– Esto es ridículo -saltó Gunn.
Pitt se encogió de hombros.
– Pues, no lo sé. Yo voto por ella.
– ¡No lo dirás en serio!
– ¿Por qué no? -replicó Pitt, con una sardónica sonrisa-. Yo creo firmemente en la igualdad de derechos. Ella tiene tanto derecho a matarse como nosotros.
El personal de tierra permaneció silencioso, como si estuviese ante un féretro, siguiendo con la mirada al viejo dirigible que se elevaba bajo los rayos del sol naciente. De pronto, la aeronave empezó a caer. Todos contuvieron el aliento cuando la rueda de aterrizaje rozó la cresta de una ola. Entonces rebotó lentamente y luchó por elevarse.
– Arriba, pequeño, ¡arriba! -murmuró ansiosamente alguien.
El Prosperteer se elevó a sacudidas, unos pocos metros cada vez, hasta que por fin se niveló a una altura segura. Los hombres de tierra observaron inmóviles hasta que el dirigible se convirtió en una pequeña mancha oscura sobre el horizonte. Y siguieron allí cuando se hubo perdido de vista, instintivamente silenciosos, sintiendo miedo en el fondo de sus corazones. Hoy no habría partido de balonvolea. Subieron todos al camión de mantenimiento, sobrecargando el sistema de acondicionamiento de aire y apiñándose alrededor de la radio.
El primer mensaje llegó a las siete. Pitt explicó el motivo de la accidentada elevación. Jessie no había compensado lo bastante la falta de fuerza de sustentación ocasionada por el peso de Giordino y Gunn a bordo.
Desde entonces hasta las catorce, Pitt mantuvo abierta la frecuencia y sostuvo un diálogo fluido, comparando sus observaciones con las que habían sido transmitidas durante el vuelo de LeBaron.
El jefe del personal de tierra levantó el micrófono.
– Prosperteer, aquí la casa de la Abuela. Cambio.
– Adelante, Abuela.
– Puede darme su última posición satélite V1KOR.
– Roger. Lectura VIKOR H3608 por T8090.
El jefe comprobó rápidamente la posición en una carta.
– Prosperteer, parece que van bien. Les sitúa a cinco millas al sur de Guinchos Cay, en el Bahama Bank. Cambio.
– Yo leo lo mismo, Abuela.
– ¿Cómo están los vientos?
– A juzgar por las crestas de las olas, yo diría que han subido a fuerza 6 en la escala de Beaufort.
– Escuche, Prosperteer. La Guardia Costera ha emitido un nuevo boletín sobre Evita. Ha doblado la velocidad y girado hacia el este. Hay alarma de huracán en todas las Bahamas del sur. Si sigue el curso actual, llegará a la costa oriental de Cuba esta tarde. Repito: Evita ha girado al este y avanza en su dirección. Den por acabado su trabajo y vuelvan rápidamente a casa.
– Lo haremos, Abuela. Ponemos rumbo a los Cayos.
Pitt guardó silencio durante la media hora siguiente. A las catorce treinta y cinco, el jefe del personal de tierra llamó de nuevo:
– Responda, Prosperteer. Aquí la casa de la Abuela. ¿Me reciben?
Nada.
El aire sofocante del interior del camión pareció enfriarse súbitamente, cuando la aprensión y el miedo asaltaron al personal. Los segundos se hicieron eternos, convirtiéndose en minutos, mientras el jefe trataba desesperadamente de comunicar con el dirigible.
Pero el Prosperteer no respondía.
El jefe del personal de tierra soltó el micrófono y salió del camión, pasando entre sus pasmados hombres. Corrió hacia el coche aparcado y abrió febrilmente una portezuela de atrás.
– ¡Han desaparecido! Les hemos perdido, ¡como la última vez!
El hombre que estaba sentado a solas en el asiento de atrás se limitó a asentir con la cabeza.
– Continúe intentando establecer comunicación con ellos -dijo pausadamente.
Mientras el hombre volvía corriendo a la radio, el almirante James Sandecker descolgó un teléfono de un compartimiento disimulado e hizo una llamada.
– Señor presidente.
– Diga, almirante.
– Han desaparecido.
– Comprendido. He dado instrucciones al almirante Clyde Monfort de la Fuerza Conjunta del Caribe. Ha puesto ya en estado de alerta a barcos y aviones alrededor de las Bahamas. En cuanto colguemos, le ordenaré que inicie una operación de búsqueda y salvamento.
– Por favor, dígale a Montfort que se dé prisa. También me han informado de que el Prosperteer desapareció en un lugar donde se preveía un huracán.
– Vuelva a Washington, almirante, y no se preocupe. Su gente y la señora LeBaron serán encontrados y recogidos dentro de pocas horas.
– Trataré de compartir su optimismo, señor presidente. Muchas gracias.
Si había una doctrina en la que creía Sandecker de todo corazón era: «No te fíes nunca de la palabra de un político.» Hizo otra llamada desde su automóvil.
– Aquí el almirante James Sandecker. Quisiera hablar con el almirante Monfort.
– En seguida, señor.
– Jim, ¿eres tú?
– Hola, Clyde. Me alegro de oír tu voz.
– Caray, hace casi dos años que no nos hemos visto. ¿Qué se te ofrece?
– Dime una cosa, Clyde. ¿Te han dado la voz de alerta para una misión de salvamento en las Bahamas?
– ¿Dónde has oído tal cosa?
– Rumores.
– Para mí es una noticia. La mayor parte de nuestras fuerzas del Caribe están tomando parte de unas maniobras anfibias de desembarco en Jamaica.
– ¿En Jamaica?
– Un pequeño ejercicio para desentumecer los músculos y exhibir nuestra capacidad militar a los soviéticos y a los cubanos. Hace que Castro se sienta desconcertado, temiendo que vamos a invadir su isla el día menos pensado.
– ¿Vamos a hacerlo?
– ¿Para qué? Cuba es la mejor campaña publicitaria de que disponemos para demostrar el tremendo fracaso económico del comunismo. Además, es mejor que sean los soviéticos y no nosotros quienes tiren un millón de dólares diarios en el retrete de Castro.
– ¿No has recibido ninguna orden de no perder de vista a un dirigible que emprendió un vuelo desde los Cayos esta mañana?
Se hizo un ominoso silencio en el otro extremo de la línea.
– Probablemente no debería decirte esto, Jim, pero recibí una orden verbal concerniente al dirigible. Me dijeron que mantuviese nuestros barcos y nuestros aviones lejos de los Bahama Banks y que interfiriese todas las comunicaciones procedentes de aquella zona.
– Esta orden, ¿venía directamente de la Casa Blanca?
– No abuses de tu suerte, Jim.
– Gracias por haberme hablado claro, Clyde.
– Siempre a tu disposición. Tenemos que vernos la próxima vez que yo esté en Washington.
– Lo espero con ilusión.
Sandecker colgó el teléfono, con el semblante enrojecido y echando chispas por los ojos.
– Que Dios les ayude -murmuró, apretando los dientes-. Nos la han pegado a todos.
19
La cara suave y de pómulos salientes de Jessie estaba tensa por el esfuerzo de luchar contra las ráfagas de viento y lluvia que zarandeaban el dirigible. Se le estaban entumeciendo los brazos y las muñecas de tanto manejar las válvulas y el timón de inclinación. Con el peso añadido de la lluvia, era casi imposible mantener en equilibrio y al nivel adecuado la oscilante aeronave. Empezaba a sentir la fría caricia del miedo.
– Tendremos que dirigirnos a la tierra más próxima -dijo, con voz insegura-. No podré mantenerlo mucho más tiempo en el aire, con esta tormenta.