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– Entonces, todos estamos de acuerdo en que Selenos 4 y sus cosmonautas yacen en alguna parte del fondo del mar -Antonov hizo una pausa para expeler un anillo de humo-. La cuestión con que nos enfrentamos ahora es: ¿reconocemos la probabilidad de que los americanos hayan establecido una base en la Luna? Y si es así, ¿qué tenemos que hacer?

– Yo creo que la probabilidad existe -aseguró Yasenin, con convicción.

– No podemos ignorar la posibilidad -concedió Polevoi.

Antonov miró fijamente a Kornilov.

– ¿Qué dice usted, Sergei?

– Selenos 8, nuestra primera nave lunar tripulada que debe alunizar, tiene fijado su lanzamiento para dentro de siete días -respondió lentamente Kornilov-. No podemos anular la misión, como hicimos cuando se nos adelantaron los americanos con su programa Apolo. Como nuestros líderes no consideraron glorioso que fuésemos la segunda nación que pusiera hombres en la Luna, metimos el rabo entre las patas y abandonamos. Fue un gran error colocar la ideología política por encima de los logros científicos. Ahora tenemos un vehículo pesado capaz de colocar toda una estación espacial, con una tripulación de ocho hombres, sobre suelo lunar. Los beneficios, en términos de propaganda y de ventajas militares, son inconmensurables. Si nuestra meta última es conseguir una ventaja permanente en el espacio y llegar antes que los americanos a Marte, debemos seguir adelante. Propongo programar los sistemas de guía de Selenos 8 de manera que alunice a poca distancia del lugar donde se hallaban los astronautas en el cráter, y que nuestros hombres los eliminen.

– Estoy totalmente de acuerdo con Kornilov -dijo Yasenin-. Los hechos hablan por sí solos. Los americanos han emprendido activamente una agresión imperialista en el espacio. Las fotografías que hemos estudiado demuestran que han destruido ya una de nuestras naves espaciales y asesinado a su tripulación. Y estoy convencido de que los cosmonautas de Selenos 5 y 6 tuvieron el mismo fin. Los americanos han extendido sus planes imperialistas hasta la Luna, para reclamarla como propia. La prueba es inequívoca. Nuestros cosmonautas serán atacados y asesinados cuando intenten plantar la estrella roja en suelo lunar.

Hubo una prolongada pausa. Nadie decía lo que pensaba.

Polevoi fue el primero en romper el pensativo silencio.

– Así, usted y Kornilov proponen que ataquemos primero.

– Sí -dijo acaloradamente Yasenin-. Sería algo caído del cielo. Capturando la base lunar americana y su tecnología científica intacta, adelantaríamos en diez años nuestro propio programa espacial.

– La Casa Blanca montaría seguramente una campaña de propaganda y nos condenaría ante los ojos del mundo como hizo con el incidente del vuelo KAL 007 -protestó Polevoi.

– No dirán nada -le aseguró Yasenin-. ¿Cómo podrían anunciar la captura de algo que no se sabe que exista?

– El general tiene razón -dijo Antonov.

– Dése cuenta de que podríamos ser culpables de desencadenar una guerra en el espacio -advirtió Polevoi.

– Los Estados Unidos han atacado primero. Nuestro sagrado deber es tomar represalias -Yasenin se volvió a Antonov-. Pero es usted quien ha de decidir.

El presidente de la Unión Soviética volvió a contemplar el fuego. Después dejó el cigarro habano en un cenicero y observó con asombro sus manos temblorosas. Su cara, ordinariamente colorada, tenía ahora un color gris. El presagio no podía ser más claro. Los demonios eran superiores en número a las fuerzas del bien. Una vez se emprendiese la acción, ésta se desarrollaría sin que él pudiese controlarla. Sin embargo, no podía permitir que el país fuese abofeteado por los imperialistas. Por fin se volvió a los reunidos en el salón y asintió cansadamente con la cabeza.

– Sea todo por la Madre Rusia y por el Partido -dijo solemnemente-. Armen a los cosmonautas y ordénenles que ataquen a los americanos.

17

Después de presentarse al doctor Mooney y de otras ocho presentaciones y tres aburridas conversaciones, Hagen estaba sentado en una pequeña oficina tecleando febrilmente en una calculadora. Los científicos prefieren los ordenadores, y los ingenieros, las calculadoras digitales; pero los contables siguen el estilo Victoriano. Todavía prefieren las máquinas calculadoras tradicionales con botones del tamaño del pulgar y cintas de papel donde se imprimen los totales.

El interventor era un censor jurado de cuentas, graduado en Ciencias Empresariales en la Universidad de Texas, y ex hombre de la Marina. Y tenía sus títulos y las fotografías de los barcos en que había servido colgados de los paneles de roble de la pared, para demostrarlo. Hagen había detectado cierta inquietud en los ojos de aquel hombre, pero no más de lo que había esperado de un director financiero que tenía a un auditor del Gobierno husmeando en su territorio privado.

Pero no había recelado ni vacilado cuando Hagen le había pedido comprobar el registro de llamadas telefónicas de los últimos tres años. Aunque su experiencia contable en el Departamento de Justicia se había limitado a fotografiar libros de contabilidad en plena noche, conocía bastante la jerga para expresarse en ella. Cualquiera que se hubiese asomado a la oficina en que se hallaba y visto cómo garrapateaba notas y examinaba atentamente la cinta de la máquina calculadora habría pensado que era un viejo profesional.

Los números en la cinta eran exactamente esto: números. Pero las notas que tomaba consistían en un metódico diagrama del emplazamiento y los ángulos visuales de las cámaras de TV de seguridad instaladas entre aquella oficina y la de Mooney. También escribió dos nombres y añadió varias anotaciones al lado de cada uno. El primero era Raymond LeBaron y el segundo Leonard Hudson. Pero ahora tenía un tercero: Gunnar Eriksen.

Estaba seguro de que Eriksen había simulado su muerte lo mismo que Hudson y se había alejado del mundo de los vivos para trabajar en el proyecto de la Jersey Colony. También sabía que Hudson y Eriksen no habrían cortado por entero sus lazos con el Laboratorio Pattenden. Sus instalaciones y su personal eficiente de jóvenes científicos eran demasiado importantes para prescindir de ellos. Tenía que haber un canal subterráneo con el «círculo privado».

Los registros telefónicos de una institución donde había tres mil empleados llenaban varias cajas de cartón. El control era muy severo. Todos los que empleaban el teléfono para llamadas oficiales o personales tenían que llevar un diario de sus llamadas. Hagen no estaba dispuesto a examinarlos todos. Esta labor habría requerido semanas. Solamente le interesaban los asientos en las agendas mensuales de Mooney, en especial las que se referían a comunicaciones a larga distancia.

Hagen no era físico, ni tan preciso como algunos conocidos suyos que tenían un don especial para detectar cualquier irregularidad, pero sí que tenía un instinto especial para encontrar cosas ocultas, que raras veces le fallaba.

Copió seis números a los que había llamado Mooney más de una vez en los últimos noventa días. Dos de estos números correspondían a llamadas personales, y cuatro eran oficiales. Las probabilidades eran remotas. Sin embargo, era la única manera de encontrar una pista que condujese a otro miembro del «círculo privado».

Siguiendo las normas, descolgó el teléfono y llamó a la centralita del Laboratorio Pattenden, pidiendo línea abierta y prometiendo anotar todas sus llamadas. Era tarde y la mayoría de los números de la lista resultaron corresponder a teléfonos del Medio Oeste o de la Costa Este. Su horario llevaba dos o tres horas de adelanto y probablemente las oficinas estarían cerradas; pero de todos modos empezó tercamente a llamar.

– Centennial Supply -anunció una voz masculina en tono cansado.

– Hola, ¿hay alguien ahí esta noche?

– La oficina está cerrada. Éste es el servicio donde recibimos encargos durante las veinticuatro horas del día.