– ¡Mira!
Una forma oscura subió del fondo entre una nube de burbujas, y la cabeza de Giordino salió del agua cerca de la boya. Se volvió sobre la espalda y nadó agitando fácilmente las aletas hasta llegar a la escalera. Entregó el cinturón de plomo y los dos botellones de aire antes de subir a cubierta. Se quitó la máscara y escupió sobre la borda.
– ¿Cómo te ha ido? -preguntó Pitt.
– Bien -respondió Giordino-. Ésta es la situación. He dado ocho vueltas alrededor del punto donde está anclada la cuerda de la boya. La visibilidad es de más o menos un metro. Tal vez tengamos suerte. El fondo es una mezcla de arena y barro; por consiguiente, no es muy blando. Es posible que la estatua no se haya hundido al punto que quede cubierta su cabeza.
– ¿La corriente?
– Aproximadamente de un nudo. Se puede soportar.
– ¿Algún obstáculo?
– Unos pocos restos y pedazos enmohecidos de metal sobresalen del fondo, por lo que debes tener cuidado de que no se enganche tu cuerda de distancia.
Sandecker se plantó detrás de Pitt e hizo una última comprobación de su equipo. Pitt pasó por una abertura de la barandilla e introdujo la boquilla del regulador del aire entre sus dientes.
Jessie le dio un suave apretón en el brazo, a través del traje impermeable.
– Suerte -dijo.
Él le hizo un guiño a través de la máscara y dio un largo paso al frente. La brillante luz del sol fue difundida por un súbito estallido de burbujas cuando se sumergió en el verde vacío. Nadó hasta la boya e inició el descenso. La cuerda trenzada de nylon amarillo pareció desvanecerse a los pocos metros en la opaca oscuridad.
Pitt la siguió cuidadosamente, tomándose tiempo. Se detuvo una vez para aclararse los oídos. Menos de un minuto más tarde, el fondo pareció levantarse bruscamente hacia él, al encuentro de su mano extendida. Pitt se detuvo de nuevo para ajustar su chaleco compensador de flotación y comprobar su reloj para el tiempo y la brújula para la dirección, así como la válvula de presión del aire. Entonces tomó la cuerda de distancia que Giordino había sujetado con un clip a la de descenso y se movió a lo largo del radio.
Después de nadar unos ocho metros su mano estableció contacto con un nudo que había hecho Giordino en la cuerda para medir el perímetro de su última vuelta. A poca distancia descubrió Pitt una estaca de color naranja clavada en el fondo y que marcaba el punto de partida de su trayecto circular. Entonces avanzó otros dos metros, tensó la cuerda e inició su vuelta, captando con la mirada lo que podía verse a un metro de distancia en ambos lados.
Aquel trozo de mar estaba desierto, sin vida, y olía a productos químicos. Pitt pasó por encima de colonias de peces muertos, aplastados por la onda expansiva del petrolero al estallar. Sus cuerpos rodaban sobre el fondo a impulso de la corriente, como hojas agitadas por una suave brisa. Había sudado dentro de su traje impermeable bajo el sol en el barco, y ahora estaba sudando dentro de él a quince metros debajo de la superficie. Podía oír el ruido de las barcas de salvamento que cruzaban el puerto de un lado a otro, los estampidos de sus tubos de escape y el cavitación de las hélices, aumentado todo ello por la densidad del agua.
Metro a metro, escrutó el fondo desnudo hasta que hubo completado todo un círculo. Llevó la estaca más afuera y empezó otro trayecto circular en dirección contraria.
Los submarinistas experimentan a menudo una gran impresión de soledad cuando nadan sobre un desierto subacuático donde nada pueden ver más allá del alcance de la mano. El mundo real habitado por personas, a menos de veinte metros de distancia en la superficie, deja de existir. Experimentan un descuidado abandono y una indiferencia por lo desconocido. Su percepción se deforma y empiezan a fantasear.
Pitt no sentía nada de esto, salvo, tal vez, un toque de fantasía. Estaba como embriagado por la búsqueda y tan absorto en contemplar la ambicionada estatua en su mente, lanzando destellos dorados y verdes, que casi le pasó inadvertida una forma vaga que se destacaba en la penumbra a su derecha.
Agitando rápidamente las aletas, nadó en su dirección. Era un objeto redondo, en parte enterrado. Los tres palmos que sobresalían del limo estaban revestidos de cieno y de algas que ondeaban con la corriente.
Cien veces se había preguntado Pitt lo que sentiría, cómo reaccionaría cuando se enfrentase a la mujer de oro. Lo que sintió realmente ahora fue miedo, miedo de que sólo fuese una falsa alarma y la búsqueda no terminase nunca.
Lenta, temerosamente, limpió la cenagosa capa con las manos enguantadas. Diminutas partículas de vegetación y de limo se agitaron en un pardo torbellino, obscureciendo el misterioso objeto. Pitt esperó, envuelto en un silencio misterioso, a que se fundiese aquella nube en la penumbra del agua.
Se acercó más, flotando casi pegado al fondo, hasta que su cara estuvo solamente a pocos centímetros. Miró fijamente a través del cristal de la máscara, sintiendo de pronto que se le secaba la boca y que su corazón palpitaba como un tambor de calipso.
Con una expresión de infinita melancolía, un par de ojos verdes de esmeralda le miraron a su vez.
Pitt había encontrado La Dorada.
81
4 de enero de 1990
Washington, D.C.
La declaración del presidente sobre la Jersey Colony y las hazañas de Eli Steinmetz y su equipo lunar electrificaron a la nación y causaron sensación en todo el mundo.
Cada noche, durante una semana, los televidentes pudieron contemplar vistas espectaculares del paisaje lunar que no habían podido contemplarse cuando los breves alunizajes del programa Apolo. La lucha de los hombres por sobrevivir mientras construían un alojamiento habitable fue también conocida en todos sus dramáticos detalles.
Steinmetz y sus compañeros se convirtieron en los héroes del día. Fueron agasajados en todo el país, entrevistados en innumerables programas de televisión y obsequiados con el tradicional desfile bajo una lluvia de serpentinas en Nueva York.
Las aclamaciones por el triunfo de los colonizadores de la Luna tuvieron el tono del viejo patriotismo, pero el impacto fue más profundo, más amplio, Ahora había algo tangible más allá de los breves y espectaculares vuelos sobre la atmósfera de la Tierra; una permanencia en el espacio, una prueba sólida de que el hombre podía vivir lejos de su planeta natal.
El presidente pareció muy optimista durante un banquete privado celebrado en honor del «círculo privado» y sus colonizadores. Su estado de ánimo era muy diferente del de la primera vez que se había enfrentado con los hombres que habían concebido y creado la base lunar. Levantó una copa de champaña, dirigiéndose a Hudson, que contemplaba con mirada ausente el atestado salón, como si estuviese desierto y en silencio.
– ¿Está su mente perdida en el espacio, Leo?
Hudson miró un instante al presidente y después asintió con la cabeza.
– Le pido disculpas. Tengo la mala costumbre de distraerme en las fiestas.
– Apuesto a que está trazando planes para una nueva colonia en la Luna.
Hudson sonrió forzadamente.
– En realidad estaba pensando en Marte.
– Entonces la Jersey Colony no es el final.
– Nunca habrá un final, sino solamente el principio de otro principio.
– El Congreso compartirá el espíritu del país y votará fondos para ampliar la colonia. Pero un puesto avanzado en Marte… costaría mucho dinero.
– Si no lo hacemos nosotros ahora, lo hará la próxima generación.