Выбрать главу

Él y sólo él elegiría, las personas que tenían que vivir en la Luna. No habría pilotos ni astronautas famosos residentes allí. Todo vuelo espacial sería dirigido por un control de tierra o por ordenadores. Solamente se incluirían hombres cuya especial competencia fuese vital para la construcción de la base. Además de Steinmetz, los tres primeros en establecer la colonia serían ingenieros solares y estructurales. Meses más tarde, se les reunieron un doctor biólogo, un ingeniero geoquímico y un horticultor. Otros científicos y técnicos les siguieron a medida que se creyeron necesarias sus dotes especiales.

Al principio, Steinmetz había sido considerado demasiado viejo. Tenía cincuenta y tres años cuando puso los pies en la Luna, y ahora tenía cincuenta y nueve. Pero Hudson y los otros miembros del «círculo privado» valoraban la experiencia más que la edad y nunca lamentaron su elección.

Ahora Hudson miró a Steinmetz en la pantalla de vídeo y vio que el hombre estaba sosteniendo una botella con una etiqueta dibujada a mano. A diferencia de los otros colonos, Steinmetz no llevaba barba y se afeitaba la cabeza. Tenía la piel morena y los ojos negros. Era un judío americano de la quinta generación, pero habría pasado inadvertido en una mezquita musulmana.

– ¿Qué te parece esto? -dijo Steinmetz-. Chateáu Lunar Chardonnay, 1989. No exactamente añejo. Sólo tuvimos uvas suficientes para hacer cuatro botellas. Hubiésemos debido permitir que las vides del invernadero madurasen otro año, pero nos impacientamos.

– Veo que incluso has hecho una botella para ti -observó Hudson.

– Sí, nuestra planta química piloto está ahora en pleno funcionamiento. Hemos aumentado nuestra producción hasta el punto de que podemos convertir casi dos toneladas de materiales del suelo lunar en noventa y cinco kilos de metal bastardo o doscientos treinta kilos de vidrio en quince días.

Steinmetz parecía estar sentado a una larga mesa plana en el centro de una pequeña cueva. Llevaba una fina camisa de algodón y unos shorts deportivos.

– Pareces estar muy fresco y cómodo -dijo Hudson.

– Dimos prioridad a esto cuando alunizamos -dijo Steinmetz, sonriendo-. ¿Te acuerdas?

– Sellar la entrada de la caverna y presurizar su interior de manera que pudieseis trabajar en una atmósfera confortable sin el engorro de los trajes espaciales.

– Después de llevar aquellos malditos trajes durante ocho meses, no puedes imaginarte el alivio que fue volver a llevar ropa normal.

– Murphy ha observado minuciosamente vuestra temperatura y dice que las paredes de la caverna están aumentando su grado de absorción de calor. Sugiere que enviéis un hombre fuera de ahí y que baje el ángulo de los colectores solares en medio grado.

– Cuidaré de ello.

Hudson hizo una pausa.

– Ahora ya falta poco, Eli.

– ¿Ha cambiado mucho la Tierra desde que me marché?

– Todo está igual; sólo que hay más contaminación, más tráfico, más gente.

Steinmetz se echó a reír.

– ¿Estás tratando de convencerme para otro período de servicio, Leo?

– Ni soñarlo. Cuando caigas del cielo, vas a ser el hombre más famoso desde los días de Lindbergh.

– Haré que todos nuestros documentos sean empaquetados y cargados en el vehículo de transferencia lunar veinticuatro horas antes de la partida.

– Espero que no pensarás descorchar tu vino lunar durante el viaje de vuelta a casa.

– No; celebraremos nuestra fiesta de despedida con tiempo suficiente para eliminar todo residuo alcohólico.

Hudson había tratado de andarse con rodeos, pero decidió que era mejor ir directamente al grano.

– Tendréis que enfrentaros con los rusos poco antes de partir -dijo, con voz monótona.

– Ya hemos pasado por eso -replicó con tono firme Steinmetz-. No hay motivos para creer que alunicen a menos de dos mil kilómetros de la Jersey Colony.

– Entonces, buscadles y destruidles. Tenéis las armas y el equipo necesarios para esta expedición. Sus científicos irán desarmados. Lo último que se imaginan es un ataque por parte de hombres que ya están en la Luna.

– Los muchachos y yo defenderemos de buen grado nuestra casa, pero no vamos a salir y matar a hombres desarmados que no sospechan ninguna amenaza.

– Escúchame, Eli -suplicó Hudson-. Existe una amenaza, una amenaza muy grave. Si los soviéticos descubren de algún modo la existencia de la Jersey Colony, pueden ir directamente a ella. Si tú y tu gente volvéis a la Tierra menos de veinticuatro horas después de que alunicen los cosmonautas, la colonia estará desierta y todo lo que hay en ella será una presa fácil.

– Lo comprendo igual que tú -dijo rudamente Steinmetz-, y lo aborrezco todavía más. Pero lo malo es que no podemos demorar nuestra partida. Hemos llegado al límite y lo hemos sobrepasado. No puedo ordenar a estos hombres que continúen aquí otros seis meses o un año, o hasta que tus amigos puedan enviar otra nave que nos lleve desde el espacio a un suave aterrizaje en nuestro mundo. Culpa a la mala suerte y a los rusos, que dejaron filtrar la noticia de su plan de alunizaje cuando era demasiado tarde para que alterásemos nuestro vuelo de regreso.

– La Luna nos pertenece por derecho de posesión -arguyó irritado Hudson-. Hombres de los Estados Unidos fueron los primeros en andar sobre su suelo, y nosotros fuimos los primeros en colonizar la Luna. Por el amor de Dios, Eli, no la entregues a un puñado de ladrones comunistas.

– Maldita sea, Leo, hay bastante Luna para todo el mundo. Además, esto no es exactamente el Jardín del Edén. Fuera de esta caverna la diferencia entre las temperaturas diurnas y las nocturnas pueden llegar a ser de hasta doscientos cincuenta grados Celsius. Dudo de que ni siquiera un casino de juego resultase atractivo aquí. Mira, aunque íos cosmonautas cayesen dentro de nuestra colonia, no encontrarían una buena fuente de información. Todos los datos que hemos acumulado los llevaremos con nosotros a la Tierra. Y lo que dejemos atrás podemos destruirlo.

– No seas imbécil. ¿Por qué destruir lo que puede ser utilizado por los próximos colonos, unos colonos permanentes que necesitarán todas las facilidades que puedan conseguir?

Steinmetz pudo ver, en la pantalla, el rostro enrojecido de Hudson a trescientos cincuenta y seis mil kilómetros de distancia.

– Mi posición es clara, Leo. Defenderemos Jersey Colony en caso necesario, pero no esperes que matemos a cosmonautas inocentes. Una cosa es disparar contra una sonda espacial no tripulada y otra muy distinta asesinar a otro ser humano por llegar a un suelo que tiene perfecto derecho a pisar.

Hubo un tenso silencio después de esta declaración, pero Hudson no había esperado menos de Steinmetz. Éste no era cobarde, sino todo lo contrario. Hudson había oído hablar de sus muchas peleas y riñas. Podía ser derribado, pero cuando se levantaba y hervía de furor, podía luchar como diez demonios encarnados.

Los que narraban sus hazañas habían perdido la cuenta de los clientes de tabernas a quienes había vapuleado. Hudson rompió el silencio.

– ¿Y si los cosmonautas soviéticos alunizan dentro de un radio de cincuenta kilómetros? ¿Creerás entonces que quieren ocupar Jersey Colony?

Steinmetz rebulló en su silla de piedra, reacio a someterse.

– Tendremos que esperar a verlo.

– Nadie ganó una batalla poniéndose a la defensiva -le amonestó Hudson-. Si alunizan a poca distancia y dan muestras de querer avanzar sobre la colonia, ¿aceptarás un compromiso y atacarás?

Steinmetz inclinó la afeitada cabeza.

– Ya que insistes en ponerme entre la espada y la pared, no me dejas alternativa.

– En esto se juega demasiado -dijo Hudson-. Desde luego, no puede elegir.