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La niebla se despejó en el cerebro de Pitt y, uno a uno, sus sentidos volvieron a la vida como luces de un tablero electrónico. Se esforzó en abrir los ojos y fijarlos en el objeto más próximo. Durante medio minuto contempló la piel arrugada de su mano izquierda y, después, la esfera naranja de su reloj sumergible, como si fuese la primera vez que la viese.
A la débil luz del crepúsculo, las saetas fluorescentes marcaban las seis y treinta y cuatro. Sólo habían pasado dos horas desde que habían escapado de la arruinada cabina de control. Más bien parecía una eternidad, y todo era irreal.
El viento seguía aullando, viniendo del mar con la velocidad de un tren expreso, y la espuma de las olas combinada con la lluvia le azotaba la espalda. Trató de incorporarse sobre las manos y las rodillas, pero tuvo la impresión de que sus piernas estaban sujetadas por cemento. Se volvió y miró hacia abajo. Estaban medio enterradas en la arena por la acción excavadora del reflujo.
Pitt yació allí unos momentos más, recobrando fuerzas, como un pecio arrojado a la playa. Las rocas se alzaban a ambos lados de él, como casas flanqueando un callejón. Su primera idea realmente consciente fue que Giordino había conseguido pasar a través del ojo de aguja en la barrera rocosa.
Entonces, entre los aullidos del viento, pudo oír que Jessie llamaba débilmente. Sacó las piernas y se puso de rodillas, balanceándose bajo el vendaval, escupiendo el agua salada que se había introducido en su nariz, en su boca y en su garganta.
Medio a rastras, medio andando a tropezones sobre la pegajosa arena, encontró a Jessie sentada, aturdida, con los cabellos lacios sobre los hombros, y la cabeza de Gunn descansando en su falda. Le miró con ojos absortos que se abrieron de pronto con inmenso alivio.
– Oh, gracias a Dios -murmuró, y la tormenta ahogó sus palabras.
Pitt le rodeó los hombros con los brazos y le dio un apretón tranquilizador. Después volvió su atención a Gunn.
Estaba medio inconsciente. El tobillo roto se había hinchado como una pelota de fútbol. Tenía una fea herida en la cabeza, por encima de la línea de los cabellos, y arañazos en todo el cuerpo producidos por el coral, pero estaba vivo y su respiración era honda y regular.
Pitt hizo pantalla con la mano y observó la playa. Giordino no aparecía por ninguna parte. Al principio, Pitt se negó a creerlo. Transcurrieron los segundos y permaneció como paralizado, inclinando el cuerpo contra el viento, mirando desesperadamente a través de la torrencial oscuridad. Vio un destello anaranjado en la curva de una ola que acababa de romper, e inmediatamente lo reconoció como los restos del bote hinchable. Era presa de la resaca, que lo llevaba mar adento, para ser empujado de nuevo por la ola siguiente.
Pitt entró en el agua hasta las caderas, olvidando las olas que rompían a su alrededor. Buceó debajo de la maltrecha embarcación y extendió las manos, tanteando a un lado y otro como un ciego. Sus dedos sólo encontraban tela desgarrada. Impulsado por una profunda necesidad de estar absolutamente seguro, empujó el bote hacia la playa.
Una ola grande le pilló desprevenido y le golpeó la espalda. De alguna manera, consiguió mantenerse en pie y arrastrar el bote hasta aguas poco profundas. Al disolverse y alejarse la capa de espuma, vio un par de piernas que salían de debajo del arruinado bote. La impresión, la incredulidad y una fantástica resistencia a aceptar la muerte de Giordino pasaron por su mente. Frenéticamente, olvidando la fuerza del huracán, acabó de rasgar los restos del bote hinchable y vio que el cuerpo de Giordino flotaba de pie, con la cabeza metida dentro de una cámara de flotación. Pitt sintió primero esperanza y después un optimismo que le sacudió como un puñetazo en el estómago.
Giordino podía estar todavía vivo.
Pitt arrancó el revestimiento interior y se inclinó sobre la cara de Giordino, temiendo en lo más hondo que estuviese azul y sin vida. Pero tenía color y respiraba entrecortada y superficialmente; pero respiraba. El pequeño y musculoso italiano había sobrevivido increíblemente gracias al aire encerrado en la cámara de flotación.
Pitt se sintió súbitamente agotado hasta la médula de los huesos. Agotado emocional y físicamente. Se tambaleó cuando una ráfaga de viento trató de derribarle. Sólo la firme resolución de salvar a todos le mantuvo en pie. Poco a poco, con la rigidez impuesta por miles de cortes y contusiones, pasó los brazos por debajo de Giordino y cargó con él. El peso muerto de los ochenta y cinco kilos de Giordino parecía una tonelada.
Gunn había vuelto en sí y estaba acurrucado junto a Jessie. Miró interrogadoramente a Pitt, que estaba luchando contra el viento bajo el cuerpo inerte de Giordino.
– Tenemos que encontrar un sitio donde resguardarnos -gritó Pitt, con voz enronquecida por el agua salada-. ¿Puedes andar?
– Yo le ayudaré -gritó Jessie, en respuesta.
Ciñó con ambos brazos la cintura de Gunn, afirmó los pies en la arena y lo levantó.
Jadeando por el peso de su carga, Pitt se dirigió a una hilera de palmeras que flanqueaban la playa. Cada seis o siete metros miraba hacia atrás. Jessie, de alguna manera, había conservado su máscara, de modo que era la única que podía mantener los ojos abiertos y ver claramente delante de ellos. Sostenía casi la mitad del peso de Gunn, mientras éste cojeaba a su lado, cerrados los ojos contra la punzante arena y arrastrando el pie hinchado.
Llegaron hasta los árboles, pero éstos no les resguardaron del huracán. El vendaval doblaba las copas de las palmeras hasta casi tocar el suelo, y sus hojas se desgarraban como papel en una máquina trituradora. Algunos cocos eran arrancados de sus racimos y caían con la velocidad y la peligrosidad de proyectiles de cañón. Uno de ellos rozó el hombro de Pitt, rasgando su piel desnuda. Era como si corriesen por la tierra de nadie en un campo de batalla.
Pitt mantenía la cabeza gacha e inclinada a un lado, observando el suelo directamente delante de él. De pronto se encontró delante una cerca de cadenas. Jessie y Gunn llegaron junto a él y se detuvieron. Pitt miró a derecha e izquierda, pero no vio ninguna abertura y estaba rematada por alambre espinoso inclinado en un fuerte ángulo. Pitt vio también un pequeño aislador de porcelana y comprendió que las cadenas estaban electrizadas.
– ¿Hacia donde iremos? -gritó Jessie.
– Guíanos tú -le gritó Pitt al oído-. Ya apenas veo nada.
Ella señaló con la cabeza hacia la izquierda y echó a andar, con Gunn cojeando a su lado. Avanzaron tambaleándose, azotados a cada paso por la fuerza implacable del viento.
Diez minutos más tarde, habían avanzado solamente cincuenta metros. Pitt no podía aguantar mucho más. Tenía los brazos entumecidos y casi no podía sostener a Giordino. Cerró los ojos y empezó a contar los pasos a ciegas, rozando la verja con el hombro para andar en línea recta, convencido de que el huracán tenía que haber cortado la corriente eléctrica.
Oyó que Jessie gritaba algo y entreabrió un ojo. Ella señalaba enérgicamente hacia delante. Pitt se puso de rodillas, tendió delicadamente el cuerpo de Giordino en el suelo y miró más allá de Jessie. Una palmera había sido arrancada de raíz por ei furioso viento y arrojada al aire como una monstruosa jabalina, y el árbol había caído sobre la cerca, aplastándola contra la arena.
Con espantonsa rapidez, cerró la noche y el cielo se volvió negro como el carbón. Pasaron a ciegas sobre la aplastada valla, como zánganos aturdidos, impulsados por el instinto y por una disciplina interior que les prohibía tumbarse en el suelo y darse por vencidos. Jessie llevaba la delantera, cojeando. Pitt había cargado a Giordino sobre sus hombros y asía con una mano la pretina del pantalón de baño de Gunn, no tanto para apoyarse como para no separarse de él.
Cien metros, otros cien, y, de pronto, Gunn y Jessie parecieron hundirse como si se los tragase la tierra. Pitt soltó a Gunn y cayó hacia atrás, gruñendo cuando todo el peso de Giordino le aplastó el pecho e hizo que se escapara todo el aire de sus pulmones. Después logró salir de debajo de Giordino y alargó una mano en la oscuridad hasta que encontró un vacío.