Cuando ya no pudo ver el dirigible, Jessie habló por el intercomunicador del automóvil.
– Angelo, tenga la bondad de volver al hotel.
El chófer, un cubano moreno con la cara de facciones tan duras como las grabadas en los sellos de correos, se llevó dos dedos a la visera de la gorra y asintió con la cabeza.
El personal de tierra del dirigible observó cómo daba la vuelta el largo Cadillac y pasaba por la desierta puerta de entrada de la antigua base naval. Entonces, alguien sacó una pelota de balonvolea. Rápidamente trazaron las líneas del campo y montaron una red. Después de formar los bandos, empezaron a golpear la pelota de un lado a otro para combatir el tedio de la espera.
Dentro del camión con aire acondicionado, el jefe del personal y un radiotelegrafista recibían y anotaban los mensajes del dirigible. LeBaron transmitía religiosamente cada treinta minutos, sin variar nunca más de unos pocos segundos, describiendo su posición aproximada, todos los cambios del tiempo y los barcos que navegaban debajo de ellos.
Entonces, a las dos y media de la tarde, cesaron los mensajes. El radiotelegrafista trató de comunicarse con el Prosperteer, pero no hubo respuesta. Llegaron y pasaron las cinco y continuó el silencio. Fuera, el personal de tierra dejó cansadamente de jugar y se agrupó alrededor de la puerta del compartimiento de radio, mientras crecía la inquietud en el interior. A las seis, sin ninguna señal del dirigible sobre el mar, el jefe del personal llamó a la Guardia de Costas.
Lo que nadie sabía, ni posiblemente sospechaba, era que Raymond LeBaron y sus amigos a bordo del Prosperteer se habían desvanecido en un misterio que iba mucho más allá de la mera caza de un tesoro.
2
Diez días más tarde, el presidente de los Estados Unidos contemplaba pensativamente el paisaje a través de la ventanilla de su limusina y tamborileaba con los dedos sobre una rodilla. Sus ojos no veían las fincas pintorescas de las tierras de Potomac, Maryland. Apenas se daba cuenta de cómo brillaba el sol sobre la piel de los caballos de pura raza que vagaban por los ondulados pastizales. Las imágenes que se reflejaban en su mente giraban alrededor de los extraños acontecimientos que lo habían llevado literalmente a la Casa Blanca.
Como vicepresidente, fue elevado al cargo más alto de la nación cuando su predecesor se vio obligado a dimitir después de confesar que padecía una enfermedad mental. Afortunadamente, los medios de comunicación no emprendieron una investigación a gran escala. Desde luego, hubo las entrevistas de rutina con ayudantes de la Casa Blanca, líderes del Congreso y famosos psiquiatras, pero no apareció nada que oliese a intriga o a conspiración. El ex presidente abandonó Washington y se retiró a su casa de campo en Nuevo México, todavía respetado y compadecido por el público, y la verdad quedó guardada en la mente de muy pocos.
El nuevo jefe del ejecutivo era un hombre enérgico que medía un poco más de un metro ochenta y pesaba sus buenos cien kilos. Tenía cuadrada la mandíbula inferior, duras las facciones y una frente casi siempre arrugada en un fruncimiento reflexivo; pero sus ojos intensamente grises podían ser engañosamente límpidos. Los cabellos de plata estaban siempre perfectamente cortados, con raya en el lado derecho, al estilo tradicional de los banqueros de Kansas.
No era guapo o llamativo a los ojos del público, pero tenía un estilo y un encanto que lo hacían atractivo. Aunque era político profesional, consideraba al Gobierno, tal vez ingenuamente, como un equipo, con él como entrenador que dirigía el juego. Muy apreciado como instigador y agitador, se rodeaba de un gabinete y un personal de hombres y mujeres que se esforzaban en trabajar en armonía con el Congreso, en vez de reclutar una pandilla de compinches más preocupados de fortalecer su base de poder personal.
Sus pensamientos se centraron poco a poco en el paisaje cuando el conductor del Servicio Secreto redujo la marcha, salió de la River Road North y cruzó la gran puerta de piedra flanqueada de una verja pintada de blanco. Un guardia uniformado y un agente del Servicio Secreto que llevaba las gafas negras de ritual y traje de hombre de negocios salieron de la caseta del guarda. Miraron hacia el interior del coche y asintieron con la cabeza al reconocer a su ocupante. El agente habló por un pequeño transmisor de radio sujeto a su muñeca como un reloj.
– El jefe está en camino.
El automóvil rodó por el paseo circular bordeado de árboles del Congressional Country Club, dejando atrás las pistas de tenis a la izquierda, llenas de curiosas esposas de los socios, y se detuvo al pie del pórtico del club.
Elmer Hoskins, el encargado de recibirle, se adelantó y abrió la portezuela de atrás.
– Parece que hará un buen día para el golf, señor presidente.
– Mi juego no podría ser peor si el campo estuviese cubierto de nieve -dijo sonriendo el presidente.
– Ya quisiera yo poder llegar a poco más de ochenta golpes.
– También yo -dijo el presidente, siguiendo a Hoskins por el lado de la casa del club y bajando a las dependencias del profesor-. He añadido cinco golpes a mi puntuación desde que me hice cargo del Salón Oval.
– Sin embargo, no está mal para alguien que sólo juega una vez a la semana.
– Esto y el hecho de que cada vez me resulta más difícil prestar atención al juego.
El profesor del club apareció y le estrechó la mano.
– Reggie tiene sus palos y le está esperando en el tee del primer hoyo.
El presidente asintió con la cabeza y subieron a un pequeño vehículo que les llevó por un sendero que rodeaba un gran estanque y conducía a uno de los más largos campos de golf de la nación. Reggie Salazar, un hispano bajito y nervudo, estaba apoyado en una gran bolsa de cuero llena de palos de golf que le llegaban al pecho.
El aspecto de Salazar era engañoso. Como un borriquito de las montañas andinas, podía cargar con una bolsa de veinticinco kilos de palos de golf a lo largo de dieciocho agujeros sin jadear ni verter una gota de sudor. Cuando tenía solamente trece años, había llevado en brazos a su madre enferma y a su hermanita de tres años colgada sobre la espalda, a través de la frontera de Baja California hasta San Diego, a treinta millas. Después de la amnistía otorgada a los inmigrantes ilegales en 1985, trabajó en los campos de golf, convirtiéndose en un buen caddy en las competiciones de profesionales. Era un genio en aprender el ritmo de un campo; afirmaba que era como si le hablase y escogía infaliblemente el palo adecuado para un golpe difícil. Reggie Salazar era también un hombre de gran agudeza y un filósofo, y prodigaba los proverbios de una manera que habría dado envidia a Casey Stengel. El presidente lo había llevado consigo en un torneo entre miembros del Congreso, hacía cinco años, y se habían hecho buenos amigos.
Salazar vestía siempre como un trabajador del campo: pantalón vaquero, camisa a cuadros, botas de militar y sombrero de paja y ala ancha de ranchero. Era su marca de fábrica.
– Saludos, señor presidente -lo saludó en inglés de la frontera, brillándole los ojos de color café-. ¿Prefiere caminar o ir en el cochecito?
El presidente estrechó la mano que le tendía Salazar.
– Me conviene hacer un poco de ejercicio; por lo tanto, caminaremos un rato y tal vez iremos en coche en los nueve últimos hoyos.
Dio el primer golpe y lanzó una pelota alta y con ligero efecto que se detuvo a ciento ochenta metros cuesta arriba y cerca del borde de la calle. Mientras caminaba desde el tee, los problemas de gobernar el país se fueron apartando de su mente y empezó a pensar en el próximo golpe.
Jugó en silencio hasta que, con un golpe corto, metió la pelota en el hoyo y consiguió un par. Después descansó y tendió el palo a Salazar.