– ¿Hay café en alguna parte? -dijo Sandecker, cambiando de conversación-. Creo que me vendría bien una taza.
Jessie señaló débilmente con la cabeza hacia la entrada de la catedral.
– Una pobre mujer cuyos hijos están gravemente heridos ha estado preparándolo para los voluntarios.
– Iré a buscarlo -dijo Giordino.
Se levantó y desapareció en el interior.
Jessie y el almirante permanecieron sentados allí unos momentos escuchando las sirenas y observando el fulgor de las llamas a lo lejos.
– Cuando volvamos a Washington -dijo al fin Sandecker-, si puedo ayudarla en algo…
– Es muy amable, almirante, pero podré arreglarme. -Vaciló-. Hay una cosa. ¿Cree que se podría encontrar el cuerpo de Raymond y enviarlo a casa para ser enterrado?
– Estoy seguro de que, después de todo lo que ha hecho usted, Castro prescindirá de todo el papeleo.
– Es extraño que nos hayamos visto metidos en todo esto a causa del tesoro.
– ¿La Dorada?
Jessie contempló a un grupo de personas que venían desde lejos en su dirección, pero no dio señales de verlas.
– Los hombres se han dejado seducir por ella durante casi quinientos años y, en su mayoría, murieron por culpa de su afán de poseerla. Es estúpido… Es estúpido que se pierdan vidas por una estatua.
– Todavía es considerada como el tesoro más grande del mundo.
Jessie cerró cansadamente los ojos.
– Gracias a Dios, está escondido. ¡Quién sabe cuántos hombres se matarían por él!
– Dirk nunca habría sido capaz de poner en peligro la vida de alguien por dinero -dijo Sandecker-. Le conozco demasiado bien. Se metió en esto por la aventura y por el desafío de resolver un misterio, no por conseguir una ganancia.
Jessie no replicó. Abrió los ojos y por fin se dio cuenta del grupo que se acercaba. No podía verles claramente. Calculó, a través de la neblina amarilla del humo, que uno de ellos debía medir más de dos metros. Los otros eran muy pequeños. Cantaban, pero no pudo distinguir la tonada.
Giordino volvió con una pequeña tabla en la que llevaba tres tazas. Se detuvo y miró durante un largo momento el grupo que caminaba entre los escombros de la plaza.
La figura de en medio no medía dos metros, sino que era un hombre con un niño pequeño subido sobre los hombros. El chiquillo parecía asustado y se agarraba con fuerza a la frente del hombre, tapando la mitad superior de su cara. Una niña pequeña estaba acunada en un brazo musculoso, mientras que la otra mano del hombre asía la de una niña de no más de cinco años. Una hilera de otros diez u once niños les seguían de cerca. Parecía que estaban cantando en un chapurreado inglés. Tres perros trotaban junto a ellos aullando para acompañarles.
Sandecker miró a Giordino con curiosidad. El italiano de abultado pecho pestañeó para librarse del humo que le hacía lagrimear y miró, con expresión interrogadora e intensa, el extraño y patético espectáculo.
El hombre tenía el aspecto de una aparición; estaba agotado, desesperadamente agotado. Llevaba la ropa hecha jirones y caminaba cojeando. Tenía hundidos los ojos, y la cara macilenta estaba surcada de sangre seca. Sin embargo, su mandíbula expresaba determinación, y el hombre dirigía la canción de los niños con voz estentórea.
– Debo volver al trabajo -dijo Jessie, poniéndose dificultosamente en pie-. Aquellos niños necesitan mucho cuidado.
Ahora, el grupo se había acercado tanto que Giordino pudo identificar lo que estaban cantando.
I'm a Yankee Doodle Dandy. A Yankee Doodle do or die… [3]
Giordino se quedó boquiabierto y abrió mucho los ojos con incredulidad. Señaló como presa de espanto. Después arrojó las tazas de café por encima del hombro y bajó la escalinata de la catedral saltando como un loco.
– ¡Es él! -gritó.
A real live nephew of my Uncle Sam. Born on the fourth of July [4]
– ¿Qué ha sido eso? -gritó Sandecker a su espalda-. ¿Qué es lo que ha dicho?
Jessie se puso en pie de un salto, olvidando de pronto su terrible fatiga, y corrió detrás de Giordino.
– ¡Ha vuelto! -gritó.
Sandecker echó a correr.
Los niños interrumpieron su canción y se apretujaron alrededor del hombre, asustados al ver la súbita aparición de tres personas que gritaban y corrían hacia ellos. Se aferraron a él como si en ello les fuese la vida. Los perros cerraron filas alrededor de sus piernas y empezaron a ladrar con más fuerza que nunca.
Giordino se detuvo y se quedó plantado allí, a sólo medio metro de distancia, sin saber exactamente qué podía decir que tuviese algún sentido.
Sonrió, y sonrió con inmenso alivio y alegría. Por fin recobró el uso de la palabra.
– Sé bienvenido, Lázaro.
Pitt sonrió con picardía.
– Hola, amigo. ¿No tendrías por casualidad un dry martini en el bolsillo?
78
Seis horas más tarde, Pitt estaba durmiendo como un tronco en un nicho vacío de la catedral. Se había negado a tumbarse hasta que los niños hubiesen sido atendidos, y los perros, alimentados. Después había insistido en que Jessie descansase también un rato.
Jessie yacía a pocos metros de distancia sobre unas mantas dobladas que le servían de colchón sobre las duras baldosas. El fiel Giordino estaba sentado en un sillón de mimbre en la entrada del nicho, para que nadie turbase su sueño, y apartando a los grupos ocasionales de chiquillos que jugaban demasiado cerca y gritaban demasiado.
Se irguió al ver que Sandecker se acercaba seguido de un grupo de cubanos uniformados. Ira Hagen estaba entre ellos. Parecía más viejo y mucho más cansado que cuando Giordino le había visto por última vez, apenas veinte horas antes. Giordino reconoció inmediatamente al hombre que caminaba al lado de Hagen y directamente detrás del almirante. Se puso en pie cuando Sandecker señaló con la cabeza a los durmientes.
– Despiérteles -dijo éste a media voz.
Jessie salió de las profundidades de su sueño y gimió. Giordino tuvo que sacudirla varias veces del hombro para que no se durmiese de nuevo. Todavía fatigada hasta la médula y aturdida por el sueño, se incorporó y sacudió la cabeza para despejarla de su confusión.
Pitt se despertó casi instantáneamente, como si hubiese sonado un despertador. Se volvió y se sentó apoyándose en un codo, ojo avizor y observando a los hombres que formaban un semicírculo delante de él.
– Dirk -dijo Sandecker-. Éste es el presidente Fidel Castro. Estaba haciendo una visita de inspección a los hospitales y le dijeron que usted y Jessie estaban aquí. Le gustaría hablar con ustedes.
Antes de que Pitt pudiese responder, Castro dio un paso adelante, le asió la mano y tiró de ella hasta ponerle en pie con sorprendente fuerza. Los magnéticos ojos castaños se encontraron con los penetrantes ojos verdes y opalinos. Castro vestía un limpio y planchado uniforme verde oliva, con la insignia de general en jefe sobre los hombros, en contraste con Pitt, que todavía llevaba la misma ropa harapienta y sucia con que había llegado a la catedral.
– Conque ése es el hombre que hizo que mis policías de seguridad pareciesen idiotas, y que salvó la ciudad -dijo Castro en español.
Jessie tradujo la frase y Pitt hizo un ademán negativo.
– Solamente fui uno de los afortunados que sobrevivieron. Al menos dos docenas de otros hombres murieron tratando de evitar la tragedia.
– Si los barcos hubiesen estallado cuando estaban todavía amarrados a los muelles, la mayor parte de La Habana habría quedado convertida en un erial. Habría sido una tumba para mí y para medio millón de personas. Cuba le está agradecida y desea nombrarle Héroe de la Revolución.