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– Parece la antigua rutina del palo y la zanahoria para abrir el apetito.

– Así lo creo yo también.

– ¿Y cómo encajan los LeBaron en todo esto?

– Se vieron metidos en ello -dijo el presidente con un toque de ironía-. Ya conoce la historia. Raymond LeBaron voló en su antiguo dirigible en busca de un barco del tesoro. En realidad, tenía otro proyecto en la cabeza, pero esto no le interesa a la AMSN ni a usted personalmente. Quiso el destino que Raúl Castro estuviese inspeccionando las defensas fuera de La Habana cuando LeBaron fue localizado por sus sistemas de detección en la costa. Entonces se le ocurrió pensar que el contacto podía resultar útil. Por consiguiente, ordenó a sus fuerzas de vigilancia que interceptasen el dirigible y lo escoltasen hasta un aeródromo próximo a la ciudad de Cárdenas.

– Puedo adivinar el resto -dijo Sandecker-. Los cubanos inflaron el dirigible y ocultaron a bordo un mensajero que llevaba el documento entre los Estados Unidos y Cuba, y lo soltaron, imaginándose que los vientos dominantes lo empujarían hacia los Estados Unidos.

– Algo así -reconoció sonriendo el presidente-. Pero no confiaron en los vientos variables. Un íntimo amigo de Fidel y un piloto subieron a bordo llevando el documento. Condujeron el dirigible hacia Miami, saltaron al agua a pocas millas de la costa y fueron recogidos por un yate que esperaba.

– Me gustaría saber de dónde vinieron los tres cadáveres de la cabina de mandos -dijo Sandecker.

– Fue un alarde melodramático de Castro para demostrar sus buenas intenciones, en el que no he tenido tiempo de reflexionar a fondo.

– ¿No han recelado los rusos?

– Todavía no. Su sentimiento de superioridad ante los cubanos les impide ver algo que revele el ingenio latino.

– Así pues, Raymond LeBaron está vivo y coleando en algún lugar de Cuba.

El presidente abrió los brazos.

– Sólo puedo presumir que ésta es, en efecto, su situación.

Según las fuentes de información de la CÍA, el servicio secreto soviético pidió interrogar a LeBaron. Los cubanos accedieron y, desde entonces, nadie ha vuelto a verlo.

– ¿No va usted a tratar al menos de negociar el rescate de LeBaron? -preguntó Sandecker.

– La situación es ya lo bastante delicada como para que tengamos que meterle a él en el juego. Cuando podamos firmar el pacto con Cuba, no me cabe duda de que Castro se encargará de la custodia de LeBaron, en vez de los rusos, y nos lo devolverá.

El presidente hizo una pausa y miró al reloj de encima de la chimenea.

– Voy a llegar tarde a una conferencia con los encargados de los presupuestos. -Se levantó y se dirigió a la puerta. Entonces se volvió a Sandecker-. Se lo diré en pocas palabras. Jessie LeBaron fue informada de la situación y se aprendió de memoria nuestra respuesta a Castro. El plan era hacer que el dirigible regresara con un LeBaron a bordo. Una señal a Castro de que mi respuesta era enviada de la misma manera en que había enviado él su proposición. Pero algo salió mal. Usted se ha cruzado con Jess Simmons al entrar. Él me ha informado sobre las fotos tomadas por nuestro servicio de reconocimiento aéreo. En vez de detener al dirigible y escoltarlo a Cárdenas, el helicóptero cubano disparó contra él. Entonces, por alguna razón desconocida, el helicóptero estalló, y éste y el dirigible cayeron al mar. Debe comprender, almirante, que no puedo enviar fuerzas de rescate, debido a la delicada naturaleza de la misión. Siento realmente lo de Pitt. Tenía con él una deuda que nunca podré pagar. Sólo podemos rezar para que él, Jessie LeBaron y sus otros amigos hayan de algún modo podido sobrevivir.

– Nadie podría sobrevivir a un accidente aéreo en medio de un huracán -dijo Sandecker, con mordacidad-. Tendrá que perdonarme, señor presidente, si le digo que incluso Mickey Mouse habría podido proyectar mejor la operación.

Una expresión dolida se pintó en la cara del presidente. Fue a decir algo, pero lo pensó mejor y abrió la puerta.

– Lo siento, almirante, pero llegaré tarde a la conferencia.

El presidente no dijo más, salió del Salón Oval y dejó plantado allí a Sandecker, confuso y solo.

27

El núcleo del huracán Evita rodeó la isla y giró hacia el nordeste y el golfo de México. El viento redujo su velocidad a cuarenta nudos, pero habrían de transcurrir otros dos días para que fuese sustituido por el suave alisio del sur.

Cayo Santa María parecía vacío de toda vida, animal o humana. Diez años antes, en un momento de generosa camaradería, Fidel Castro había donado la isla a sus aliados comunistas en un gesto de buena voluntad. Entonces dio una bofetada a la Casa Blanca al proclamar que era un territorio de la URSS.

Los nativos fueron trasladados en secreto pero por la fuerza a la isla grande, y unidades de ingenieros del GRU (Glavnoye Raz-vedyvatelnoye Upravleniye, o Primer Directorio de Información del Estado Mayor General Soviético), rama militar de la KGB, vinieron y empezaron a construir una instalación subterránea secreta. Trabajando en etapas y solamente al amparo de la oscuridad, dieron poco a poco forma al complejo debajo de la arena y las palmeras, Aviones espías de la CÍA examinaron la isla, pero no detectaron instalaciones defensivas ni envío de materiales por mar o por aire. Las ampliaciones fotográficas sólo mostraron unos pocos caminos en mal estado que al parecer no llevaban a ninguna parte. La isla fue estudiada rutinariamente, pero nada se descubrió que indicase una amenaza a la seguridad de los Estados Unidos.

En alguna parte del subsuelo de la isla azotada por el viento, Pitt se despertó en una pequeña habitación estéril, sobre una cama con un colchón de plumas y bajo una luz fluorescente que estaba continuamente encendida. No podía recordar si había dormido alguna vez sobre un colchón de plumas, pero lo encontró muy cómodo y tomó mentalmente nota de buscar uno igual, si volvía algún día a Washington.

Aparte de las magulladuras, las articulaciones doloridas y unas ligeras punzadas en la cabeza, se sentía bastante bien. Yació allí y contempló el techo pintado de gris, mientras recordaba lo acaecido la noche pasada: el descubrimiento por Jessie de su marido; los guardias que les escoltaron, a él, a Giordino y a Gunn, a una enfermería donde una doctora rusa, con una figura parecida a un bolo, curó sus lesiones; una comida de cordero estofado en un comedor que Pitt valoró muy por debajo de los restaurantes para camioneros del este de Texas, y, finalmente, su encierro en una habitación con un retrete y una jofaina, una cama y un pequeño armario de madera.

Deslizando las manos por debajo de la sábana, exploró su cuerpo. A excepción de varios metros de vendas y esparadrapo, estaba desnudo. Le maravilló la obsesión de la feúcha doctora por los vendajes. Sacó los pies descalzos y los apoyó en el suelo de hormigón, y permaneció sentado allí, pensando en lo que tenía que hacer. Una exigencia de la vejiga le recordó que todavía era humano, por lo que se dirigió al retrete, deseando poder tomar una taza de café. Ellos, fueran quienes fuesen, le habían dejado su reloj Doxa. Las saetas marcaban las once y cincuenta y cinco. Como nunca había dormido más de nueve horas seguidas en su vida, presumió con razón que eran de la mañana.

Un minuto más tarde, se inclinó sobre la jofaina y se lavó la cara con agua fría. La única toalla era áspera y apenas si absorbía la humedad. Se dirigió al armario, lo abrió y encontró una camisa y unos pantalones caqui en una percha, y un par de sandalias. Antes de vestirse, se quitó varias vendas de las heridas que empezaban a cicatrizar y flexionó los músculos, gozando de la recobrada libertad de movimientos. Después de vestirse, probó la pesada puerta de hierro. Estaba cerrada con llave, por lo que golpeó la gruesa plancha de metal, produciendo un ruido hueco que resonó en las paredes de hormigón.