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– Lástima que no puedas quedártelas.

– Todos mis hallazgos van a parar al Museo Nacional de Costa Rica.

– Eres muy generoso, Raphael.

– Yo no las regalo, Dirk. Los gobiernos de los países donde hago mis hallazgos se los quedan como parte del patrimonio nacional. Pero no quiero aburrir a un vejestorio como tú. ¿A qué debo el placer de tu llamada?

– Necesito que me cuentes lo que sepas sobre un tesoro.

– Desde luego -dijo O'Meara, en tono ahora más serio-, sabes que tesoro es una palabra prohibida para un arqueólogo serio.

– Todos tenemos nuestros fallos -dijo Pitt-. ¿Podemos tomar una copa juntos?

– ¿Ahora? ¿Sabes la hora que es?

– Sé que eres un pájaro nocturno. Tranquilízate. Podría ser en algún lugar cerca de tu casa.

– ¿Qué te parece el Old Angler's Inn de MacArthur Boulevard? Digamos dentro de media hora.

– Me parece bien.

– ¿Puedes decirme cuál es el tesoro que te interesa?

– Aquel en que sueña todo el mundo.

– ¡Oh! ¿Y cuál es?

– Te lo diré cuando nos veamos.

Pitt colgó y contempló el Cyclops. Tenía un aire misterioso y solitario. No pudo dejar de preguntarse qué secretos se habría llevado a su tumba submarina.

– ¿Puedo proporcionarle más datos? – preguntó Esperanza, interrumpiendo su morboso ensueño-. ¿O desea que termine?

– Creo que podemos dejarlo -respondió Pitt-. Gracias, Esperanza. Quisiera poder darte un beso.

– Gracias por el cumplido, Dirk. Pero no soy fisiológicamente capaz de recibir besos.

– Pero seguiré queriéndote.

– Estoy a su servicio siempre que quiera.

Pitt se echó a reír.

– Buenas noches, Esperanza.

– Buenas noches, Dirk.

Ojalá fuese real, pensó éste, con un suspiro soñador.

10

– Jack Daniel's a palo seco -dijo alegremente Raphael O'Meara-. Y que sea doble. Es el mejor medicamento que conozco para despejar la mente.

– ¿Cuánto tiempo has estado en Costa Rica? -preguntó Pitt.

– Tres meses. Y no ha parado de llover un solo día.

– Ginebra Bombay con hielo -dijo Pitt a la camarera.

– Conque has ingresado en las codiciosas filas de los barrenderos del mar -dijo O'Meara, a través de la espesa barba que cubría su cara de la nariz para abajo-. Dirk Pitt, buscador de tesoros. Nunca me lo habría imaginado.

– Mi interés es puramente académico.

– Claro, esto es lo que dicen todos. Sigue mi consejo y olvídalo. La caza de tesoros sumergidos ha costado más dinero de lo que valen los que han sido encontrados. Puedo contar con los dedos de una mano el número de descubrimientos que han dado beneficios en los últimos ocho años. La aventura, la excitación y la riqueza no son más que un mito, un sueño de drogado.

– Estoy de acuerdo,

O'Meara frunció las hirsutas cejas.

– Entonces, ¿qué quieres saber?

– ¿Sabes quién es Raymond LeBaron?

– ¿El rico y emprendedor Raymond, el genio financiero que edita Prosperteer?

– El mismo. Desapareció hace un par de semanas cuando volaba en un dirigible cerca de las Bahamas.

– ¿Cómo podría desaparecer una persona en un dirigible?

– De alguna manera, él lo consiguió. Tienes que haber oído o leído algo acerca de esto.

O'Meara sacudió la cabeza.

– No he mirado la televisión ni leído un periódico desde hace noventa días.

Les sirvieron las bebidas y Pitt expuso brevemente las extrañas circunstancias que rodeaban el misterio. La gente se iba marchando y se quedaron casi solos en bar.

– Y tú crees que LeBaron volaba en una vieja bolsa de gas buscando un barco naufragado y cargado hasta los topes del rico mineral.

– Según su esposa Jessie, sí.

– ¿Cuál era el barco?

– El Cyclops.

– Sé lo del Cyclops. Era un barco carbonero de la Armada que se perdió hace setenta y un años. No recuerdo que se dijese que llevaba riquezas a bordo.

– Por lo visto, LeBaron creía que sí.

– ¿Qué clase de tesoro?

– El Dorado.

– Lo dirás en broma.

– Sólo repito lo que me han dicho.

O'Meara guardó silencio durante un largo rato y sus ojos adquirieron una expresión remota.

– El hombre dorado -dijo al fin-. El nombre que daban los españoles a un hombre de oro. La leyenda (algunos dicen que es una maldición) ha inflamado las imaginaciones durante cuatrocientos cincuenta años.

– ¿Hay algo de verdad en ello? -preguntó Pitt.

– Todas las leyendas se fundan en hechos, pero ésta, a semejanza de todas las demás, ha sido desvirtuada y embellecida hasta convertirla en un cuento de hadas. El Dorado ha inspirado la más larga y tenaz búsqueda del tesoro que se recuerde. Miles de hombres han muerto tratando de encontrarlo.

– Dime cómo nació la historia.

Les sirvieron otro Jack Daniel's y otra ginebra Bombay. Pitt se rió cuando O'Meara bebió primero el vaso de agua. Después el arqueólogo se puso cómodo y recordó tiempos pasados.

– Los conquistadores españoles fueron los primeros que oyeron hablar de un hombre dorado que gobernaba un reino increíblemente rico, en alguna parte de las selvas montañosas al este de los Andes. Según rumores, vivía en una ciudad secreta construida con oro, de calles pavimentadas de esmeraldas, y guardada por un aguerrido ejército de bellas amazonas. Hacía que Oz pareciese un barrio bajo. Una enorme exageración, desde luego. Pero en realidad había varios El Dorado: una larga estirpe de reyes que adoraban a un dios demonio que vivía en el lago Guatavita, en Colombia. Cuando un nuevo monarca asumía el mando del imperio tribal, su cuerpo era untado con goma resinosa y cubierto después de polvo de oro, convirtiéndose así en el hombre dorado. Entonces era colocado en una balsa ceremonial, cargada de oro y piedras preciosas, y conducido a remo hasta el centro del lago, donde arrojaba aquellas riquezas al agua, como ofrenda al dios, cuyo nombre no recuerdo.

– ¿Se recuperó el tesoro?

– Se hicieron numerosos intentos de rastrear el lago, pero todos fracasaron. En 1965, el Gobierno de Colombia declaró Guatavita zona de interés cultural y prohibió toda operación de rastreo. Una lástima, teniendo en cuenta que la riqueza del fondo del lago se calcula entre cien y trescientos millones de dólares.

– ¿Y la ciudad de oro?

– Nunca fue encontrada -dijo O'Meara, haciendo una seña a la camarera para que trajese otra ronda-. Muchos la buscaron y muchos murieron. Nikolaus Federmann, Ambrosius Dalfinger, Sebastián de Belalcázar, Gonzalo y Hernán Jiménez de Quesada, todos buscaron El Dorado, pero sólo encontraron la maldición. Lo propio le ocurrió a sir Walter Raleigh. Después de su segunda expedición inútil, el rey Jaime puso literalmente la cabeza sobre el tajo. La fabulosa ciudad de El Dorado y el tesoro más grande de todos continuaron perdidos.

– Volvamos un momento atrás -dijo Pitt-. El tesoro del fondo del lago no está perdido.

– Se encontraron piezas sueltas -explicó O'Meara-. El segundo tesoro, el premio gordo, el más grande de todos, permanece oculto hasta nuestros días. Tal vez con dos excepciones, ningún forastero puso jamás los ojos en él. La única descripción que tenemos procede de un monje que vino de la selva a una colonia española del río Orinoco, en 1675. Una semana más tarde, antes de morir, dijo que había formado parte de una expedición portuguesa que buscaba minas de diamantes. Afirmó que habían encontrado una ciudad abandonada, rodeada de altos peñascos y guardada por una tribu llamada zanona. Los zanones no eran tan amistosos como fingían, sino que eran caníbales que envenenaban a los portugueses y se los comían. Sólo el monje consiguió escapar. Describió grandes templos y edificios, extrañas inscripciones y el legendario tesoro que envió a la tumba a tantos buscadores.