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Dentro de un pequeño reactor Lear aparcado en el extremo de la terminal, Hagen se sentó a una mesa y estudió el contenido de la cartera del general Fisher. La mayor parte era material secreto que tenía que ver con las operaciones cotidianas del centro espacial. Un legajo de papeles se refería al vuelo de la nave espacial Gettysburg, que había sido lanzada hacía sólo dos días de la Base Vandenberg de la Fuerza Aérea, en California. Le divirtió encontrar, en uno de los compartimentos de la cartera, una revista pornográfica. Pero la pieza más importante era una libreta encuadernada en cuero negro y que contenía un total de treinta y nueve nombres y números de teléfono. Ninguna dirección y ninguna nota; solamente los nombres y los números, divididos en tres secciones. En la primera, había catorce; en la segunda, diecisiete, y en la tercera, ocho.

Ninguno de ellos llamó la atención a Hagen. Posiblemente no eran más que amigos o compañeros de Fisher. Miró la tercera lista, cuando el cansancio hacía que su visión se tornase confusa.

De pronto, el primer nombre cobró relieve. No el apellido, sino el nombre.

Sorprendido, contrariado de que se le hubiese pasado por alto algo tan sencillo, una clave tan evidente que a nadie habría engañado, copió la lista en su bloc y completó tres de los nombres añadiendo el apellido correcto.

Gunnar Monroe/Eriksen

Irwin Dupuy

Leonard Murphy/Hudson

Daniel Klein

Steve Larson

Ray Sampson/LeBaron

Dean Beagle

Clyde Ward

Ocho nombres en vez de nueve… Finalmente, Hagen sacudió la cabeza, sorprendido de la lentitud con que había captado el hecho evidente de que habría sido inverosímil que el general Clark Fisher hubiese incluido su propio nombre en una lista de teléfonos.

Casi había llegado a la meta, pero su entusiasmo era mitigado por la fatiga; no había dormido en veintidós horas. La arriesgada empresa de robar la cartera del general Fisher había producido resultados inesperados. En vez de una pista, tenía cinco, todos los restantes miembros del «círculo privado». Ahora lo único que tenía que hacer era comprobar los primeros nombres con los números de teléfono, y el éxito sería completo.

Pero todo esto no eran más que ilusiones. Había cometido un error de aficionado al mencionar al general Clark Fisher, alias Anson Jones, por teléfono desde el Laboratorio Pattenden. Le había parecido que era una astuta maniobra encaminada a inducir a los conspiradores a cometer una equivocación y darle una oportunidad. Pero ahora se daba cuenta de que no era más que engreimiento mezclado con una buena dosis de estupidez.

Fisher pondría sobre aviso al «círculo privado», si no lo había hecho ya, pero ahora nada podía hacer Hagen. El daño estaba hecho. No tenía más remedio que lanzarse de cabeza.

Estaba mirando a lo lejos cuando el piloto del avión entró en el compartimiento principal de la cabina.

– Disculpe que le interrumpa, señor Hagen, pero se espera que arrecie la nevada. La torre de control acaba de informarme de que van a cerrar el aeropuerto. Si no emprendemos ahora el vuelo, tal vez no podremos hacerlo hasta mañana por la tarde.

Hagen asintió con la cabeza.

– Sería una tontería quedarnos aquí.

– ¿Quiere darme el punto de destino?

Hubo una breve pausa mientras Hagen miraba sus notas escritas a mano en el bloc. Decidió dejar a Hudson para el final. Además, Eriksen, Hudson y Daniel Klein o quienquiera que fuese, todos tenían el mismo prefijo en el teléfono. Reconoció el prefijo detrás del nombre de Clyde Ward y se decidió por éste, simplemente porque se hallaba a sólo unos pocos cientos de millas al sur de Colorado Springs.

– Albuquerque -dijo al fin.

– Sí, señor -respondió el piloto-. Si se abrocha el cinturón, despegaremos dentro de cinco minutos.

En cuanto hubo desaparecido el piloto en la cabina de mandos, Hagen se quitó los shorts y se tumbó en una blanda litera. Estaba profundamente dormido antes de que las ruedas del avión se elevasen de la pista cubierta de nieve.

26

El miedo que inspiraba Dan Fawcett, jefe de personal del presidente, dentro de la Casa Blanca, era enorme. La suya era una de las posiciones de más poder en Washington. Era el guardián del sanctasanctórum. Virtualmente, todos los documentos o memorándums enviados al presidente pasaban por sus manos. Y nadie, ni siquiera los miembros del Gabinete y los líderes del Congreso, podía entrar en el Salón Oval sin la aprobación de Fawcett.

Nunca había nadie, fuese de rango inferior o superior, que se negase a aceptar un no como respuesta. Por consiguiente, no supo cómo reaccionar al mirar desde su mesa los ojos ardientes de indignación del almirante Sandecker. Fawcett no recordaba haber visto a un hombre tan encolerizado y tuvo la impresión de que el almirante estaba poniendo en juego todo su sentido de la disciplina para dominar su ira.

– Lo siento, almirante -dijo Fawcett-, pero la agenda del presidente está llena. No tengo manera de hacerle pasar.

– Lo hará -dijo Sandecker con labios apretados.

– Es imposible -replicó Fawcett con firmeza.

Sandecker apoyó lenta y sacrilegamente los brazos y las manos sobre los papeles desparramados en la mesa de Fawcett y se inclinó hasta que sólo unos centímetros separaron sus narices.

– Dígale a ese hijo de perra -gruñó- que acaba de matar a tres de mis mejores amigos. Y a menos que me dé una buena razón de por qué lo ha hecho, voy a salir de aquí, celebrar una conferencia de prensa y revelar tantos secretos sucios que su preciosa administración quedará marcada durante el resto de su mandato. ¿Lo comprende, Dan?

Fawcett permaneció sentado, sin que su cólera reciente pudiera dominar su espanto.

– Con ello sólo destruiría su carrera. ¿Qué ganaría?

– Creo que no me ha entendido. Se lo repetiré. El presidente es responsable de la muerte de tres de mis más queridos amigos. Usted conoce a uno de ellos. Se llama Dirk Pitt. De no haber sido por Pitt, el presidente estaría descansando en el fondo del mar en vez de estar sentado en la Casa Blanca. Ahora quiero saber por qué ha tenido que morir Pitt. Y si me cuesta mi carrera como jefe de la AMSN, es problema mío.

La cara de Sandecker estaba tan cerca de la de Fawcett que éste habría jurado que la barba roja del almirante tenía vida propia.

– ¿Ha muerto Pitt? -dijo tontamente-. No lo sabía…

– Dígale al presidente que estoy aquí -le interrumpió Sandecker, en tono acerado-. Me recibirá.

La noticia había sido tan inesperada que Dan Fawcett estaba desconcertado.

– Informaré al presidente de lo de Pitt -dijo, hablando muy despacio.

– No hace falta. Sé que lo sabe. Tenemos las mismas fuentes de información.

– Necesito tiempo para averiguar lo que ha ocurrido -dijo Fawcett.

– No tiene tiempo -dijo fríamente Sandecker-. La ley sobre energía nuclear que propone el presidente tiene que ser votada mañana por el Senado. Imagínese lo que podría ocurrir si se informase al senador George Pitt que el presidente ha tenido que ver con el asesinato de su hijo. No hace falta que le describa lo que pasará cuando el senador deje de apoyar la política presidencial y empiece a oponerse a ella.

Fawcett era lo bastante listo para reconocer desde lejos una emboscada. Se echó atrás en su sillón, cruzó las manos y las contempló durante unos momentos. Después se levantó y se dirigió al pasillo.

– Venga conmigo, almirante. El presidente está reunido con el secretario de Defensa, Jess Simmons. Pero deben de estar a punto de terminar.