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– ¿Pero sabe usted lo que está diciendo? -preguntó Pitt-.¿Espera que yo, un hombre trabajando solo, logre lo que la mitad de la Marina, la Fuerza Aérea y la Guardia Costera no han podido conseguir? ¡Caray! Fueron incapaces de encontrar una aeronave de cincuenta metros de longitud, hasta que se presentó por sí sola. ¿Qué se presume que voy a emplear yo? ¿Una canoa y una varita de zahorí?

– La idea -explicó pacientemente Sandecker- es que siga la última ruta conocida de LeBaron en el Prosperteer.

Pitt se dejó caer despacio en el sofá del despacho.

– Es el plan más descabellado que he oído en mi vida -dijo, con incredulidad. Se volvió a Jessie-. ¿Está usted de acuerdo con esto?

– Yo haré todo lo que sea necesario para encontrar a mi marido -dijo serenamente ella.

– Es una majadería -dijo gravemente Pitt. Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro, cruzando y descruzando las manos-. ¿Y por qué tanto secreto? Su marido era un hombre importante, una celebridad, confidente de los ricos y famosos, íntimamente relacionado con altos funcionarios del Gobierno, un gurú financiero para los ejecutivos de las grandes corporaciones. En nombre de Dios, ¿por qué soy yo el único hombre del país que puede ir en su busca?

– Dirk -dijo suavemente Sandecker-, el imperio financiero de Raymond LeBaron afecta a cientos de miles de personas. Precisamente ahora, está en una situación ambigua, porque él figura todavía en la lista de desaparecidos. No puede demostrarse que esté vivo ni que esté muerto. El Gobierno ha suspendido la búsqueda, porque se han gastado más de cinco millones de dólares en equipos militares de rescate, sin que se haya averiguado nada, sin que se haya encontrado un indicio de dónde pudo desaparecer. Los congresistas atentos al presupuesto rugirán pidiendo cabelleras si se gasta más dinero del Gobierno en otro esfuerzo inútil.

– ¿Y qué me dice del sector privado y de los asociados comerciales del propio LeBaron?

– Muchos magnates de los negocios respetaban a LeBaron, pero la mayoría de ellos fueron zaheridos por éste en alguna ocasión en sus editoriales. No se gastarán un centavo ni se apartarán ni un paso de su camino para buscarle. En cuanto a los hombres que le rodean, tienen más que ganar con su muerte.

– Lo mismo que Jessie, aquí presente -dijo Pitt, mirándola.

Ella sonrió débilmente.

– No puedo negarlo. Pero la mayor parte de su fortuna irá a parar a obras de caridad y a otros miembros de la familia. Sin embargo, me corresponde una importante herencia.

– Usted debe tener un yate, señora LeBaron. ¿Por qué no reúne un equipo de investigadores por su cuenta y buscan a su marido?

– Hay razones, Dirk, que me impiden realizar una acción así, que tendría gran publicidad. Unas razones que a usted no le incumben. El almirante y yo creemos que hay una posibilidad, aunque sea remota, de que tres personas puedan repetir sin ruido el vuelo del Prosperteer en las mismas condiciones y descubrir lo que le ocurrió a Raymond.

– ¿Por qué tomarnos este trabajo? -preguntó Pitt-. Todas las islas y arrecifes en el radio que podía alcanzar el dirigible fueron examinados en la investigación inicial. Yo sólo podría hacer la misma ruta.

– Pudo pasarles algo por alto.

– ¿Tal vez Cuba?

Sandecker sacudió la cabeza.

– Castro habría denunciado que LeBaron había volado sobre territorio cubano siguiendo instrucciones de la CÍA y habría pregonado la captura del dirigible. No; tiene que haber otra respuesta.

Pitt se dirigió a la ventana del rincón y contempló con nostalgia una flota de pequeños veleros que celebraban una regata en el río Anacostia. Las velas blancas resplandecían sobre el agua verde oscura mientras se dirigían a las boyas.

– ¿Cómo sabremos dónde concentrar nuestra atención? -preguntó, sin volverse-. Tenemos ante nosotros una zona a investigar de mil kilómetros cuadrados. Tardaríamos semanas en cubrirla eficazmente.

– Yo tengo todas las cartas y notas de mi marido -dijo Jessie.

– ¿Las dejó él antes de partir?

– No; fueron encontradas en el dirigible.

Pitt observó en silencio los veleros, con los brazos cruzados sobre el pecho. Trataba de sondear los motivos, de penetrar en la intriga, de buscar garantías. Trataba de distinguir todo esto y ordenarlo en su mente.

– ¿Cuándo partimos? -preguntó al fin.

– Mañana al amanecer -respondió Sandecker.

– ¿Insisten todavía los dos en que yo dirija la expedición?

– Así es -dijo llanamente Jessie.

– Quiero dos hombres experimentados para formar mi tripulación. Ambos pertenecientes a la AMSN. Es condición indispensable

La cara de Sandecker se nubló.

– Ya le he explicado…

– Ha conseguido la Luna, almirante, y ahora pide Marte. Hace demasiado tiempo que somos amigos para que no sepa que nunca trabajo sobre bases equívocas. Dé también permiso para ausentarse a los dos hombres que necesito. Hágalo como mejor le parezca.

Sandecker no estaba irritado. Ni siquiera contrariado. Si había un hombre en el país capaz de realizar lo inconcebible, éste era Pitt. El almirante no tenía más cartas que jugar; por consiguiente se rindió.

– Está bien -dijo a media voz-. Los tendrá.

– Hay otra cosa.

– ¿Y es? -preguntó Sandecker.

Pitt se volvió, con una fría sonrisa. Miró de Jessie al almirante. Después se encogió de hombros y dijo:

– No he pilotado nunca un dirigible.

14

– Me parece que está usted tramando algo a mis espaldas -dijo Sam Emmett, jefe del Federal Bureau of Investigation, que no tenía pelos en la lengua.

El presidente le miró por encima de su mesa en el Salón Oval y sonrió con benevolencia.

– Tiene usted toda la razón, Sam; estoy haciendo exactamente eso.

– Su franqueza le honra.

– No se incomode, Sam. Esto no quiere decir en modo alguno que esté descontento de usted o del FBI.

– Entonces, ¿por qué no puede decirme de qué se trata? -preguntó Emmett, dominado por su indignación.

– En primer lugar, es sobre un asunto de política extranjera.

– ¿Ha sido consultado Martin Brogan, de la CÍA?

– No se le ha dicho nada a Martin. Le doy mi palabra.

– ¿Y en segundo lugar?

El presidente no estaba dispuesto a dejarse presionar.

– Eso es asunto mío.

Emmett se puso tenso.

– Si el presidente desea mi dimisión…

– No deseo nada de eso -le interrumpió el presidente-. Usted es el hombre más capacitado para dirigir el FBI. Ha realizado un magnífico trabajo, y yo he sido siempre uno de sus más firmes apoyos. Sin embargo, si quiere hacer los bártulos y marcharse a casa, porque cree que su vanidad ha sido ofendida, es muy libre de hacerlo. Me demostrará que le había juzgado mal.

– Pero si usted no confía…

– Espere un momento, Sam. No digamos nada de lo que podamos arrepentimos mañana. No estoy poniendo en tela de juicio su lealtad ni su integridad. Nadie va a herirle por la espalda. No estamos hablando de crímenes ni de espionaje. Este asunto no concierne directamente al FBI ni a ninguna de las agencias de información. Lo cierto es que es usted quien debe confiar en mí, al menos durante la próxima semana. ¿Lo hará?

El amor propio de Emmett se apaciguó temporalmente. Se encogió de hombros y dijo:

– Usted gana, señor presidente. Dejemos las cosas como están. Haré lo que usted diga.

El presidente suspiró profundamente.

– Le prometo que no le defraudaré, Sam.

– Se lo agradezco.

– Bien. Ahora empecemos por el principio. ¿Qué han descubierto sobre los cadáveres de Florida?