Sumergido en aquel hirviente torbellino, se sintió extrañamente sereno. Le pareció una ridiculez estar a punto de ahogarse en una calle de una ciudad. Se aferraba todavía tenazmente a su deseo de vivir, pero no luchaba tontamente, tratando de conservar el precioso oxígeno. Se relajó y trató en vano de mirar a través de la espuma; de algún modo, su mente funcionaba con extraordinaria claridad. Sabía que si la ola le arrojaba contra un edificio de hormigón, las toneladas de agua que venían detrás le aplastarían como a una sandía lanzada desde un avión.
Su miedo habría aumentado si hubiese visto estrellarse la lancha contra la segunda planta de un edificio de apartamentos que albergaba a técnicos soviéticos. El impacto rompió el casco como si las tablas fuesen tan frágiles como una cascara de huevo. El motor Diesel de cuatro cilindros salió disparado a través de una ventana rota y fue a parar a una escalera.
Afortunadamente, Pitt fue lanzado a una calle lateral estrecha, como un leño a impulso de una cascada. La ola se lo llevaba todo por delante como un montón de desperdicios. Pero, al doblar la esquina de un edificio lo bastante recio para resistir su ataque, la ola empezó a perder fuerza. Dentro de unos segundos alcanzaría su límite, y el reflujo arrastraría cuerpos humanos y cascotes hacia el mar.
La falta de oxígeno hizo que Pitt empezara a ver estrellas. Sus sentidos comenzaron a apagarse uno a uno. Sintió un fuerte golpe en el hombro al chocar contra un objeto fijo. Lo rodeó con un brazo, tratando de sujetarse, pero fue lanzado hacia delante por la fuerza de la ola. Tropezó con otra superficie lisa y esta vez alargó las manos y se aferró a ella en un abrazo mortal, sin reconocerla como el rótulo de una joyería.
Sus facultades mentales y sensoriales fueron menguando y se extinguieron como si se hubiese cortado una corriente eléctrica. Había un martilleo en su cabeza y la oscuridad cubría las estrellas que centelleaban detrás de sus ojos. Solamente su instinto le sostenía y, muy pronto, incluso éste iba a abandonarle.
La ola había alcanzado su límite y empezó a replegarse sobre sí misma para volver al mar. Demasiado tarde para Pitt, que estaba perdiendo el conocimiento. Su cerebro consiguió de algún modo enviar un último mensaje. Introdujo torpemente un brazo entre el rótulo y la barra de soporte que sobresalía del edificio, y lo mantuvo allí. Entonces sus pulmones no pudieron aguantar más y empezó a ahogarse.
El gran estruendo de las explosiones se extinguió en los montes y en el mar. No había luz de sol en la ciudad, no verdadera luz de sol. La ocultaba una capa de humo negro de increíble densidad. Todo el puerto parecía estar ardiendo. Los muelles, los barcos, los almacenes y ocho kilómetros cuadrados de agua recubierta de petróleo brillaban con llamas azules y anaranjadas que se elevaban hacia la oscura bóveda.
La terriblemente malparada ciudad empezó a recobrarse y se puso en pie, tambaleándose. Las sirenas emularon la ruidosa intensidad de las crepitantes hogueras. La tremenda oleada había refluido al golfo de México, arrastrando una enorme masa de cascotes y cadáveres.
Los supervivientes salieron a trompicones a la calle, heridos y pasmados, como ovejas desconcertadas, impresionados por la enorme devastación que les rodeaba, preguntándose qué había sucedido. Algunos caminaban inconscientes, sin sentir sus lesiones. Otros contemplaban atontados un gran pedazo del timón del Amy Bigalow que había caído en la estación de autobuses y aplastado cuatro vehículos y a varias personas que estaban esperando.
Un trozo del mástil de proa del Ozero Zaysan fue encontrado clavado en el centro del campo de fútbol del Estadio de La Habana. Una grúa de una tonelada cayó sobre un pabellón del Hospital de la Universidad, aplastando las únicas tres camas desocupadas en una sala de cuarenta. Esto fue pregonado como uno de los cien milagros que se produjeron aquel día. Un gran triunfo para la Iglesia católica y un ligero contratiempo para el marxismo.
Empezaron a formarse grupos de bomberos de ocasión y la policía acudió en tropel a la zona portuaria. Unidades del Ejército fueron convocadas, así como las milicias. Al principio hubo pánico en medio de aquel caos. Las fuerzas militares desistieron del trabajo de socorro y se prepararon para la defensa de la isla bajo la errónea creencia de que los Estados Unidos iban a invadirla. Parecía haber heridos en todas partes, algunos chillando de dolor y la mayoría alejándose cojeando del puerto incendiado.
El terremoto se extinguió con las ondas expansivas. El techo del Sloppy Joe's se había derrumbado, pero las paredes seguían en pie. El bar era una ruina. Vigas de madera, pedazos de yeso, muebles volcados y botellas rotas yacían desparramados bajo una espesa nube de polvo. La puerta de batiente había sido arrancada de sus goznes y pendía en un ángulo extraño sobre los guardaespaldas de Castro, que gemían bajo un pequeño montón de ladrillos.
Ira Hagen se puso dolorosamente en pie y sacudió la cabeza para librarla de los efectos de la conmoción. Se frotó los ojos para ver entre la nube de polvo y se apoyó en una pared para sostenerse. Miró a través del techo ahora derrumbado y vio cuadros que pendían todavía de las paredes del piso de arriba.
Su primer pensamiento fue para Jessie. Ésta yacía debajo de la mesa que todavía se mantenía en el centro de la estancia. Estaba encogida, hecha un ovillo. Hagen se arrodilló y le dio suavemente la vuelta.
Ella permaneció inmóvil, aparentemente exánime bajo la capa de polvo blanco de yeso, pero no había sangre ni heridas graves. Entreabrió los ojos y gimió. Hagen sonrió aliviado y se quitó la chaqueta. La dobló y se la puso debajo de la cabeza.
Jessie se incorporó y le agarró las muñecas con más fuerza de la que él creía posible, y le miró fijamente.
– Dirk ha muerto -murmuró.
– Tal vez se ha salvado -dijo suavemente Ira Hagen, pero sin convicción.
– Dirk ha muerto -repitió ella.
– No se mueva -dijo él-. Esté tranquila mientras voy a ver qué ha sido de los Castro.
Se levantó trabajosamente y empezó a buscar entre las ruinas. Oyó una tos a su izquierda y caminó sobre los cascotes hasta llegar al bar.
Raúl Castro estaba agarrado con ambas manos a la barra del bar, aturdido, tratando de limpiar de polvo su garganta. Manaba sangre de su nariz y tenía un feo corte en el mentón.
Hagen se maravilló de lo cerca que habían estado los unos de los otros antes de las explosiones y lo desperdigados que estaban ahora. Levantó una silla volcada y ayudó a Raúl a sentarse.
– ¿Está bien, señor? -preguntó, sinceramente preocupado.
Raúl asintió débilmente con la cabeza.
– Estoy bien. ¿Y Fidel? ¿Dónde está Fidel?
– No se mueva. Iré a buscarle.
Hagen se movió entre los escombros hasta que encontró a Fidel Castro. El líder cubano estaba caído de bruces y vuelto a un lado, incorporado sobre un brazo. Hagen contempló fascinado la escena que se desarrollaba en el suelo.
La mirada de Castro estaba fija en una cara vuelta hacia arriba a sólo medio metro de distancia. El general Velikov yacía sobre la espalda, con los miembros extendidos y una viga grande aplastándole las piernas. La expresión de su semblante era una mezcla de desafío y aprensión. Miró fijamente a Castro con ojos amargados por el sabor de la derrota.
En la expresión de Castro no había el menor atisbo de emoción. El polvo de yeso le daba el aspecto de una estatua esculpida en mármol. La rigidez de su rostro, parecido a una máscara, y su total concentración, eran casi inhumanos.
– Estamos vivos, general -murmuró con acento triunfal-. Estamos vivos los dos.
– Esto no es justo -farfulló Velikov entre los dientes apretados-. Ambos deberíamos estar muertos.