– Un verdadero hombre de oro -insinuó Pitt-. Una estatua.
– Caliente -dijo O'Meara-. Caliente, pero te has equivocado de sexo.
– ¿De sexo?
– La mujer dorada, la mujer de oro -respondió 0'Meara-. Más comúnmente conocida por La Dorada. Ya lo ves, el nombre se aplicó primero a un hombre y a una ceremonia; más tarde a una ciudad, y por último a un imperio. Con los años, se convirtió en un término para designar un lugar donde podían encontrarse riquezas en el suelo. Como en tantas descripciones aborrecidas por las feministas, el mito masculino se hizo genérico, mientras que el femenino fue olvidado. ¿Quieres otra copa?
– No, gracias; iré alargando ésta.
O'Meara pidió otro Jack Daniel's.
– En todo caso, ya conoces la historia del Taj Mahal. Un caudillo mogol levantó la lujosa tumba como un monumento a su esposa. Lo propio cabe decir de un rey sudamericano precolombino. Su nombre no consta, pero, según la leyenda, su esposa fue la más amada de los cientos de mujeres de su corte. Entonces ocurrió un fenómeno extraño en el cielo, Probablemente un eclipse o el cometa Halley. Y los sacerdotes le exigieron que la sacrificase para apaciguar a los irritados dioses. La vida era dura en aquellos tiempos. Por consiguiente, la mataron y le arrancaron el corazón en una complicada ceremonia.
– Yo creía que eran sólo los aztecas los que arrancaban el corazón de sus víctimas.
– Los aztecas no tenían el monopolio de los sacrificios humanos. Lo notable fue que el rey llamó a sus artesanos y les ordenó que construyesen una estatua de ella, a fin de poder convertirla en una diosa.
– ¿Todo esto lo contó el monje?
– Con todo detalle, si hay que creer su historia. Es un desnudo de casi un metro ochenta de altura, sobre un pedestal de cuarzo rosa. Su cuerpo es de oro macizo. Debe pesar al menos una tonelada. Encajado en el pecho, donde debería estar el corazón, hay un gran rubí, que se considera de peso próximo a los mil doscientos quilates.
– Yo no soy experto -dijo Pitt-, pero sé que el rubí es la piedra preciosa más valiosa, y que los treinta quilates son muy raros. Mil doscientos quilates es algo increíble.
– Pues todavía no has oído la mitad -prosiguió O'Meara-. La cabeza de la estatua es una gigantesca esmeralda tallada, de un verde azulado y sin mácula. No puedo imaginarme el peso en quilates, pero tendría que ser de unos quince kilos.
– Probablemente veinte, si incluyes los cabellos.
– ¿Cuál es la esmeralda más grande que se conoce?
Pitt pensó un momento.
– Seguro que no pesa más de cinco kilos.
– ¿Te la imaginas bajo la luz de los focos en el salón principal del Museo de Historia Natural de Washington? -dijo O'Meara, con aire soñador.
– Sólo puedo preguntarme su valor actual en el mercado.
– Podrías decir que es incalculable.
– ¿Hubo otro hombre que vio la estatua? -preguntó Pitt.
– El coronel Ralph Morehouse Sigler, un auténtico ejemplar de la vieja escuela de exploradores. Ingeniero del Ejército inglés, viajó por todo el Imperio, trazando fronteras y construyendo fuertes en toda el África y en la India. También era un buen geólogo y pasaba el tiempo libre haciendo prospecciones. O tuvo mucha suerte o estaba realmente muy capacitado, pues descubrió un extenso depósito de cromo en África del Sur y varias vetas de piedras preciosas en Indochina. Se hizo rico, pero no tuvo tiempo de disfrutarlo. El Kaiser entró en Francia y a él le enviaron al frente occidental a construir fortificaciones.
– Entonces no debió venir a América del Sur hasta después de la guerra.
– No; en el verano de 1916, desembarcó en Georgetown, en la que era entonces Guayana Inglesa. Parece que algún personaje del Tesoro británico concibió la brillante idea de enviar expediciones alrededor del mundo para encontrar y explotar minas de oro con las que financiar la guerra. Sigler fue llamado del frente y enviado al interior de América del Sur.
– ¿Crees que conocía la historia del monje? -preguntó Pitt.
– Nada en sus diarios u otros documentos indica que creyese en una ciudad perdida. Aquel hombre no era un ilusionado buscador de tesoros. Buscaba minerales en crudo. Los artefactos históricos nunca le habían interesado. ¿Tienes hambre, Dirk?
– Ahora que lo pienso, sí. Me has estafado la cena.
– Hace rato que ha pasado la hora de cenar; pero, si lo pedimos con cortesía, estoy seguro de que en la cocina podrán prepararnos algún tentempié.
O'Meara llamó a la camarera y, después de exponer su caso, la persuadió de que les sirviera una fuente de gambas con salsa cóctel.
– Me vendrán muy bien -dijo Pitt.
– Yo estaría comiendo de esos diablillos durante todo el día -convino O'Meara-. Y ahora, ¿dónde estábamos?
– Sigler estaba a punto de encontrar La Dorada.
– Ah, sí. Después de formar un grupo de veinte hombres, en su mayoría soldados británicos, Sigler se introdujo en la selva inexplorada. Durante meses, nada se supo de ellos. Los ingleses empezaron a presentir un desastre y enviaron varias patrullas en su busca, pero no encontraron rastro de los desaparecidos. Por fin, casi dos años más tarde, una expedición americana, que estudiaba el terreno para instalar una vía férrea, tropezó con Sigler a quinientas millas al nordeste de Río de Janeiro. Estaba solo; era el único superviviente.
– Parece una distancia increíble desde la Guayana Inglesa.
– Casi dos mil millas de su punto de partida, a vuelo de pájaro.
– ¿En qué condiciones estaba?
– Más muerto que vivo, según los ingenieros que le encontraron. Llevaron a Sigler a un pueblo donde había un pequeño hospital y enviaron un mensaje al Consulado de los Estados Unidos más próximo. Unas semanas más tarde llegó un equipo de socorro de Río.
– ¿Americanos o ingleses?
– Aquí hay una cosa rara -respondió O'Meara-. El Consulado británico declaró que nunca se le había notificado la reaparición de Sigler. Según rumores, el propio cónsul general americano se presentó para interrogarle. Pasara lo que pasase, Sigler se perdió de vista. Se cuenta que escapó del hospital y volvió a meterse en la selva.
– No parece lógico que volviese la espalda a la civilización después de estar dos años en el infierno -dijo Pitt.
O'Meara se encogió de hombros.
– ¿Quién puede saberlo?
– ¿Hizo Sigler algún relato de su expedición antes de desaparecer? -preguntó Pitt.
– Estuvo delirando casi todo el tiempo. Algunos testigos dijeron después que farfullaba diciendo que había encontrado una gran ciudad rodeada de escarpados peñascos e invadida por la selva. Su descripción coincidía en muchas cosas con la del monje portugués. También dibujó un tosco esbozo de la mujer de oro, el cual fue conservado por una enfermera y está ahora en la Biblioteca Nacional de Brasil. Yo le eché un vistazo mientras hacía estudios para otro proyecto. El objeto real debe ser algo pasmoso.
– Así pues, permanece enterrada en la selva.
– Aquí está el quid de la cuestión -suspiró O'Meara-. Sigler declaró que él y sus hombres habían robado la estatua y la habían arrastrado durante veinte millas hasta un río, luchando con los indios zanonas durante todo el trayecto. Cuando construyeron una almadía, subieron La Dorada a bordo y se apartaron de la orilla, sólo quedaban tres de los expedicionarios. Más tarde, uno murió de sus lesiones y el otro se perdió en unos rápidos del río.