Rooney asió una punta de la sábana que cubría el cadáver y vaciló. Ésta era la única parte de su trabajo que aborrecía. Las reacciones al ver al muerto solían pertenecer a una de cuatro categorías de personas: los que vomitaban, los que se desmayaban, los que sufrían un ataque de histerismo. Pero era la cuarta categoría la que intrigaba a Rooney. Los que permanecían como petrificados y no mostraban emoción alguna. Habría dado un mes de su salario por saber los pensamientos que pasaban por sus mentes.
Levantó la sábana.
El ayudante del gobernador echó una mirada, emitió un patético gruñido y se desmayó en brazos del sheriff. Los terribles efectos de la descomposición se manifestaron en todo su horror.
A Rooney le pasmó la reacción de Jessie. Miró larga y fijamente aquella cosa grotesca que se pudría sobre la camilla. Contuvo el aliento y todo su cuerpo se puso rígido. Después levantó los ojos, sin pestañear y habló con voz tranquila y controlada.
– ¡.Eso no es mi marido!
– ¿Está segura? -preguntó suavemente Rooney.
– Véalo usted mismo -dijo ella llanamente-. La línea de los cabellos no es la de él. Tampoco la estructura ósea. Raymond tenía la cara angulosa. Ésa es más redonda.
– La descomposición de la carne deforma las facciones -explicó Rooney
– Por favor, observe los dientes.
Rooney bajó la mirada.
– ¿Qué hay de particular en ellos?
– Tienen fundas de plata.
– No comprendo.
– Mi marido llevaba fundas de oro.
No podía discutir con ella a este respecto, pensó Rooney. Un hombre acaudalado como Raymond LeBaron no habría aceptado una prótesis dental barata.
– Pero la ropa, el reloj…, usted los ha identificado como suyos.
– ¡Me importa un bledo lo que haya dicho! -gritó ella-. Esa cosa asquerosa no es el cadáver de Raymond LeBaron.
Rooney se quedó pasmado por su furia. Atolondrado y sin saber qué decir, la vio salir, frenética, de la habitación. El sheriff confió el blandengue ayudante al empleado del depósito y se volvió al forense.
– ¿Qué diablos piensa usted de esto?
Rooney sacudió la cabeza.
– No lo sé.
– Yo supongo que ha sufrido una terrible impresión. Ésta ha sido demasiado fuerte, y ha empezado a delirar. Usted sabe mejor que yo que la mayoría de la gente se niega a aceptar la muerte de un ser amado. Ella ha cerrado su mente y se ha negado a aceptar la verdad.
– No estaba delirando.
Sweat le miró.
– ¿Cómo lo llamaría usted?
– Yo diría que ha representado una magnífica comedia.
– ¿Cómo ha llegado a esta conclusión?
– El reloj de pulsera -respondió Rooney-. Un miembro de mi equipo trabajó un tiempo de noche en una joyería para pagarse los estudios en la Facultad de Medicina. Lo descubrió en seguida. El costoso reloj Cartier que la señora LeBaron regaló a su marido en su aniversario de boda es falso, es una de esas imitaciones baratas que se fabrican ilegalmente en Taiwán o en México.
– ¿Por qué una mujer que puede firmar cheques de un millón de dólares tendría que regalar una imitación barata a su marido?
– Raymond LeBaron no era tonto en lo tocante a estilo y a buen gusto. Debió darse cuenta de lo que era en realidad. Será mejor que nos hagamos esta pregunta: ¿por qué aceptó llevarlo?
– Entonces, ¿cree usted que ha representado una comedia y ha mentido sobre la identidad del cadáver?
– Mi instinto me dice que se había preparado para lo que esperaba encontrar -respondió Rooney-. Y llegaría al extremo de apostar mi Mercedes nuevo a que la investigación genética, el dictamen sobre la dentadura y los resultados del análisis por los laboratorios del FBI de los restos de huellas digitales que pude tomar y les envié, demostrarán que ella tiene razón. -Se volvió y contempló el cadáver-. No es Raymond LeBaron el que yace sobre esta camilla.
6
El teniente detective Harry Victor, distinguido investigador del Departamento de Policía de Dade County, se retrepó en un sillón giratorio y estudió varias fotografías tomadas en el interior de la cabina de mandos del Prosperteer. Al cabo de unos minutos, levantó las gafas sin montura sobre la frente, rematada por un postizo de cabellos rubios, y se frotó los ojos.
Victor era un hombre ordenado; todo estaba en su sitio, cuidadosamente clasificado por orden alfabético y numerado, y era el único policía en la historia del Departamento que disfrutaba realmente redactando informes. Mientras la mayoría de los hombres miraban retrasmisiones deportivas en la televisión los fines de semana o descansaban junto a la piscina de un lugar de vacaciones, leyendo las novelas policíacas de Rex Burns, Victor revisaba los expedientes sobre casos no resueltos. Obstinado, prefería atar cabos sueltos a obtener una condena.
El caso del Prosperteer era diferente de todos los que había visto en dieciocho años de servicio en la Policía. Tres hombres muertos cayendo del cielo en un dirigible antiguo no requerían exactamente una investigación policíaca de rutina. No existían pistas. Los tres cuerpos que se hallaban en el depósito de cadáveres no presentaban ninguna indicación de dónde habían estado escondidos durante una semana y media.
Bajó las gafas y empezaba a observar de nuevo las fotografías cuando sonó el teléfono que tenía sobre la mesa. Levantó el aparato y dijo pensativamente:
– ¿Sí?
– Aquí hay un testigo que quiere hablarle sobre una declaración -respondió la recepcionista.
– Hágale pasar -dijo Victor.
Cerró la carpeta que contenía las fotografías y la dejó sobre la mesa de metal, cuya superficie estaba completamente limpia, salvo por un pequeño rótulo con su nombre y el teléfono. Sostuvo el auricular junto al oído, como si recibiese una llamada, y se volvió a un lado, mirando a través de la espaciosa oficina de Homicidios y manteniendo los ojos enfocados de soslayo hacia la puerta que daba al pasillo.
Una recepcionista uniformada apareció en el umbral y señaló en la dirección de Victor. Un hombre alto saludó con la cabeza, pasó junto a la mujer y se acercó. Victor le indicó un sillón al otro lado de la mesa y empezó a hablar por el teléfono desconectado. Era un viejo truco en sus interrogatorios, porque le permitía observar al testigo o al sospechoso durante un minuto entero, y retratarle mentalmente. Más importante aún, era una oportunidad para observar hábitos y peculiaridades que podían ser empleados más tarde para lograr una posición de ventaja.
El hombre sentado delante de Victor tenía unos treinta y siete o treinta y ocho años, aproximadamente un metro noventa de estatura y noventa kilos de peso, cabellos negros ligeramente ondulados y sin el menor indicio de gris. La piel estaba tostada por su exposición al sol durante todo el año. Las cejas eran negras y bastante pobladas. La nariz, recta y estrecha; los labios, firmes, con las comisuras inclinadas hacia arriba en una ligera pero fija sonrisa. Llevaba una chaqueta deportiva de color azul claro, pantalón blanco y camisa polo de un amarillo pálido y con el cuello desabrochado. Todo de buen gusto, sencillo y no demasiado caro, comprado probablemente en Saks y no en una tienda de lujo. No fumaba, pues no se veía el bulto de la cajetilla en la chaqueta o en la camisa. Tenía los brazos cruzados, indicando tranquilidad e indiferencia, y las manos eran estrechas, largas y curtidas. No llevaba anillos ni otras joyas, sino solamente un viejo reloj sumergible de esfera naranja y con muñequera de acero inoxidable.