Pitt, satisfecho, volvió la atención a su propia persona. Todas las articulaciones funcionaban debidamente, lo mismo que los músculos, y no parecía haberse dislocado nada. Sin embargo, no había salido ileso. Un purpúreo chichón estaba creciendo en su frente, y advirtió una extraña sensación de rigidez en el cuello. Combatió esta incomodidad con el consuelo de que nadie parecía estar sangrando. Habían escapado a la muerte por un pelo, y esto era ya bastante para un día. Lo menos que podían esperar era que no les atacasen los tiburones.
Pitt centró la atención en el problema inmediato: salir de la cabina de mandos. La puerta se había atrancado, lo cual no era extraño después de los golpes que había recibido. Se sentó en el suelo, agarró con ambas manos el combado marco y golpeó con los pies. Decir golpeó es una exageración. La presión del agua restaba empuje a sus piernas. Tuvo la impresión de que estaba tratando de hacer saltar el fondo de un enorme tarro de cola. Al sexto intento, cuando los talones y los dedos de los pies ya no podían aguantar más, el cerrojo cedió y la puerta se abrió lentamente hacia afuera.
Giordino fue el primero en salir, envuelta la cabeza en el torbellino de burbujas de su regulador de la respiración. Alargó los brazos hacia adentro, clavó los pies en la arena, se apercibió para resistir el dolor del pecho que estaba seguro de que sentiría, y dio un fuerte tirón. Con Pitt y Gunn empujando desde dentro, un voluminoso paquete pasó difícilmente por la puerta y cayó al suelo. Después, ocho depósitos de acero, conteniendo tres metros cúbicos de aire, pasaron a las manos expectantes de Giordino.
Dentro de la maltrecha cabina de mandos, Jessie luchaba por adaptar sus oídos a la presión del agua. La sangre zumbaba en su cabeza y sentía en ella un fuerte dolor que borraba la impresión de la caída. Se tapó la nariz y resopló furiosamente. Al quinto intento, se destaparon al fin sus oídos, y el alivio que sintió fue tan maravilloso que las lágrimas acudieron a sus ojos. Apretó los dientes sobre la boquilla y se llenó de aire los pulmones. Qué delicioso sería despertarse en su propia cama, pensó. Algo tocó su mano. Era otra mano, firme y de piel curtida. Levantó la mirada y vio los ojos de Pitt mirándola fijamente a través del cristal de la máscara; parecían fruncidos en una sonrisa. Él le indicó con la cabeza que le siguiese.
La condujo afuera, en el vasto y líquido vacío. Ella miró hacia arriba, observando las burbujas sibilantes que ascendían en remolinos hacia la agitada superficie. A pesar de la turbulencia de ésta, había en el fondo una visibilidad de casi sesenta metros y podía ver claramente y en toda su longitud el armazón de la aeronave yaciendo a poca distancia de la cabina de mandos. Gunn y Giordino se habían perdido de vista.
Pitt le hizo ademán de que esperase junto a los depósitos de aire y el extraño paquete. Observó la brújula que llevaba en la muñeca izquierda y se alejó nadando en aquella bruma azul. Jessie se tambaleó, ingrávida, sintiendo en la cabeza una ligera impresión de narcosis por nitrógeno. La invadió una abrumadora sensación de soledad, pero se desvaneció rápidamente al ver a Pitt que volvía. Éste le hizo señal de que le siguiese y, después, se volvió y empezó a nadar despacio. Pataleando para vencer la resistencia del agua, Jessie no tardó en alcanzarle.
El fondo de arena blanca del mar fue sustituido por bancos de coral habitados por una gran variedad de peces de extrañas formas. Sus brillantes colores naturales eran amortiguados hasta convertirse en un gris suave, por la absorción de las partículas de agua que filtraban el rojo, el naranja y el amarillo, dejando pasar únicamente el verde y el azul. Nadaron agitando las aletas y manteniéndose a sólo una braza por encima de la fantástica y exóticamente moldeada jungla submarina, observados con curiosidad por un tropel de pequeños angelotes, orbes y peces trompeta. La divertida escena recordó a Pitt los niños que observaban los grandes globos en forma de personajes de historietas que desfilan por Broadway el Día de Acción de Gracias.
De pronto, Jessie clavó los dedos en la pierna de Pitt y señaló hacia arriba. Allí, nadando perezosamente, a sólo veinte pies de distancia, había una bandada de barracudas. Debía haber dos centenares de ellas y ninguna medía menos de un metro de largo. Se volvieron al unísono y empezaron a dar vueltas alrededor de los submarinistas con muestras de curiosidad en sus redondos ojos. Después decidieron por lo visto que no valía la pena perder el tiempo, por Pitt y Jessie, por lo que se alejaron en un abrir y cerrar de ojos y se perdieron de vista.
Cuando Pitt se volvió, vio cómo aparecía Rudi Gunn, saliendo de la cortina azul. Gunn se detuvo y les hizo señas de que se acercasen a toda prisa. Entonces hizo con los dedos la señal de la victoria.
El significado estaba claro. Gunn movió vigorosamente una de las aletas y ascendió rápidamente en diagonal hasta encontrarse a unos diez metros por encima del banco de coral. Pitt y Jessie le siguieron inmediatamente.
Habían nadado casi cien metros cuando Gunn se detuvo de pronto, invirtiendo el cuerpo en posición vertical, y alargó una mano, con un dedo ligeramente doblado, señalando como una Parca.
Como un castillo encantado surgiendo entre la niebla de un pantano de Yorkshire, la forma fantástica del Cyclops se manifestó en la acuática penumbra, nefasta y siniestra, como si una fuerza indescriptible alentase en sus entrañas.
21
Pitt había visto muchos barcos naufragados y había sido el primero en inspeccionar el Titanic, pero al contemplar ahora el perdido y legendario buque fantasma, le asaltó un temor casi supersticioso. El hecho de que fuera la tumba de más de trescientos hombres aumentaba su maligna aureola.
El barco hundido yacía sobre el costado de babor con una inclinación de unos veinticinco grados, con la proa apuntando hacia el norte. No tenía el aspecto de algo destinado a descansar en el fondo del mar, y la madre naturaleza había tendido sobre el intruso de acero un velo de sedimentos y organismos marinos.
El casco y la superestructura estaban cubiertos de toda clase de productos del mar: esponjas, lapas, anémonas floridas, plumosos helechos marinos y largas algas que oscilaban graciosamente con la corriente como brazos de bailarinas. Salvo por la deformada proa y tres grúas desprendidas, el barco estaba sorprendentemente intacto.
Encontraron a Giordino muy atareado raspando las adherencias de un pequeño sector debajo de la barandilla de popa. Se volvió cuando ellos se acercaron y les mostró el fruto de su trabajo. Había dejado al descubierto las letras en relieve del nombre Cyclops.
Pitt miró la esfera naranja de su reloj sumergible Doxa. Le parecía una eternidad el tiempo transcurrido desde que el dirigible había caído, pero sólo habían pasado nueve minutos desde el momento en que habían salido nadando de la cabina de mandos. Era imperativo que conservasen el aire. Todavía tenían que registrar el barco y reservar las botellas de recambio para la descompresión. El margen de seguridad sería peligrosamente estrecho.
Comprobó el indicador de aire de Jessie y la miró a los ojos. Parecían claros y brillantes. Ella respiraba lenta y rítmicamente. Levantó el dedo pulgar y le hizo un guiño de coquetería. Por lo visto había olvidado de momento el peligro de muerte que habían corrido en el Prosperteer.