El almirante Sandecker y Al Giordino se apearon de un jet de la AMSN a última hora de la tarde. Montaron en un camión cargado de ropa de cama y camas de campaña, hasta un depósito de distribución, donde Giordino «tomó prestado» un Fiat abandonado.
La falsa puesta de sol producida por las llamas teñía de rojo sus caras a través del parabrisas, mientras contemplaban con incredulidad la gigantesca nube de humo y el vasto mar de fuego.
Después de casi media hora de rodar a través de la ciudad, dirigidos por la policía en complicados desvíos para evitar las calles bloqueadas por los escombros y los vehículos de socorro, llegaron al fin a la Embajada suiza.
– Nuestro trabajo será difícil -dijo Sandecker, contemplando los edificios arruinados y los cascotes que llenaban el ancho bulevar del Malecón.
Giordino asintió tristemente con la cabeza.
– Tal vez no le encontremos nunca.
– Sin embargo, debemos intentarlo.
– Sí -dijo gravemente Giordino-. Se lo debemos a Dirk.
Se volvieron y cruzaron la estropeada entrada de la Embajada, donde les indicaron el salón de comunicaciones de la Sección de Intereses Especiales.
La sala estaba llena de corresponsales de prensa, que esperaban su turno para transmitir reportajes del desastre. Sandecker se abrió paso entre la multitud y encontró a un hombre gordo que dictaba a un radiotelegrafista. Cuando el hombre hubo terminado, Sandecker le dio un golpecito en un brazo.
– ¿Es usted Ira Hagen?
– Sí, soy Hagen.
La ronca voz concordaba con las arrugas de fatiga de la cara.
– Me lo había imaginado -dijo Sandecker-. El presidente me hizo una descripción de usted bastante detallada.
Hagen se dio unas palmadas en la redonda panza y se esforzó en sonreír.
– No soy difícil de descubrir entre una muchedumbre. -Después hizo una pausa y miró de un modo extraño a Sandecker-. Dice usted que el presidente…
– Estuve con él hace cuatro horas en la Casa Blanca. Me llamo James Sandecker y éste es Al Giordino. Somos de la AMSN.
– Sí, almirante, conozco su nombre. ¿En qué puedo servirle?
– Somos amigos de Dirk Pitt y de Jessie LeBaron.
Hagen cerró un momento los ojos y después miró fijamente a Sandecker.
– La señora LeBaron es una mujer estupenda. Salvo por unos pequeños cortes y algunas contusiones, salió indemne de la explosión. Está ayudando en un hospital de urgencia para niños montado en la vieja catedral. Pero si están buscando a Pitt, temo que pierden el tiempo. Estaba al timón del Amy Bigalow cuando éste voló por los aires.
Giordino sintió que se le encogía el corazón.
– ¿No hay ninguna posibilidad de que pudiese salvarse?
– De los hombres que lucharon contra los rusos en los muelles mientras los barcos se hacían a la mar, sólo dos sobrevivieron. Todos los tripulantes de los barcos y del remolcador se han dado por desaparecidos. Hay pocas esperanzas de que alguno de ellos pudiese abandonar su embarcación a tiempo. Y si las explosiones no les mataron, debieron perecer ahogados en la enorme ola que se produjo.
Giordino apretó los puños, desesperado. Se volvió de espaldas para que los otros no pudiesen ver las lágrimas que brotaban de sus ojos.
Sandecker sacudió tristemente la cabeza.
– Quisiéramos buscar en los hospitales.
– No quisiera mostrarme despiadado, almirante, pero harían mejor buscando en los depósitos de cadáveres.
– Haremos ambas cosas.
– Pediré a los suizos que les proporcionen salvoconductos diplomáticos para que puedan moverse libremente por la ciudad.
– Gracias.
Hagen miró con ojos compasivos a los dos hombres.
– Si les sirve de algún consuelo, les diré que gracias a su amigo Pitt se salvaron cien mil vidas.
Sandecker le miró a su vez, con una súbita expresión de orgullo en el semblante.
– Si usted conocía a Dirk Pitt, señor Hagen, no podía esperar menos de él.
77
Con muy poco optimismo, Sandecker y Giordino empezaron a buscar a Pitt en los hospitales. Pasaron por encima de innumerables heridos que yacían en hileras en el suelo, mientras las enfermeras les prestaban toda la ayuda que podían y los agotados médicos trabajaban en las salas de operaciones. Numerosas veces se detuvieron y ayudaron a transportar camillas antes de continuar su búsqueda.
No pudieron encontrar a Pitt entre los vivos.
Después investigaron en los improvisados depósitos de cadáveres, delante de algunos de los cuales esperaban camiones cargados de muertos, amontonados en cuatro o cinco capas. Un pequeño ejército de embalsamadores trabajaba febrilmente para evitar una epidemia. Los cadáveres yacían en todas partes como leños, descubiertas las caras, mirando sin ver al techo. Muchos de ellos estaban demasiado quemados y mutilados como para que pudiesen ser identificados, y fueron más tarde enterrados en una ceremonia colectiva en el cementerio de Colón.
Un atribulado empleado de un depósito les mostró los restos de un hombre del que se decía que había sido lanzado a tierra desde el mar. No era Pitt, y si no identificaron a Manny, fue porque no le conocían.
Amaneció el día sobre la destrozada ciudad. Se encontraron más heridos que fueron llevados a los hospitales y más muertos que fueron transportados a los depósitos. Soldados con la bayoneta calada patrullaban por las calles para impedir los saqueos. Las llamas todavía hacían estragos en la zona del puerto, pero los bomberos lograban rápidos progresos. La enorme nube de humo seguía ennegreciendo el cielo, y los pilotos de las líneas aéreas informaron de que los vientos del este la habían llevado hasta un lugar tan lejano como Ciudad de México.
Abrumados por lo que habían visto aquella noche, Sandecker y Giordino se alegraron de ver una vez más la luz del día. Llegaron en coche hasta tres manzanas de la plaza de la Catedral y allí tuvieron que detenerse por las ruinas que bloqueaban las calles. Siguieron a pie el resto del camino hasta el hospital infantil provisional, para ver a Jessie.
Ésta estaba acariciando a una niña pequeña que gemía mientras un médico escayolaba una de sus piernas delgadas y morenas. Jessie levantó la cabeza al ver acercarse al almirante y a Giordino. Inconscientemente, sus ojos recorrieron sus semblantes, pero su cansada mente no les reconoció.
– Jessie -dijo suavemente Sandecker-. Soy Jim Sandecker, y ése es Al Giordino.
Ella les miró durante unos segundos y entonces empezó a recordarles.
– Almirante, Al. ¡Oh! Gracias a Dios que han venido.
Murmuró algo al oído de la niña, y entonces se levantó y les abrazó a los dos, llorando a lágrima viva.
El médico se volvió a Sandecker.
– Ha estado trabajando como un demonio durante veinticuatro horas seguidas. ¿Por qué no la convencen de que se tome un respiro?
Ellos la asieron cada uno de un brazo y la sacaron de allí. Después, delicadamente, hicieron que se sentara en los escalones de la catedral.
Giordino se sentó delante de Jessie y la miró. Todavía llevaba su uniforme de campaña. Al camuflaje se añadían ahora manchas de sangre. Tenía los cabellos mojados de sudor y enmarañados, y los ojos enrojecidos por el humo.
– Me alegro de que me hayan encontrado -dijo ella al fin-. ¿Acaban de llegar?
– La noche pasada -respondió Giordino-. Hemos estado buscando a Dirk.
Ella miró vagamente la gran nube de humo.
– Ha muerto -dijo como en trance.
– Mala hierba nunca muere -murmuró Giordino con mirada ausente.
– Todos han muerto…, mi marido, Dirk y tantos otros.
Su voz se extinguió.