeBaron está muy afligida y quisiera volver a su hotel lo antes posible.
– Le doy mi más sentido pésame -dijo el sheriff-. Pero no hace falta que recuerde a un funcionario público que hay ciertas leyes que hemos de cumplir.
– Y no hace falta que yo le recuerde que el gobernador espera que su departamento la trate con la máxima cortesía para aliviar su dolor.
Rooney se maravilló de la paciencia de Sweat. El sheriff se limitó a pasar junto al ayudante como lo habría hecho para evitar un cubo de basura en una acera.
– Éste es nuestro forense jefe, el doctor Rooney. Asistirá a la identificación.
Jessie LeBaron no parecía en modo alguno afligida. Estaba sentada en un sillón de plástico de color naranja, serena, fría, erguida la cabeza. Y sin embargo, Rooney advirtió una fragilidad que era compensada por la disciplina y el valor. Estaba acostumbrado a asistir a la identificación de cadáveres por los parientes. Había pasado por este mal trago cientos de veces en su carrera y habló instintivamente en tono suave y con amables modales.
– Señora LeBaron, comprendo lo que está usted pasando y haré que esto sea lo menos doloroso posible. Pero antes quiero dejar bien claro que la simple identificación de los efectos encontrados en los cadáveres bastará para cumplir las leyes federales y del condado. Segundo: cualquier característica física que pueda recordar, como cicatrices, prótesis dentales, fracturas de huesos o incisiones quirúrgicas, serán de gran ayuda para mi propia identificación. Y tercero: le suplico respetuosamente que no vea los restos. Aunque las facciones son todavía reconocibles, la descomposición está muy avanzada. Creo que preferiría recordar al señor LeBaron como era en vida a como aparece ahora en un depósito de cadáveres.
– Gracias, doctor Rooney -dijo Jessie-. Le agradezco su preocupación. Pero debo asegurarme de que mi marido está realmente muerto.
Rooney asintió con la cabeza, contrariado, y luego señaló una mesa donde había varias prendas de vestir, carteras, relojes de pulsera y otros artículos personales.
– ¿Ha identificado los efectos del señor LeBaron?
– Sí, los he examinado.
– ¿Y está convencida de que le pertenecían?
– No puede haber duda sobre la cartera y su contenido. El reloj es un regalo que le hice en nuestro primer aniversario.
Rooney se acercó a la mesa y tomó el reloj.
– Un Cartier de oro con cadena haciendo juego y números en cifras romanas que… ¿acierto al decir que son diamantes?
– Sí, una forma rara de diamante negro. Era la piedra que correspondía a su mes de nacimiento.
– Abril, según creo.
Ella asintió con la cabeza.
– Aparte de los efectos personales de su marido, señora LeBaron, ¿reconoce algo que perteneciese a Buck Caesar o a Joseph Cavilla?
– Los relojes no, pero estoy segura de que las prendas de vestir son las que llevaban Buck y Joe la última vez que les vi.
– Nuestros investigadores no pueden encontrar parientes próximos de Caesar y Cavilla -dijo Sweat-. Nos sería de gran ayuda si pudiese indicarnos qué prendas de vestir eran de cada uno de ellos.
Jessie LeBaron vaciló por primera vez.
– No estoy segura… Creo que los shorts y la camisa floreada son de Buck. Las otras cosas pertenecieron probablemente a Joe Cavilla. -Hizo una pausa-. ¿Puedo ver ahora el cuerpo de mi marido?
– ¿No puedo hacerla cambiar de idea? -preguntó Rooney en tono compasivo.
– No; debo insistir.
– Será mejor que haga lo que dice la señora LeBaron -dijo el ayudante del gobernador, que ni siquiera había tenido la delicadeza de decir su nombre.
Rooney miró a Sweat y se encogió resignadamente de hombros.
– Si tiene la bondad de seguirme… Los restos se conservan en la cámara frigorífica.
Todos le siguieron, obedientes, hasta una puerta maciza con una ventanilla al nivel de los ojos, y permanecieron en silencio mientras él corría un pesado cerrojo. Brotó aire frío al abrirse la puerta, y Jessie se estremeció involuntariamente cuando Rooney les invitó a entrar. Apareció un empleado del depósito que les condujo a una de las puertas cuadradas a lo largo de la pared. La abrió, tiró de una camilla de acero inoxidable con ruedas y se apartó a un lado.