Su búsqueda reveló solamente que Fisher daba mucha importancia a la seguridad. Hagen no encontró nada en los cajones, los archivos o lugares ocultos que pudiesen resultar interesantes para un agente soviético o para él mismo. Decidió esperar a que el general diese por terminada su jornada de trabajo y registrar entonces su despacho en el Centro Espacial. AI salir por la puerta de atrás, la señora Fisher estaba hablando por teléfono y se limitó a despedirle con un ademán. Hagen se detuvo un momento y oyó que le decía al general que, cuando volviese a casa, hiciese una parada para comprar una botella de jerez.
Hagen guardó el bloc en la cartera y sacó de ésta una lata de Coca Cola sin calorías y un grueso bocadillo de salame con pepinillos cortados, envuelto en un papel encerado y con el nombre del establecimiento impreso en ambos lados. La temperatura de Colorado había refrescado considerablemente después de ponerse el sol detrás de las montañas Rocosas. La sombra de Pike's Peak se extendió sobre los llanos, cubriendo con su oscuro velo el paisaje.
Hagen no advirtió la belleza escénica que se desplegaba ante él a través del parabrisas. Le inquietaba demasiado el hecho de no tener un firme control sobre ningún miembro del «círculo privado». Tres de los nombres de su lista permanecían ocultos, Dios sabía dónde, y al cuarto debía considerarlo inocente mientras no se probase lo contrario. Solamente un número de teléfono y su instinto le hacían sospechar que Fisher intervenía en la conspiración de Jersey Colony. Tenía que estar absolutamente seguro, y, más importante aún, necesitaba desesperadamente una pista que le condujese al hombre siguiente.
Hagen interrumpió sus reflexiones al fijar la mirada en el espejo retrovisor. Un hombre con uniforme azul de oficial salía por la puerta lateral, que mantenía abierta un sargento de cinco galones, o comoquiera que llamase la Fuerza Aérea a sus suboficiales en aquellos días. El oficial era alto, de constitución atlética, llevaba cuatro estrellas en las hombreras y era muy apuesto, al estilo Gregory Peck. El sargento le acompañó hasta un coche azul de la Fuerza Aérea y abrió rápidamente la portezuela de atrás.
Algo en aquella escena disparó un resorte en la mano de Hagen. Se irguió en su asiento y se volvió para mirar osadamente por la ventanilla. Fisher se estaba inclinando para entrar en la parte de atrás de su automóvil y sostenía una cartera. Era esto lo que le había llamado la atención. No sostenía la cartera por el asa como hubiese parecido normal. Fisher la agarraba como una pelota de rugby, debajo del brazo y contra el costado del pecho.
Hagen no tuvo reparo en cambiar el plan que había proyectado cuidadosamente. Improvisó en el acto, olvidando rápidamente el registro del despacho de Fisher. Si su súbita inspiración no daba resultado, siempre podría volver atrás. Puso en marcha el motor y cruzó la zona de aparcamiento detrás del coche del general.
El chófer de Fisher llegó a la encrucijada y giró hacia la Autopista 94 con el semáforo en ámbar. Hagen se detuvo, hasta que menguó el tráfico. Entonces cruzó en rojo y aceleró hasta acercarse lo bastante al automóvil azul de la Fuerza Aérea como para distinguir la cara del chófer a través del espejo retrovisor. Mantuvo esta posición, para ver si se producía algún contacto visual. No se produjo ninguno. El sargento no era receloso y no comprobaba si le seguían. Hagen presumió con razón que aquel hombre no había sido instruido sobre tácticas defensivas contra un posible ataque terrorista.
Después de una ligera curva de la autopista, aparecieron las luces de un centro comercial. Hagen miró su velocímetro. El sargento viajaba a cinco millas por debajo de la velocidad máxima autorizada. Hagen cambió de carril y lo adelantó. Aceleró ligeramente y después redujo la marcha para entrar en la desviación que conducía al centro comercial, apostando a que en una de las tiendas venderían licores y a que el general Fisher no habría olvidado el encargo de su esposa de que comprase una botella de jerez.
El coche de la Fuerza Aérea pasó de largo.
– ¡Maldición! -murmuró Hagen.
Entonces se le ocurrió pensar que cualquier militar de servicio habría comprado el licor en la cantina de su base, donde lo vendían mucho más barato que en las tiendas.
Fue detenido unos segundos por una mujer que trataba de salir marcha atrás de su plaza en el parking. Cuando al fin pudo pasar, salió de nuevo a gran velocidad a la carretera. Afortunadamente, el coche de Fisher se había encontrado con un semáforo en rojo en el primer cruce y Hagen pudo alcanzarlo y adelantarlo de nuevo.
Pisó el acelerador a fondo, tratando de aumentar lo más posible la distancia entre los dos vehículos. Al cabo de dos kilómetros, giró hacia la estrecha carretera que conducía a la puerta principal de la Base Peterson de las Fuerzas Aéreas. Mostró su tarjeta de identificación al policía militar que permanecía rígido junto a la puerta, llevando un casco blanco, un pañuelo de seda del mismo color y una funda negra de cuero que contenía un revólver con culata de nácar.
– ¿Dónde está la cantina? -preguntó Hagen. El policía señaló y dijo:
– Recto hasta la segunda señal de stop. Entonces gire a la izquierda hacia el depósito de agua. Un gran edificio gris. No puede dejar de verlo.
Hagen le dio las gracias y arrancó en el momento en que el coche de Fisher se detenía detrás de él y era inmediatamente autorizado para cruzar la puerta. Tomándose tiempo, se mantuvo dentro del límite de velocidad de la base y entró en el parking de la cantina con sólo veinte metros de ventaja sobre Fisher. Se detuvo entre un Jeep Wagoneer y una camioneta Dodge con una caravana que ocultaba casi por entero a su coche. Salió de detrás del volante, apagando las luces pero conservando el motor en marcha.
El automóvil del general se había detenido, y Hagen se le acercó pausadamente y en línea recta, preguntándose si Fisher se apearía para comprar el jerez o enviaría al sargento a cumplir el encargo.
Hagen sonrió para sí. Hubiese debido saberlo. Desde luego, el general envió al sargento.
Hagen llegó al automóvil casi en el mismo momento en que el sargento entraba en la cantina. Miró rápidamente a su alrededor, para ver si alguna persona que estuviera esperando en un coche aparcado miraba casualmente en su dirección o si un comprador pasaba empujando un carrito cerca de allí. El viejo tópico «No hay moros en la costa» pasó por su mente.
Sin la menor vacilación ni pérdida de tiempo, Hagen sacó una pesada porra de goma de un bolsillo especial debajo de una manga de su cazadora, abrió la portezuela de atrás del automóvil y describió un breve arco con el brazo. Nada de saludos ni de conversación trivial. La porra alcanzó a Fisher exactamente en el mentón.
Hagen arrancó la cartera de encima de las rodillas del general, cerró la portezuela y volvió con naturalidad a su coche.
Desde el principio hasta el fin, la acción no había durado más de cuatro segundos.
Mientras se alejaba de la cantina en dirección a la puerta principal, calculó mentalmente el tiempo. Fisher estaría inconsciente durante treinta minutos o tal vez una hora. El sargento tardaría de cuatro a seis minutos en encontrar el jerez, pagarlo y volver al coche. Otros cinco minutos antes de que diese la señal de alarma, siempre que el sargento se diese cuenta de que el general estaba sin sentido en el asiento de atrás.
Hagen se sintió satisfecho de sí mismo. Habría cruzado la puerta principal y estaría a medio camino del aeropuerto de Colorado Springs antes de que la policía militar se enterase de lo que había ocurrido.
Una nevada prematura empezó a caer sobre el sur de Colorado poco después de la medianoche. Al principio la nieve se derretía al tocar el suelo, pero pronto se formó una capa de hielo sobre la que empezó a cuajar. Más hacia el este, los vientos arreciaron y las patrullas de carreteras de Colorado cerraron las carreteras regionales más estrechas debido a las condiciones atmosféricas.