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Pitt la miró.

– La tierra más próxima es Cuba.

– Vale más la cárcel que la muerte.

– Todavía no -replicó Pitt desde su asiento, a la derecha y un poco detrás de ella-. Aguante un poco más. El viento nos empujará hacia Key West.

– Con la radio estropeada, no sabrán dónde buscarnos si tenemos que caer al mar.

– Hubiese debido pensar en esto antes de derramar café en el transmisor y provocar un cortocircuito.

Ella le miró. Dios mío, pensó, es para volverse loca. Él estaba mirando por la ventanilla de estribor, contemplando tranquilamente el mar con unos gemelos. Giordino estaba observando por el lado de babor, mientras Gunn leía los datos de la computadora VIKOR de navegación y marcaba su rumbo en una carta. Con frecuencia, Gunn observaba también las marcas de la aguja del gradiómetro Schonstedt, un instrumento para detectar el hierro por mediación de la intensidad magnética. Parecía como si aquellos tres hombres no tuviesen la menor preocupación en el mundo.

– ¿No han oído lo que he dicho? -preguntó, desesperada, ella.

– Lo hemos oído -respondió Pitt.

– No puedo dominarlo con este viento. Es demasiado pesado. Tenemos que echar lastre o aterrizar.

– El último saco de lastre fue arrojado hace una hora.

– Entonces tiren esa chatarra que subieron a bordo -ordenó ella, señalando una montañita de cajas de aluminio fijadas en el suelo.

– Lo siento. Esta chatarra, como usted la llama, puede sernos muy útil.

– Pero estamos perdiendo altura.

– Haga todo lo que pueda.

Jessie señaló a través del parabrisas.

– Esa isla a estribor es Cayo Santa María. La tierra de más allá es Cuba. Voy a poner rumbo al sur y probar suerte con los cubanos.

Pitt se volvió, con una mirada resuelta en sus ojos verdes.

– Fue usted quien quiso intervenir en esta misión -dijo rudamente-. Quería ser un tripulante más. Ahora aguante.

– Emplee la cabeza, Pitt -saltó ella-. Si esperamos otra media hora, el huracán nos hará pedazos.

– Creo que he encontrado algo -gritó Giordino.,

Pitt se levantó y pasó al lado de babor.

– ¿En qué dirección?

Giordino señaló.

– Acabamos de pasar por encima. A unos doscientos metros a popa.

– Y es grande -dijo Gunn excitado-. La aguja del detector se sale de la escala.

– Gire a babor -ordenó Pitt a Jessie-. Llévenos por donde hemos venido.

Jessie no discutió. Contagiada súbitamente del entusiasmo del descubrimiento, sintió que desaparecía su cansancio. Aceleró y viró a babor, aprovechando el viento para invertir el rumbo. Una ráfaga azotó la cubierta de aluminio, haciendo que el dirigible se estremeciese y oscilase la barquilla. Después amainó la corriente de aire y el vuelo fue más suave a partir del momento en que las ocho aletas de la cola dieron la vuelta y el viento sopló desde la popa.

El interior de la cabina de mandos quedó en silencio como la cripta de una catedral. Gunn desenrolló la cuerda de la unidad sensible del gradiómetro hasta que pendió a ciento cincuenta metros de la panza del dirigible y rozó las crestas de las olas. Entonces volvió su atención al registro y esperó a que la aguja marcase una raya horizontal en el papel. Pronto empezó a oscilar arriba y abajo.

– Nos estamos acercando -anunció Gunn.

Giordino y Pitt, haciendo caso omiso del viento, se asomaron a las ventanillas. El mar estaba agitado y saltaba espuma de las crestas de las olas, dificultando la visión de las transparentes profundidades. Jessie las estaba pasando moradas, luchando con los mandos, tratando de reducir las violentas sacudidas y el balanceo del dirigible, que se comportaba como una ballena tratando de remontar los rápidos del río Colorado.

– ¡Ya lo tengo! -gritó de pronto Pitt-. Yace en dirección de norte a sur, a unos cien metros a estribor.

Giordino pasó al otro lado de la cabina de mandos y miró hacia abajo.

– Sí, también yo lo veo.

– ¿Podéis distinguir si lleva grúas? -preguntó Gunn.

– El perfil es claro, pero no puedo distinguir los detalles. Yo diría que está a unos veinticinco metros de la superficie.

– Más bien a treinta -dijo Pitt.

– ¿Es el Cyclops? -preguntó ansiosamente Jessie.

– Demasiado pronto para saberlo. -Se volvió a Gunn-. Marca la posición que indica el VIKOR.

– Posición marcada -dijo Gunn.

Pitt se dirigió a Jessie.

– Muy bien, piloto, hagamos otra pasada. Y esta vez, como tendremos el viento en contra, trate de acercarse al objetivo.

– ¿Por qué no me pide que convierta plomo en oro? -replicó ella.

Pitt se le acercó y la besó ligeramente en la mejilla.

– Lo está haciendo estupendamente. Aguante un poco más y la sustituiré en los mandos.

– No adopte ese aire protector -dijo malhumoradamente ella, pero sus ojos tenían una expresión cálida y desaparecieron las arrugas provocadas por la tensión alrededor de sus labios-. Dígame solamente dónde tengo que parar el autobús.

Muy voluntariosa, pensó Pitt. Por primera vez, sintió envidia de Raymond LeBaron. Se volvió y apoyó una mano en el hombro de Gunn.

– Emplea el clinómetro y mira si puedes obtener la medida aproximada de sus dimensiones.

Gunn asintió con la cabeza.

– Así lo haré.

– Si es el Cyclops -dijo Giordino con entusiasmo-, habrás hecho un cálculo magnífico.

– Mucha suerte mezclada con un poco de percepción -admitió Pitt-. Esto y el hecho de que Raymond LeBaron y Buck Caesar nos encaminaron hacia la meta. El enigma es por qué se encuentra el Cyclops fuera de la ruta corriente de navegación.

Giordino sacudió la cabeza.

– Probablemente nunca lo sabremos.

– Volvemos sobre el objetivo -informó Jessie.

Gunn midió la distancia con el clinómetro y después miró a través del ocular, midiendo la longitud del oscuro objeto sumergido. Consiguió mantener fijo el instrumento, mientras Jessie luchaba denodadamente contra el viento.

– No hay manera de medir exactamente la manga, porque es imposible verlo: el barco yace de costado -dijo, estudiando las calibraciones.

– ¿Y la eslora? -preguntó Pitt.

– Entre ciento setenta y ciento noventa metros.

– No está mal -dijo Pitt, visiblemente aliviado-. El Cyclops tenía ciento ochenta metros de eslora.

– Si bajásemos un poco más, podría conseguir medidas más exactas -dijo Gunn.

– Otra vez, Jessie -gritó Pitt.

– Creo que será imposible -dijo ella, levantando una mano de los mandos y señalando más allá de la ventanilla de delante-. Tenemos un comité de bienvenida.

Su expresión parecía tranquila, casi demasiado tranquila, mientras los hombres observaban con cierta fascinación cómo aparecía un helicóptero entre las nubes, treinta metros por encima del dirigible. Durante unos segundos, pareció suspendido allí inmóvil en el cielo, como un halcón acechando a una paloma. Después aumentó de tamaño al acercarse y volar paralelamente al Prosperteer. Gracias a los gemelos, pudieron ver claramente las caras hoscas de los pilotos y dos pares de manos que empuñaban armas automáticas asomando en la puerta lateral abierta.

– Han traído amigos -dijo brevemente Gunn.

Estaba apuntando sus gemelos a una lancha cañonera cubana que surcaba las olas a unas cuatro millas de distancia, levantando grandes surtidores de espuma.

Giordino no dijo nada. Arrancó las cintas que sujetaban las cajas y empezó a arrojar su contenido al suelo, con toda la rapidez que le permitían sus manos. Gunn se unió a él mientras Pitt empezaba a montar una pantalla de extraño aspecto.