Worley se dejó caer en un gran sillón de mimbre que tenía en el puente y apoyó los pies en la bitácora.
– Hijo mío, no debe temer por el viejo Cyclops. Surcará los mares mucho después de que usted y yo nos hayamos ido.
La aprensión de Church no menguó con la despreocupación del capitán Worley. Por el contrario, aumentaron sus malos presentimientos.
Después de ser sustituido por un compañero oficial para el siguiente turno de guardia, abandonó el puente y se detuvo en el cuarto de la radio para tomar una taza de café con el operador de servicio. Sparks («Chispa»), como eran llamados todos los radiotelegrafistas a bordo de cualquier barco, levantó la mirada al oírle entrar.
– Buenos días, teniente.
– ¿Alguna noticia interesante de los barcos cercanos?
Sparks levantó el auricular de una oreja.
– ¿Perdón?
Church repitió la pregunta.
– Sólo un par de radiotelegrafistas de dos barcos mercantes cantando jugadas de ajedrez.
– Debería usted intervenir en la partida para librarse de esta monotonía.
– Yo sólo juego a las damas -dijo Sparks.
– ¿A qué distancia están esos dos mercantes?
– Sus señales son bastante débiles… Deben estar por lo menos a cien millas de aquí.
Church se acercó a una silla y apoyó los brazos y el mentón en el respaldo.
– Llámeles y pregunte el estado del mar en el lugar donde se encuentran.
Sparks encogió tristemente los hombros.
– No puedo hacerlo.
– ¿No funciona su transmisor?
– Tan bien como una puta de dieciséis años en La Habana.
– No comprendo.
– Orden del capitán Worley -respondió Sparks-. Cuando salimos de Río, me llamó a su camarote y me dijo que no transmitiese ningún mensaje sin orden directa suya antes de que atraquemos en Baltirnore.
– ¿Le dio alguna razón?
– No, señor.
– ¡Qué raro!
– Yo sospecho que tiene algo que ver con aquel personaje que tomamos como pasajero en Río.
– ¿El cónsul general?
– Recibí la orden inmediatamente después de que él subiera a bordo…
Sparks se interrumpió y apretó los auriculares a sus oídos. Entonces empezó a garrapatear un mensaje en un bloc. Al cabo de unos momentos se volvió, ceñudo el semblante.
– Una señal de socorro.
Church se levantó.
– ¿Cuál es la posición?
– Veinte millas al sudeste de Anguilla Cays.
Church hizo un cálculo mental.
– Esto les sitúa a unas cincuenta millas de nuestra proa. ¿Qué más?
– Nombre del barco, Crogan Castle. Proa desfondada. La superestructura gravemente dañada. Está haciendo agua. Pide un auxilio inmediato.
– ¿La proa desfondada? -repitió Church, en un tono de perplejidad-. ¿A causa de qué?
– No lo han dicho, teniente.
Church miró hacia la puerta.
– Informaré al capitán. Diga al Crogan Castle que vamos allá a todo vapor.
El semblante de Sparks tomó un aire afligido.
– Por favor, señor, no puedo hacerlo.
– ¡Hágalo! -ordenó el teniente Church-. Yo asumo toda la responsabilidad.
Se volvió y corrió por el pasillo y subió la escalerilla de la caseta del timón. Worley estaba todavía sentado en el sillón de mimbre, meciéndose al compás del balanceo del barco. Tenía las gafas casi en la punta de la nariz y estaba leyendo una sobada revista Liberty.
– Sparks ha recibido un SOS -anunció Church-. A menos de cincuenta millas. Le ordené que respondiese a la llamada y dijese que cambiamos de rumbo para ayudarles.
Worley abrió mucho los ojos, se levantó de un salto del sillón y agarró de los brazos al sorprendido Church.
– ¿Está usted loco? -rugió-. ¿Quién diablos le ha dado autoridad para contradecir mis órdenes?
Church sintió un fuerte dolor en los brazos. La presión de aquellas manazas que apretaban como tenazas pareció que iba a convertir sus bíceps en pulpa.
– Dios mío, capitán, no podemos abandonar a otro barco en peligro.
– ¡Podemos hacerlo, si yo lo digo!
Church se quedó pasmado ante el arrebato del capitán Worley. Podía ver sus ojos enrojecidos y desenfocados, y oler el aliento que apestaba a whisky.
– Es una norma básica del mar -insistió Church-. Debemos auxiliarles.
– ¿Se están hundiendo?
– El mensaje decía «haciendo agua».
Worley empujó a Church.
– Y ahora lo dice usted. Dejemos que esos bastardos manejen las bombas hasta que cualquier barco que no sea el Cyclops les salve el pellejo.
El timonel y el oficial de guardia les miraron en sorprendido silencio, mientras Church y Worley se enfrentaban sin pestañear, con la atmósfera de la caseta del timón cargada de tensión. Todas las desavenencias que había habido entre ellos en las últimas semanas se pusieron de pronto de manifiesto.
El oficial de guardia hizo un movimiento como para intervenir. Worley volvió la cabeza y gruñó:
– Aténgase a lo suyo y preste atención al timón.
Church se frotó los magullados brazos y miró al capitán echando chispas por los ojos.
– Protesto por su negativa a responder un SOS e insisto en que se haga constar en el cuaderno de bitácora.
– Le advierto…
– También deseo que conste que ordenó usted al radiotelegrafista que no transmitiese ningún mensaje.
– Se ha pasado usted de la raya, caballero -Worley hablaba fríamente, comprimidos los labios en una fina línea, bañado el rostro en sudor-. Considérese arrestado y confinado en su camarote.
– Arreste a unos cuantos oficiales más -saltó Church, perdiendo el control-, y tendrá que manejar usted solo este barco maldito.
De pronto, antes de que Worley pudiese replicar, el Cyclops se hundió en un profundo seno entre dos olas. El instinto, agudizado por años en el mar, hizo que todos los que estaban en la caseta del timón se agarraran automáticamente al objeto seguro más próximo para mantener el equilibrio. Las planchas del casco crujieron bajo la tensión, y pudieron oír ruidos como de algo que se rompía.
– ¡Dios mío! -murmuró el timonel, con la voz teñida por el pánico.
– ¡Silencio! -gruñó Worley al enderezarse el Cyclops-. Este barco ha navegado en mares peores que éste.
Una idea espantosa se abrió paso en la mente de Church.
– El Crogan Castle, el barco que radió el SOS, dijo que tenía la proa desfondada, y maltrecha la superestructura.
Worley le miró fijamente.
– ¿Y qué?
– ¿No se da cuenta? Debe haber sido golpeado por una ola gigantesca como ésta.
– Está hablando como un loco. Vaya a su camarote, caballero. No quiero volver a verle la cara hasta que lleguemos a puerto.
Church vaciló, apretando los puños. Después, lentamente, aflojó las manos al darse cuenta de que toda ulterior discusión con Worley sería una pérdida de tiempo. Se volvió sin añadir palabra y salió de la caseta del timón.
Al pisar la cubierta, miró fijamente por encima de la proa. El mar parecía engañosamente tranquilo. Las olas era ahora de tres metros y no llegaba agua a la cubierta. Se dirigió a popa y vio que las tuberías de vapor que hacían funcionar los tornos y el equipo auxiliar estaban raspando los bordes mientras el barco subía y bajaba al impulso de las largas y lentas olas.
Entonces bajó a las bodegas e inspeccionó dos de ellas, dirigiendo la luz de su linterna a los fuertes puntales instalados para que la carga de manganeso se mantuviese en su sitio. Chirriaban y crujían bajo la tensión, pero parecían firmes y seguros. No vio señales de que se escapasen granos de mineral a causa del movimiento del barco.