– Dirk Pitt y los otros consiguieron de algún modo hacer pasar los barcos entre sus unidades navales y sacarlos a mar abierto -explicó Hagen-. La fuerza destructora de las explosiones fue solamente una décima parte de lo que habría sido si los barcos hubiesen permanecido en el puerto.
– Ha fracasado, general -dijo Castro-. Cuba sigue siendo Cuba.
– Tan cerca de conseguirlo, y sin embargo… -Velikov sacudió resignadamente la cabeza-. Y ahora hablemos de la venganza que juró usted tomarse contra mí.
– Morirá por cada uno de mis paisanos que ha asesinado -le prometió Castro, con una voz tan fría como una tumba abierta-. Lo mismo da que sean mil muertes o cien mil. Usted va a sufrirlas todas.
Velikov le dirigió una sonrisa torcida. Parecía carecer en absoluto de nervios.
– Vendrán otros hombres y otros tiempos, y seguro que le matarán, Fidel. Lo sé. Ayudé a trazar cinco planes alternativos para el caso de que fallase éste.
Sexta parte
75
8 de noviembre de 1989
Washington, D.C.
Martin Brogan entró en el salón donde, temprano por la mañana, se hallaba reunido el gabinete. El presidente y los hombres sentados alrededor de la gran mesa en forma de riñon le miraron expectantes.
– Los barcos fueron volados cuatro horas antes de lo previsto -les informó, todavía en pie.
Su anuncio fue recibido con un silencio solemne. Todos los que estaban sentados a la mesa habían sido informados del increíble plan de los soviéticos para eliminar a Castro, y la noticia les impresionó más como una tragedia inevitable que como una espantosa catástrofe.
– ¿Cuáles son los últimos datos sobre víctimas mortales? -preguntó Douglas Oates.
– Todavía es pronto para saberlo -respondió Brogan-. Toda la zona del puerto está en llamas. Probablemente, el total de muertos se contará por millares. Sin embargo, la devastación es mucho menos grave de lo que se había proyectado en principio. Parece que nuestros agentes en La Habana capturaron dos de los barcos y los llevaron fuera del puerto antes de que estallasen.
Mientras los otros escuchaban en reflexivo silencio, Brogan leyó los primeros informes enviados por la Sección de Intereses Especiales en La Habana. Refirió los detalles del plan para trasladar los barcos y también esbozó detalles sobre la operación llevada a cabo. Antes de que hubiese terminado, uno de sus ayudantes entró y le entregó el último mensaje recibido. Le echó una ojeada en silencio y después leyó la primera línea.
– Fidel y Raúl Castro están vivos. -Hizo una pausa para mirar al presidente-. Su hombre, Ira Hagen, dice que está en contacto directo con los Castro, y que éstos nos piden toda la ayuda que podamos prestarles para mitigar el desastre, incluidos personal y materiales médicos, equipos contra incendios, alimentos y ropa, y también expertos en embalsamamiento de cadáveres.
El presidente miró al general Clayton Metcalf, presidente del Estado Mayor Conjunto.
– ¿General?
– Después de que usted me llamara la noche pasada, puse sobre aviso al mando de Transportes Aéreos. Podemos empezar el transporte por aire en cuanto lleguen las personas y los suministros a los aeródromos y sean cargados a bordo.
– Conviene que cualquier acercamiento de los aviones militares de los Estados Unidos a las costas cubanas esté bien coordinado, o los cubanos nos recibirán con sus misiles tierra-aire -observó el secretario de Defensa, Simmons.
– Cuidaré de que se abra una línea de comunicación con su Ministerio de Asuntos Exteriores -dijo el secretario de Estado, Oates.
– Será mejor expresar claramente a Castro que toda la ayuda que le prestemos está organizada al amparo de la Cruz Roja -añadió Dan Fawcett-. No queremos asustarle hasta el punto de que nos cierre la puerta.
– Es una cuestión que no podemos olvidar -dijo el presidente.
– Es casi un crimen aprovecharse de un terrible desastre -murmuró Oates-. Sin embargo, no podemos negar que es una oportunidad caída del cielo para mejorar las relaciones con Cuba y mitigar la fiebre revolucionaria en todas las Américas.
– Me pregunto si Castro habrá estudiado alguna vez a Simón Bolívar -dijo el presidente, sin dirigirse a nadie en particular.
– El Gran Libertador de América del Sur es uno de los ídolos de Castro -respondió Brogan-. ¿Por qué lo pregunta?
– Entonces tal vez ha prestado por fin atención a una de las frases de Bolívar.
– ¿Qué frase, señor presidente?
El presidente miró uno a uno a los que estaban alrededor de la mesa antes de responder:. -«El que sirve a una revolución, ara en el mar.»
76
El caos amainó lentamente y, a medida que se recobraba la población de La Habana, empezaron los trabajos de socorro. Se organizaron a toda prisa operaciones de emergencia. Unidades del Ejército y de la milicia, acompañadas de personal sanitario, revolvieron las ruinas, cargando a los vivos en ambulancias y a los muertos en camiones.
El convento de Santa Clara, fundado en 1643, fue confiscado como hospital provisional y se llenó rápidamente. Las salas y los pasillos del Hospital de la Universidad estuvieron pronto a rebosar. El elegante y viejo Palacio Presidencial, ahora Museo de la Revolución, fue convertido en depósito de cadáveres. Caminaban heridos por las calles, sangrando, mirando a ninguna parte o buscando desesperadamente a los seres queridos. Un reloj en la cima de un edificio de la plaza de la Catedral de la antigua Habana estaba parado a las seis y veintiún minutos. Algunos residentes que habían huido de sus casas durante el desastre empezaron a volver a ellas. Otros que no tenían un hogar al que volver caminaban por las calles, esquivando los cadáveres y cargando con pequeños fardos que contenían lo poco que habían podido salvar.
Todas las unidades de bomberos a cien kilómetros a la redonda afluyeron a la ciudad y trataron en vano de sofocar los incendios que se propagaban sobre la zona portuaria. Un depósito de cloro estalló, añadiendo su veneno a los estragos del fuego. En dos ocasiones, los cientos de bomberos tuvieron que correr para ponerse a cubierto al cambiar el viento y arrojarles el calor sofocante a la cara.
Mientras se empezaban a organizar las operaciones de auxilio, Fidel Castro inició una purga de funcionarios y militares hostiles al Gobierno. Raúl dirigió personalmente la redada. La mayoría había abandonado la ciudad, advertidos de la operación Ron y Cola por Velikov y la KGB. Fueron detenidos uno a uno, pasmados todos ellos por la noticia de que los hermanos Castro estaban todavía vivos. Fueron trasladados a cientos, bajo una severa guardia, a una prisión secreta en el corazón de las montañas, y nunca se les volvió a ver.
A las dos de la tarde, el primer gran avión de carga de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos aterrizó en el aeropuerto internacional de La Habana. Fue seguido de un desfile continuo de aviones. Fidel Castro acudió a saludar a los médicos y enfermeras voluntarios. Cuidó personalmente de que los comités cubanos de socorro estuviesen preparados para recibir los suministros y colaborar con los americanos.
Al anochecer, guardacostas y embarcaciones contra incendios del puerto de Miami aparecieron en el horizonte nublado por el humo. Bulldozers, equipos pesados y expertos téjanos en extinción de incendios de pozos de petróleo penetraron en la zona arruinada próxima al puerto y combatieron inmediatamente las llamas.
A pesar de las diferencias políticas pasadas, los Estados Unidos y Cuba parecieron olvidarlas en esta ocasión y todos trabajaron juntos para resolver los problemas urgentes que se presentaban.