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– ¿Ha pensado en el nombre?

Hudson sacudió la cabeza.

– No hemos pensado todavía en ello.

– Yo me he preguntado a menudo -dijo el presidente- cómo se les ocurrió el nombre de «Jersey Colony».

– ¿No lo adivina?

– Está el Estado de New Jersey, la isla de Jersey frente a la costa francesa, los suéters Jersey…

– También es una raza vacuna.

– ¿Qué?

– Recuerde la canción infanticlass="underline" «Eh, jugad, jugad, / El gato y el violín, / La vaca saltó a la Luna.»

El presidente le miró un momento sin comprender y después soltó una carcajada. Cuando dejó de reír, dijo:

– Dios mío, vaya una ironía. La mayor hazaña del hombre recibió el nombre de una vaca de un cuento de Maricastaña.

– Es realmente exquisita -dijo Jessie.

– Sí, es magnífica -convino Pitt-. Nunca te cansas de mirarla.

Contemplaban extasiados La Dorada, que ahora estaba en la sala central del East Building de la National Gallery de Washington. El pulido cuerpo de oro y la bruñida cabeza de esmeralda resplandecían bajo los rayos del sol que se filtraban a través de la gran claraboya. El espectacular efecto era asombroso. El desconocido artista indio la había esculpido con una gracia y una belleza irresistibles. Su posición era relajada, con una pierna delante de la otra, los brazos ligeramente doblados en los codos, y las manos extendidas hacia afuera.

Su pedestal de cuarzo rosa descansaba sobre un sólido bloque de palisandro del Brasil de metro y medio de altura. El corazón arrancado había sido substituido por otro de cristal carmesí que casi igualaba el esplendor del rubí original.

Una enorme muchedumbre contemplaba maravillada la deslumbrante obra. Una cola de visitantes se extendía fuera de la galería casi medio kilómetro. La Dorada superaba incluso, en cuanto a asistencia, el récord de los artefactos del Rey Tut.

Todos los dignatarios de la capital acudieron a rendir su homenaje. El presidente y su esposa acompañaron a Hilda Kronberg-LeBaron en la ceremonia previa a la inauguración. La satisfecha anciana de ojos chispeantes permaneció sentada en su silla de ruedas y sonrió una y otra vez mientras el presidente homenajeaba a los dos hombres de su pasado con un breve discurso. Cuando la ayudó a levantarse de su silla para que pudiese tocar la estatua, no había un ojo seco en toda la sala.

– Es extraño -murmuró Jessie-, cuando piensas en cómo empezó todo con el naufragio del Cyclops y terminó con el naufragio del Maine.

– Sólo para nosotros -dijo distraídamente Pitt-. Para ella empezó hace cuatrocientos años en una selva brasileña.

– Cuesta imaginar que una cosa tan bella haya causado tantas muertes.

Él no la escuchaba y no replicó.

Ella le dirigió una mirada curiosa. Pitt contemplaba fijamente la estatua, perdida su mente en otro tiempo, en otro lugar.

– Rico el tesoro, dulce el placer -citó ella.

Él se volvió despacio y la miró, retornando al presente. Se había roto el hechizo.

– Disculpa -dijo.

Jessie no pudo dejar de sonreír.

– ¿Cuándo vas a intentarlo?

– Intentar, ¿qué?

– Correr en busca de la ciudad perdida de La Dorada.

– No hay que apresurarse -replicó Pitt, soltando una carcajada-. No es como ir a cualquier parte.

***