– Para un asunto referente a mi marido.
– Yo no lo conocía en absoluto. Nada puedo decirle sobre su muerte que usted no sepa ya.
– Raymond no ha muerto -dijo rotundamente ella.
– Entonces lo fingió muy bien cuando le vi en el dirigible.
– No era él.
Pitt la miró escépticamente y no dijo nada.
– No me cree, ¿verdad?
– En realidad, me da lo mismo.
– Esperaba que me ayudaría.
– Tiene usted una manera muy extraña de pedir favores.
– Ésta es una cena formal de una asociación benéfica, señor Pitt. Estaría usted fuera de lugar. Ya fijaremos una hora para vernos mañana.
Pitt decidió que no valía la pena encolerizarse.
– ¿Qué estaba haciendo su marido cuando desapareció? -preguntó de pronto.
– Buscaba el tesoro de El Dorado -respondió ella, mirando nerviosamente a su alrededor y a los invitados-. Creía que se había hundido con un barco llamado Cyclops.
Antes de que Pitt pudiese hacer ningún comentario, volvió Cabot con Angelo, el chófer cubano.
– Adiós, señor Pitt -dijo Jessie, despidiéndole y volviéndose para saludar a una pareja de recién llegados.
Pitt se encogió de hombros y ofreció el brazo a Angelo.
– Demos a esto un aire oficial. Écheme. -Se volvió hacia Jessie-. Una última cosa, señora LeBaron. No me gusta que me traten desconsideradamente. No se moleste en llamarme de nuevo; jamás.
Entonces dejó que Angelo le acompañase fuera del invernadero y hasta el paseo donde estaba esperando el Daimler. Jessie se quedó mirando hasta que el gran automóvil desapareció en la noche. Después se reunió con sus invitados.
Douglas Oates, el secretario de Estado, interrumpió la conversación que sostenía con el consejero presidencial Daniel Fawcett, al verla acercarse.
– Una fiesta espléndida, Jessie.
– Ciertamente -corroboró Fawcett-. Nadie en Washington podría preparar mejor un banquete.
Los ojos de Jessie resplandecieron y sus labios gordezuelos se curvaron en una cálida sonrisa.
– Gracias, caballeros.
Oates señaló con la cabeza hacia la puerta.
– ¿He estado viendo visiones, o han echado a la calle a Dirk Pitt?
Jessie miró a Oates, sin comprender.
– ¿Le conoce? -preguntó, sorprendida.
– Desde luego. Pitt es el número dos de la AMSN. Es el hombre que puso a flote el Titanic para el Departamento de Defensa.
– Y salvó la vida al presidente en Louisiana -añadió Fawcett.
Jessie palideció visiblemente.
– No tenía la menor idea.
– Espero que no le habrá encolerizado -dijo Oates.
– Tal vez he sido un poco grosera -reconoció ella.
– ¿No está interesada en hacer sondeos en busca de petróleo en el mar, al sur de San Diego?
– Sí. Los estudios geológicos indican que hay allí un vasto campo sin explotar. Una de nuestras compañías tiene una opción para adquirir los derechos de sondeo. ¿Por qué lo pregunta?
– ¿No sabe quién preside el comité del Senado sobre explotación del petróleo en tierras de dominio público?
– Claro, es…
La voz de Jessie se extinguió, y desapareció su aplomo.
– El padre de Dirk -terminó Oates-. El senador George Pitt, de California. Sin su respaldo y el beneplácito de la AMSN sobre cuestiones de medio ambiente, me parece difícil que consiga los derechos de sondeo.
– Parece -dijo irónicamente Fawcett- que la opción de su compañía ha dejado de existir.
9
Treinta minutos más tarde, Pitt metió el Daimler en su plaza de aparcamiento delante del alto edificio encristalado donde se hallaba la sede de la AMSN. Firmó en el registro de seguridad y tomó el ascensor hasta la décima planta. Cuando se abrieron las puertas, salió a un vasto laberinto electrónico, que comprendía la red de comunicaciones y de información de la agencia de la Marina.
Hiram Yaeger miró desde detrás de una mesa en forma de herradura, cuya superficie quedaba oculta debajo de un revoltijo de «hardware» de ordenador, y sonrió.
– Hola, Dirk. ¿Vestido de etiqueta, y no tienes adonde ir?
– La anfitriona decidió que era una persona non grata y me echó a la calle.
– ¿La conozco?
Ahora rué Pitt quien sonrió. Miró a Yaeger. El mago de los ordenadores era un vivo recuerdo de los días hippies de principios de los setenta. Llevaba los cabellos rubios largos y atados en cola de caballo, y la barba de enmarañados rizos sin recortar. Su uniforme de trabajo y de juego era una chaqueta Levi's y unos pantalones remetidos en toscas botas de cowboy.
– No puedo imaginarme a Jessie LeBaron y tú moviéndoos en los mismos círculos sociales -dijo Pitt.
Yaeger lanzó un grave silbido.
– ¿Te echó a patadas un matón de Jessie LeBaron? Hombre, eres una especie de héroe de los oprimidos.
– ¿Estás de humor para una excavación?
– ¿Sobre ella?
– Sobre él.
– ¿Su marido? ¿El que desapareció?
– Raymond LeBaron.
– ¿Otra operación al margen de lo habitual?
– Llámalo como quieras.
– Dirk -dijo Yaeger, mirando por encima de sus anticuadas gafas-, eres un bastardo entremetido, pero te aprecio. Me contrataron para construir una red de informática de primera clase y llenar un archivo sobre ciencia e historia marítimas, pero cada vez que me descuido compareces tú, queriendo que emplee mis creaciones para propósitos oscuros. ¿Por qué lo aguanto? Te diré la razón. La ratería fluye más de prisa por mis venas que por las tuyas. Y ahora dime, ¿tengo que cavar muy hondo?
– Hasta su pasado más remoto. De dónde vino. Cuál fue la base económica de su imperio.
– Raymond LeBaron era muy reservado en lo tocante a su vida privada. Debió borrar las pistas.
– Lo comprendo, pero no será la primera vez que sacas un esqueleto del armario.
Yaeger asintió reflexivamente con la cabeza.
– Sí, la familia Bougainville de navieros, hace unos meses. Una linda travesura, si quieres llamarlo así.
– Otra cosa.
– Dime cuál.
– Un barco llamado Cyclops. ¿Podrías averiguar su historia?
– Desde luego. ¿Algo más?
– Creo que esto será suficiente -respondió Pitt.
Yaeger le miró fijamente.
– ¿De qué se trata esta vez, viejo amigo? No puedo creer que vayas detrás de los LeBaron porque te echaron de una fiesta de sociedad. Fíjate en mí; me han echado de los lugares más sórdidos de la ciudad. Y lo acepto.
Pitt se echó a reír.
– No se trata de ninguna venganza. Simple curiosidad. Jessie LeBaron dijo algo que me chocó sobre la desaparición de su marido.
– Lo leí en el Washington Post. Había un párrafo que te mencionaba como el héroe del día, por haber salvado el dirigible de LeBaron con tu truco de la cuerda y la palmera. Entonces, ¿cuál es el problema?
– Ella afirmó que su marido no estaba entre los muertos que encontré en la cabina de mandos.
Yaeger guardó un momento de silencio, con expresión perpleja.
– No tiene sentido -dijo-. Si el viejo LeBaron se elevó en aquella bolsa de gas, lo lógico es que estuviese todavía en ella cuando reapareció.
– No, según su desconsolada esposa.
– ¿Crees que persigue algún objetivo, financiero o por cuestión de algún seguro?
– Tal vez sí, tal vez no. Pero existe la posibilidad de que se pida a la AMSN que contribuya a la investigación, ya que el misterio se produjo sobre el mar.