Выбрать главу

– Me llamo Judge y estoy a las órdenes del Gobierno Federal -dijo Hagen, empleando su falsa identidad para el caso de que el teléfono estuviese intervenido-. Estamos realizando una auditoria del Laboratorio de Física Pattenden, en Bend, Oregón.

– Tendrá que llamar mañana, cuando abran las oficinas.

– Sí, lo haré. Pero, ¿puede decirme exactamente qué clase de negocios realiza Centennial Supply?

– Suministramos elementos especializados de electrónica para sistemas de registro.

– ¿Con qué fines?

– Principalmente de negocios. Vídeos para grabar reuniones importantes, experimentos de laboratorio, sistemas de seguridad. Y material audio para las secretarias. Cosas así, ya sabe.

– ¿Cuántos empleados tiene?

– Una docena.

– Muchísimas gracias -dijo Hagen-. Me ha sido de gran ayuda. Ah, otra pregunta. ¿Reciben muchos pedidos de Pattenden?

– En realidad, no. Cada par de meses nos piden una pieza para poner al día o modificar sus sistemas de vídeo.

– Gracias de nuevo. Adiós.

Hagen borró aquel número y probó de nuevo. Sus dos llamadas siguientes fueron respondidas por un ordenador automático. Uno correspondía a un laboratorio químico de la Universidad Brandéis, de Waltham, y el otro a una oficina no identificada de la Fundación Nacional para la Ciencia, de Washington. Anotó este último para llamar de nuevo por la mañana, y probó un número personal.

– Diga.

Hagen miró el nombre en el diario de Mooney.

– ¿Doctor Donald Fremont?

– Sí.

Hagen siguió la rutina de siempre.

– ¿Qué desea usted saber, señor Judge?

La voz de Fremont parecía la de un anciano.

– Estoy haciendo una comprobación sobre llamadas telefónicas a larga distancia. ¿Le ha llamado alguien de Pattenden durante los tres últimos meses? -preguntó Hagen, mirando las fechas de las llamadas y haciéndose el tonto.

– Pues sí, el doctor Earl Mooney. Fue alumno mío en Stanford. Yo me jubilé hace cinco años, pero todavía estamos en contacto.

– ¿Tuvo también, por casualidad, un alumno llamado Leonard Hudson?

– Leonard Hudson -repitió el hombre, como tratando de recordar-. Le vi en un par de ocasiones. Pero no estuvo en mi clase. Era de una época anterior a la mía, de antes de que yo ejerciese en Stanford. Cuando él estudiaba allí, yo estaba enseñando en la USC.

– Gracias, doctor. No le molestaré más.

– De nada. Siempre a su disposición.

Tachó el cuarto número. El nombre siguiente del diario era el de un tal Anson Jones. Probó de nuevo, sabiendo que la cosa no sería fácil y que, para acertar, necesitaría una buena dosis de suerte.

– Diga.

– Señor Jones, soy Judge.

– ¿Quién?

– Thomas Judge. Trabajo para el Gobierno Federal y estamos haciendo una auditoria en el Laboratorio de Física Pattenden.

– El nombre de Pattenden me es desconocido. Debe de haberse equivocado de número.

– ¿Le dice algo el nombre del doctor Earl Mooney?

– Nunca le había oído nombrar.

– Ha llamado tres veces a su número durante los últimos dos meses.

– Debe ser un error de la compañía telefónica.

– Pero usted es Anson Jones, prefijo tres cero tres, número cinco cuatro siete…

– Se equivoca de nombre y de número.

– Antes de que cuelgue, tengo un mensaje para usted.

– ¿Qué mensaje?

Hagen hizo una pausa y después dijo:

– Dígale a Leo que Gunner quiere que pague el avión. ¿Lo ha entendido?

Se hizo un silencio en el otro extremo de la línea, y después:

– Es una broma estúpida, ¿no?

– Adiós, señor Jones.

Aquello olía mal.

Llamó a un sexto número, para salvar las apariencias. Le respondió un contestador automático de una agencia de cambio y bolsa. Nada.

Entusiasmo; esto era lo que sentía. Y se entusiasmó todavía más al resumir sus notas. Mooney no era uno de los del «círculo privado», pero estaba relacionado con él; era un subordinado a las órdenes del alto mando.

Marcó un número de Chicago y esperó. Después de cuatro llamadas, contestó una voz suave de mujer:

– Drake Hotel.

– Me llamo Thomas Judge y quiero reservar una habitación para mañana por la noche.

– Un momento; le pongo con reservas.

Hagen repitió su petición de reserva al encargado. Cuando éste le pidió el número de su tarjeta de crédito para reservarle la habitación, dio el número de teléfono de Anson Jones a la inversa.

– Queda hecha la reserva, señor.

– Gracias.

¿Qué hora era? Una mirada a su reloj le dijo que faltaban ocho minutos para la medianoche. Cerró la cartera y la introdujo debajo de su abrigo. Sacó un encendedor de un bolsillo y extrajo sus piezas interiores. A continuación, sacó de una raja en el faldón del abrigo una fina varilla de metal con un espejo en un extremo.

Se acercó a la puerta. Sujetando la cartera entre las rodillas, se detuvo a poca distancia del umbral, enfocó el espejito arriba y abajo del pasillo. No había nadie. Volvió el espejo hasta que reflejó el monitor de televisión en el extremo del corredor. Entonces colocó el encendedor de manera que saliese ligeramente del marco de la puerta y apretó la palanca.

En el cuarto de seguridad de detrás del vestíbulo principal, la pantalla de uno de los televisores quedó de pronto en blanco. El guardia que estaba en la consola empezó a comprobar rápidamente los circuitos.

– Tengo un problema con el número doce -anunció.

Su supervisor se levantó de una mesa, se acercó y observó el monitor.

– Una interferencia. Los científicos del laboratorio de electro-física deben de haber vuelto a las andadas.

De pronto cesó la interferencia y seguidamente se produjo en otro monitor.

– Esto es curioso -dijo el supervisor-. Nunca había visto que se produjesen en serie.

Al cabo de unos segundos, la pantalla volvió a funcionar, mostrando solamente un corredor vacío. Los guardias se seguridad se miraron y se encogieron de hombros.

En cuanto hubo entrado y cerrado la puerta del despacho de Mooney, Hagen apagó el aparatito eléctrico que había causado las interferencias. Se acercó sin ruido a la ventana y corrió las cortinas. Se puso un par de finos guantes de plástico y encendió la luz del techo.

Hagen era maestro en la técnica de registrar una habitación. Prescindió de lo evidente: cajones, archivos, libretas de direcciones y números de teléfono. Fue directamente a una librería y encontró lo que buscaba en menos de siete minutos.

Mooney podía ser uno de los físicos más eminentes de la nación, pero había sido como un libro abierto para Hagen. La pequeña libreta estaba oculta dentro de un libro titulado Celestial Mechantes in True Perspective, de Horace DeLiso. El contenido estaba en una clave que empleaba ecuaciones. Era griego para Hagen, pero no se dejó engañar sobre su significación. Normalmente habría fotografiado las páginas y dejado la libreta en su sitio; pero esta vez se la metió simplemente en el bolsillo, comprendiendo que no hubiese podido hacer descifrar a tiempo el texto.

Los guardias estaban todavía atareados con los monitores cuando Judge se acercó al mostrador.

– ¿Quieren que firme el comprobante de salida? -dijo, con una sonrisa.

El jefe de seguridad se acercó a él, con una expresión interrogadora en el semblante.

– ¿Viene usted de administración?

– Sí.

– No le hemos visto en la pantalla de seguridad.