– No, general. Lo que ha visto es real. Dos figuras humanas, vistiendo trajes espaciales, están apuntando a Selenos 4 con alguna clase de aparato.
La mente de Yasenin no podía aceptar como cierto lo que sus ojos le decían que era verdad.
– No es imposible. ¿De dónde vienen?
Rykov encogió los hombros.
– No lo sé. Si no son astronautas de los Estados Unidos, sólo pueden ser extraterrestres.
– Yo no creo en cuentos de hadas.
– Pero, ¿cómo podían los americanos lanzar hombres a la Luna sin que se enterasen los medios de comunicación o nuestro servicio secreto?
– Suponga que dejaron hombres y material allí durante el programa Apolo. Esto sería posible.
– Su último alunizaje conocido fue en 1972, con el Apolo 17 -le recordó Rykov-. Ningún ser humano podría sobrevivir en las duras condiciones lunares durante diecisiete años, sin recibir suministros.
– No puedo pensar en nadie más -insistió Yasenin.
Volvió al estereoscopio y estudió atentamente las figuras humanas que estaban en el cráter. La luz del sol venía de la derecha, proyectando sus sombras hacia la izquierda. Los trajes eran blancos, y pudo distinguir las viseras de un verde oscuro de los cascos. Éstos tenían una forma que le era desconocida. Yasenin pudo observar claramente unas pisadas que se perdían en la sombra negra como el carbón proyectado por el borde del cráter.
– Sé lo que está buscando, general -dijo Rykov-, pero ya he examinado el suelo del cráter y no he encontrado rastro de su nave espacial.
– Tal vez descendieron desde la cima.
– La pared tiene más de mil pies y está cortada a pico.
– No puedo explicármelo -reconoció Yasenin, a media voz.
– Por favor, observe atentamente el aparato que sostienen ambos, apuntando al Selenos 4. Parece una gran cámara fotográfica con un teleobjetivo sumamente largo.
– No -dijo Yasenin-. Ahora ha pisado usted mi terreno. No es una cámara, sino un arma.
– ¿Un láser?
– Nada tan avanzado. Me parece que es un sistema de misil manual tierra-aire, de manufactura americana. Un Lariat tipo 40, diría yo. Es guiado electrónicamente y tiene un alcance de diez millas en la Tierra, probablemente mucho más en la rarificada atmósfera de la Luna. Las fuerzas de la OTAN lo pusieron en condiciones de funcionamiento hace unos seis años. Vea en qué para su teoría de los extraterrestres.
Rykov se quedó estupefacto.
– Cada kilogramo de peso es precioso en un vuelo espacial. ¿Por qué llevar algo tan pesado e inútil como un lanzador de cohetes?
– Los hombres del cráter tenían un objetivo. Lo emplearon contra el Selenos 4.
Rykov reflexionó un momento.
– Esto explicaría por qué el dispositivo explorador dejó de funcionar un minuto más tarde. Estaba averiado…
– Alcanzado por un cohete -terminó Yasenin.
– Tuvimos suerte de que emitiese los datos antes de estrellarse -explicó Rykov.
– Lástima que la tripulación fuese menos afortunada.
Rykov miró al general, inseguro de haberle oído bien.
– El Selenos 4 no iba tripulado.
Yasenin sacó una fina pitillera de oro de su guerrera, cogió un cigarrillo y lo encendió con un encendedor fijado en aquélla. Después la guardó de nuevo en un bolsillo del pecho.
– Sí, desde luego, el Selenos 4 no llevaba tripulación -afirmó el general.
– Pero usted ha dicho…
– No he dicho nada -dijo Yasenin, sonriendo fríamente.
El mensaje era claro. Rykov apreciaba demasiado su posición para insistir en el tema. Asintió con la cabeza.
– ¿Quiere usted un informe sobre lo que hemos visto aquí esta noche? -preguntó Rykov.
– El original, sin sacar ninguna copia, debe estar sobre mi mesa antes de las diez de la mañana. Y, Rykov, es necesario que le recuerde que debe considerar esto como un secreto de Estado de máxima prioridad.
– No hablaré de ello a nadie, salvo a usted, general.
– Muy bien. Podrá llevarse parte del honor de esto.
Rykov no iba a dejar de respirar esperando la recompensa, pero no pudo reprimir una impresión de orgullo por su trabajo.
Yasenin volvió al estereoscopio, atraído por la imagen de los intrusos en la Luna.
– Conque han empezado las fabulosas guerras estelares -murmuró para sí-. Y los americanos han dado el primer golpe.
13
Pitt rechazó toda idea de almorzar y desenvolvió uno de los paquetes de cereales y fruta que guardaba en su mesa. Colocó el envoltorio sobre una papelera para que cayesen en ella las migajas, y mantuvo fija la atención en una gran carta náutica extendida sobre la mesa. La tendencia de la carta a enroscarse era contrarrestada con un bloc y dos libros sobre naufragios históricos que estaban abiertos en los capítulos correspondientes al Cyclops. La carta abarcaba una gran zona del Old Bahama Channel, flanqueada al sur por el archipiélago de Camagüey, un grupo de islas desparramadas frente a la costa de Cuba, y las aguas poco profundas del Great Bahama Bank al norte. En el ángulo superior izquierdo de la carta estaba el Cay Sal Bank, cuya punta sudeste incluía los Anguilla Cays.
Se echó atrás en su silla y tomó un puñado de cereales. Después se inclinó de nuevo sobre la carta, afiló un lápiz y tomó un par de compases de punta seca. Colocando las puntas fijas de los compases sobre la escala impresa al pie de la carta, midió veinte millas náuticas y marcó cuidadosamente con una punta de lápiz la distancia desde la punta de los Anguilla Cays. Después, trazó un corto arco a cincuenta millas al sudeste. Rotuló el punto de arriba con las palabras Crogan Castle y el arco inferior con la de Cyclops y un signo de interrogación.
En alguna parte por encima del arco es donde se hundió el Cyclops, razonó. Presunción lógica dadas la posición del barco maderero al pedir auxilio y la distancia del Cyclops expresada en la respuesta.
El único problema era que la pieza del rompecabezas correspondiente a Raymond LeBaron no se acoplaba.
Dada su experiencia en la búsqueda de barcos naufragados, Pitt estaba convencido de que LeBaron había realizado cien veces el mismo ejercicio, aunque fijándose más en las corrientes, y conocido las condiciones atmosféricas en el día del naufragio y la velocidad proyectada del carbonero de la Marina. Pero la conclusión era siempre la misma. El Cyclops debió de hundirse en medio del canal bajo 260 brazas de agua o sea a más de 1.460 metros. Una profundidad demasiado grande para que el barco fuera visible, salvo para los peces.
Pitt se retrepó en su silla y contempló fijamente las marcas en la carta. A menos que LeBaron hubiese conseguido una información que nadie más conocía, ¿qué estaba buscando? Ciertamente, no el Cyclops, y ciertamente, no desde un dirigible. Una exploración desde la superficie o desde un submarino habría sido más adecuada.
Además, la primera zona de exploración estaba solamente a veinte millas de Cuba. Un lugar muy incómodo para volar en una lenta bolsa de gas. Las lanchas cañoneras de Castro habrían levantado la veda ante una presa tan fácil.
Estaba sentado, sumido en sus reflexiones, mordisqueando cereales y buscando en el plan de Raymond LeBaron algún detalle que se le hubiese escapado, cuando sonó el intercomunicador sobre su mesa. Apretó un botón:
– ¿Sí?
– Sandecker. ¿Puede venir a mi despacho?
– Dentro de cinco minutos, almirante.
– Procure que sean dos.
El almirante James Sandecker era el director de la Agencia Marítima y Submarina Nacional. De poco menos de sesenta años, era un hombre de baja estatura, cuerpo delgado y enjuto, pero duro como el acero. Los cabellos lisos y la barba eran de un rojo fuerte. Fanático de la buena forma física, seguía un régimen estricto de ejercicio. Su carrera naval se distinguía más por la tenacidad y la eficacia que por la táctica de combate. Y aunque no era popular en los círculos sociales de Washington, los políticos le respetaban por su integridad y sus facultades de organizador.