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La expresión de incomodidad se borró del semblante de Emmett, que se relajó visiblemente. Abrió su cartera y entregó al presidente una carpeta de cuero.

– Aquí hay un informe detallado del laboratorio de patología del Walter Reed. Su examen fue muy valioso y nos sirvió para la identificación de los cuerpos.

El presidente le miró, sorprendido.

– ¿Los han identificado?

– Fue el análisis de la pasta borscht lo que nos dio la pista.

– ¿Borscht?

– ¿Recuerda que el forense de Dade County determinó como causa de la muerte la hipotermia, o congelación?

– Sí.

– Bueno, la pasta borscht es un excelente complemento de la dieta de los cosmonautas rusos. Los tres cadáveres tenían lleno el estómago de esta sustancia.

– ¿Me está diciendo que Raymond LeBaron y sus acompañantes fueron cambiados por tres cosmonautas soviéticos muertos?

Emmett asintió con la cabeza.

– Incluso pudimos saber su nombre, gracias a un desertor, un antiguo médico que trabajó en el programa espacial ruso. Los había examinado en varias ocasiones.

– ¿Cuándo desertó?

– Se pasó a nuestro bando en agosto del 87.

– Hace un poco más de dos años.

– Exacto -reconoció Emmett-. Los nombres de los cosmonautas encontrados en el dirigible de LeBaron son: Sergei Zochenko, Alexander Yudenich e Ivan Ronsky. Yudenich era un novato, pero Zochenko y Ronsky eran ambos veteranos, con dos viajes espaciales cada uno.

– Daría mi salario de un año por saber cómo fueron a parar a aquel maldito dirigible.

– Por desgracia, no averiguamos nada concerniente a esta parte del misterio. En este momento, los únicos rusos que circunnavegan la Tierra son cuatro cosmonautas a bordo de la estación espacial Salyut 9. Pero los de la NASA, que siguen su vuelo, dicen que gozan todos ellos de buena salud.

El presidente asintió con la cabeza.

– Esto elimina a cualquier cosmonauta soviético en vuelo espacial y nos deja solamente a los que estaban en tierra.

– Esto es lo más extraño -siguió diciendo Emmett-. Según los patólogos forenses del hospital Walter Reed, los tres hombres a quienes examinaron murieron congelados probablemente cuando estaban en el espacio.

El presidente arqueó las cejas.

– ¿Pueden demostrarlo?

– No, pero dicen que varios factores apuntan en esta dirección, empezando por la pasta borscht y el análisis de otros alimentos condensamos que se sabe que consumen los soviéticos durante los viajes espaciales. También encontraron señales fisiológicas evidentes de que aquellos hombres habían respirado aire con una elevada proporción de oxígeno y pasado un tiempo considerable en estado de ingravidez.

– No sería la primera vez que los soviéticos han lanzado hombres al espacio y no han podido recuperarlos. Podrían haber estado allá arriba durante años y caído a la Tierra hace unas pocas semanas al reducirse su órbita.

– Yo sólo conozco dos casos en que los soviéticos sufrieron accidentes fatales -dijo Emmett-. El cosmonauta cuya nave se enredó con los hilos del paracaídas y se estrelló en Siberia a ochocientos kilómetros por hora. Y tres tripulantes de un Soyuz que murieron al escaparse el oxígeno por una ventanilla defectuosa.

– Ésas son las catástrofes que no pudieron encubrir -dijo el presidente-. La CÍA ha registrado al menos treinta muertes de cosmonautas desde que empezaron sus misiones espaciales, Nueve de ellos están todavía allá arriba rodando en el espacio. Nosotros no podemos anunciarlo, porque restaría eficacia a nuestras fuentes de información.

– Lo sabemos, pero ellos no saben que lo sabemos.

– Exactamente.

– Lo cual nos lleva de nuevo a los tres cosmonautas que yacen aquí, en Washington -dijo Emmett, sujetando la cartera sobre sus rodillas.

– Y a un montón de preguntas, empezando por ésta: ¿de dónde vinieron?

– Yo hice algunas averiguaciones en el Centro de Defensa Aeroespacial. Sus técnicos dicen que las únicas naves espaciales que han lanzado los rusos, lo bastante grandes para ser tripuladas, además de sus estaciones en órbita, son las sondas lunares Selenos.

Al oír la palabra «lunares», algo centelleó en la mente del presidente.

– ¿Qué me dice de las sondas Selenos?

– Se lanzaron tres y ninguna regresó. Los de Defensa pensaron que era muy raro que los soviéticos fallasen tres veces seguidas en vuelos en órbita de la Luna.

– ¿Cree que eran tripuladas?

– Ciertamente -dijo Emmett-. Los soviéticos son maestros en el engaño. Como ha sugerido usted, casi nunca confiesan un fracaso en el espacio. Y mantener secretas las operaciones para un próximo alunizaje era estrictamente normal en ellos.

– Bien. Si aceptamos la teoría de que los tres cuerpos procedían de una de las naves espaciales Selenos, ¿dónde aterrizó ésta? Ciertamente no por su rumbo acostumbrado, de regreso a la Tierra, sobre las estepas de Kazakhstán.

– Yo presumo que sería en algún lugar de o alrededor de Cuba.

– Cuba -el presidente pronunció despacio las dos sílabas. Después sacudió la cabeza-. Los rusos no permitirían jamás que sus héroes nacionales, vivos o muertos, fuesen empleados para algún fantástico plan secreto.

– Tal vez no lo saben.

El presidente miró a Emmett.

– ¿Que no lo saben?

– Digamos, como hipótesis, que su nave espacial funcionó mal y cayó en o cerca de Cuba. Aproximadamente al mismo tiempo, aparecen Raymond LeBaron y su dirigible buscando un barco que llevaba un tesoro, y son capturados. Entonces, por alguna razón desconocida, los cubanos cambian a LeBaron y sus compañeros por los cadáveres de los cosmonautas y envían el dirigible hacia Florida.

– ¿Se da cuenta de lo ridículo que parece todo esto?

Emmett se echó a reír.

– Desde luego, pero considerando lo que sabemos, es lo mejor que podemos imaginar.

El presidente se echó atrás en su sillón y contempló el adornado techo.

– Mire, puede que haya dado con un filón.

Una expresión perpleja se pintó en el semblante de Emmett.

– ¿Cómo es eso?

– Consideremos el asunto. Supongamos, sólo supongamos, que Fidel Castro está tratando de decirnos algo.

– Eligió una manera muy rara de enviarnos una señal.

El presidente tomó una pluma y empezó a garabatear en un bloc.

– A Fidel nunca le han gustado las sutilezas diplomáticas.

– ¿Quiere que continúe la investigación? -preguntó Emmett.

– No -respondió rotundamente el presidente.

– ¿Insiste en mantener a oscuras al FBI?

– No es un asunto interior de competencia del Departamento de Justicia, Sam. Le agradezco su ayuda, pero ya la ha llevado lo más lejos que podía.

Emmett cerró su carpeta y se puso en pie.

– ¿Puedo hacerle una pregunta delicada?

– Hágala.

– Ahora que hemos establecido la posibilidad, por remota que sea, de un secuestro de Raymond LeBaron por cubanos, ¿por qué se guarda la información el presidente de los Estados Unidos y prohibe que sus agencias investigadoras sigan la pista?

– Una buena pregunta, Sam. Tal vez dentro de pocos días sabremos ambos la respuesta.

Momentos después de haber salido Emmett del Salón Oval, el presidente se volvió en su sillón giratorio y miró por la ventana. Tenía la boca seca y el sudor empapaba sus axilas. Le había asaltado el presentimiento de que había una relación entre la Jersey Colony y el desastre de la sonda lunar soviética.