Sin embargo, se sentía inquieto, y estaba cansado. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no encaminarse a su cómodo camarote y cerrar complacidamente los ojos a la triste serie de problemas con que se enfrentaba el barco. Iría ainspeccionar la sala de máquinas y vería si había entrado agua en la sentina. Una inspección que resultó negativa y pareció confirmar la fe de Worley en el Cyclops.
Cuando se dirigía por un pasillo hacia el cuarto de oficiales para tomar una taza de café, se abrió la puerta de un camarote y el cónsul general americano en Brasil, Alfred Gottschalk, titubeó en el umbral mientras hablaba con alguien que permanecía en el interior de la habitación. Church miró por encima del hombro de Gottschalk y vio al médico del barco inclinado sobre un hombre que yacía en una litera. El rostro del paciente era de piel amarillenta y tenía aspecto de cansancio, un rostro bastante joven que se contradecía con la espesa melena blanca que poblaba su cabeza. El hombre mantenía los ojos abiertos, los cuales reflejaban una mezcla de miedo y sufrimiento y un círculo de penalidades; eran unos ojos que habían visto demasiado. La escena era una extraña circunstancia más para añadir a la travesía del Cyclops.
Como oficial de cubierta antes de que el barco zarpase de Río de Janeiro, Church había observado la llegada al muelle de una caravana de automóviles. El cónsul general se había apeado del coche oficial conducido por un chófer y había dirigido la carga de sus baúles y maletas. Después había mirado hacia arriba, captando todos los detalles de Cyclops, desde la poco elegante proa recta hasta la graciosa curva de su popa en forma de copa de champaña. A pesar de su cuerpo bajo, redondo y casi cónico, irradiaba el aire indefinible de las personas acostumbradas a ejercer una gran autoridad. Llevaba los cabellos rubios y plateados excesivamente cortos, al estilo prusiano. Sus estrechas cejas eran casi iguales que el recortado bigote.
El segundo vehículo de la caravana era una ambulancia. Church observó cómo una persona tendida en una camilla era sacada de aquélla y transportada a bordo, pero no pudo descubrir sus facciones debido a la gruesa mosquitera que le cubría la cara. Aunque la persona que iba en la camilla formaba evidentemente parte de su séquito, Gottschalk le prestó poca atención, dirigiéndola en cambio al camión Mack que iba en retaguardia.
Miró ansiosamente mientras una gran caja oblonga era izada por una de las grúas del barco y depositada en el primer compartimiento de carga. Como a una señal convenida, Worley apareció y supervisó personalmente el cierre de la escotilla. Entonces saludó a Gottschalk y le acompañó a su camarote. Casi inmediatamente, soltaron amarras y el barco se dirigió hacia la entrada del puerto.
Gottschalk se volvió y advirtió que Church estaba de pie en el pasillo. Salió del camarote y cerró la puerta a su espalda, entrecerrando recelosamente los párpados.
– ¿Puedo ayudarle en algo, teniente…?
– Church, señor. Estaba terminando una inspección del barco y me dirigía al cuarto de oficiales para tomar una taza de café. ¿Me haría el honor de acompañarme?
Una débil expresión de alivio se pintó en el semblante del cónsul general, y éste sonrió.
– Con mucho gusto. Nunca puedo dormir más de unas pocas horas seguidas. Esto vuelve loca a mi esposa.
– ¿Se ha quedado ella en Río esta vez?
– No; la envié anteriormente a nuestra casa de Maryland. Yo tenía que terminar mi misión en Brasil. Espero pasar el resto de mi servicio en el Departamento de Estado, en Washington.
Church pensó que Gottschalk parecía excesivamente nervioso. No paraba de mirar arriba y abajo en el pasillo y se enjugaba constantemente la pequeña boca con un pañuelo de lino. Asió a Church de un brazo.
– Antes de que tomemos café, ¿sería usted tan amable, teniente, de acompañarme a la bodega donde está el equipaje?
Church le miró fijamente.
– Sí, señor, si usted lo desea.
– Gracias -dijo Gottschalk-. Necesito algo de uno de mis baúles.
Si Church creyó que era una petición desacostumbrada, no lo dijo; se limitó a asentir con la cabeza y echó a andar hacia la proa del barco, con el pequeño y gordo cónsul general pisándole los talones. Caminaron sobre la cubierta a lo largo del pasadizo que llevaba de las camaretas de popa al castillo de proa, pasando por debajo de la superestructura del puente, suspendido sobre puntales de acero que parecían zancos. La luz colgada entre los dos mástiles de proa que constituían un soporte del esquelético enrejado que conectaba las grúas para la carga de carbón proyectaba un extraño resplandor que era reflejado por la misteriosa radiación de las olas que se acercaban.
Deteniéndose junto a una escotilla, Church corrió los pestillos e hizo ademán a Gottschalk para que le siguiese por una escalerilla, iluminándola con su linterna. Cuando llegaron al fondo de la bodega de equipajes, Church encontró el interruptor y encendió las lámparas del techo, que iluminaron la zona con un resplandor amarillo irreal.
Gottschalk pasó por el lado de Church y se encaminó directamente a la caja, asegurada por cadenas cuyos últimos eslabones estaban sujetos con candados a unas armellas fijas en el suelo. Estuvo allí durante unos momentos, contemplándola con una expresión reverente en el semblante y pensando en otro lugar, en otros tiempos.
Church observó de cerca la caja por primera vez. No había ninguna señal en los lados de dura madera. Calculó que mediría unos tres metros de longitud por uno de profundidad y uno y medio de anchura. No podía calcular el peso, pero sabía que el contenido era pesado. Recordaba cómo se había tensado el cable al subirla a bordo. La curiosidad pudo más que su fingida indiferencia.
– ¿Puedo preguntarle qué hay en el interior?
Gottschalk siguió mirando la caja.
– Una pieza arqueológica destinada a un museo -contestó vagamente.
– Debe ser muy valiosa -insinuó Church.
Gottschalk no respondió. Algo en el borde de la tapa le había llamado la atención. Se caló un par de gafas para leer y miró a través de los cristales. Le temblaron las manos y se puso rígido.
– ¡Ha sido abierta! -jadeó.
– No es posible -dijo Church-. La tapa está tan fuertemente asegurada con cadenas que los eslabones habrán mellado sus bordes.
– Pero mire aquí -dijo el otro, señalando-. Puede ver las marcas de la palanca con que fue forzada la tapa.
– Probablemente, estas señales se produjeron al ser cerrada la caja.
– No estaban aquí cuando yo la comprobé hace dos días -dijo firmemente Gottschalk-. Alguien de su tripulación ha manipulado esto.
– Su preocupación es vana. ¿Qué tripulante podría interesarse en un objeto viejo que al menos debe pesar dos toneladas? Además, ¿quién, aparte de usted, tiene la llave de los candados?
Gottschalk se hincó de rodillas y tiró de uno de los candados. Éste se desprendió y le quedó en la mano. En vez de acero, había sido tallado en madera. Ahora pareció aterrorizado. Se levantó despacio, como hipnotizado, miró furiosamente a su alrededor y pronunció una palabra:
– Zanona.
Fue como el principio de una pesadilla. Los sesenta segundos siguientes fueron horribles. El asesinato del cónsul general se cometió con tanta rapidez que Church se quedó como petrificado, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos.
Una figura saltó desde la sombra sobre la caja. Vestía el uniforme de marinero de la Armada, pero las características raciales de sus cabellos negros, gruesos y lisos, de los pómulos salientes, de los ojos extremadamente oscuros e inexpresivos, eran innegables.
Sin hacer el menor ruido, el indio sudamericano hundió algo parecido a una lanza en el pecho de Gottschalk, hasta que la punta sobresalió un palmo del cuerpo, por debajo del omóplato. El cónsul general no cayó inmediatamente. Volvió lentamente la cabeza y miró a Church, desorbitados los ojos que ya no veían. Trató de decir algo, pero no pudo articular una palabra; solamente se oyó una especie de tos horrible, gutural, que tiñó de rojo sus labios y su barbilla. Cuando empezaba a caer, el indio apoyó un pie en su pecho y arrancó la lanza.