– Bueno, Reggie, ¿alguna sugerencia sobre mis tratos con el Capitolio?
– Demasiadas hormigas negras -respondió Salazar, con una sonrisa elástica.
– ¿Hormigas negras?
– Todos visten trajes oscuros y corren como locos. Lo único que hacen es llevar papeles y darle a la lengua. Yo dictaría una ley disponiendo que los miembros del Congreso sólo pudiesen reunirse en años alternos. De esta manera, causarían menos problemas.
El presidente se echó a reír.
– Sé de al menos doscientos millones de votantes que aplaudirían tu idea.
Siguieron caminando por el campo, seguidos a discreta distancia por dos agentes del Servicio Secreto en un cochecito de golf, mientras al menos otra docena rondaba por el campo. La conversación continuó animada, mientras el juego del presidente se desarrollaba bien. Después de recoger la pelota del hoyo del noveno green, su cuenta registraba treinta y nueve golpes. Lo consideró un pequeño triunfo.
– Vamos a tomarnos un descanso antes de atacar los nueve últimos -dijo el presidente-. Voy a celebrarlo con una cerveza. ¿Quieres acompañarme?
– No, gracias, señor. Emplearé el tiempo para limpiar de hierbas y de polvo sus palos.
El presidente le tendió el butter.
– Como quieras. Pero insisto en que bebas algo conmigo cuando terminemos con el hoyo decimoctavo.
El rostro de Salazar resplandeció como un faro.
– Será un honor, señor presidente -dijo, y trotó hacia la bolsa de caddy.
Veinte minutos más tarde, después de responder a una llamada de su jefe de personal y beber una botella de Coors, el presidente salió de la casa del club y se reunió con Salazar, que estaba acurrucado en un cochecito de golf en el décimo tee, con el ala ancha de su sombrero de paja bajada sobre la frente. Sus manos, relajadas, agarraban el volante y llevaban ahora un par de guantes de cuero.
– Bueno, veamos si puedo bajar de los ochenta -dijo el presidente, con los ojos brillantes por la esperanza de conseguir un buen resultado.
Salazar no dijo nada y le dio simplemente un driver.
El presidente tomó el palo y lo miró, perplejo.
– Es un agujero corto. ¿No crees que sería suficiente un número tres?
Mirando al suelo, con el sombrero ocultando su expresión, Salazar sacudió en silencio la cabeza.
– Tú eres el maestro -dijo amablemente el presidente.
Se acercó a la pelota, cerró los dedos sobre el palo, lo levantó hacia atrás y lo descargó hábilmente, pero la pelota siguió un trayecto bastante raro. Pasó por encima de la calle y aterrizó a considerable distancia, más allá del green.
Una expresión de perplejidad se pintó en la cara del presidente al regresar al tee y subir al cochecito eléctrico.
– Es la primera vez que me has dado un palo equivocado.
El caddy no respondió. Apretó el pedal de la batería y dirigió el vehículo hacia el décimo green. Al llegar a la mitad de la calle, se inclinó hacia adelante y colocó un pequeño paquete en el tablero, precisamente delante del presidente.
– ¿Has traído un bocadillo por si tienes hambre? -preguntó, campechano, el presidente.
– No, señor; es una bomba.
El presidente frunció un poco el entrecejo, con irritación.
– La broma no tiene gracia, Reggie…
Se interrumpió de pronto al ver que se levantaba el sombrero de paja y descubrir los ojos azules de un completo desconocido.
3
– Tenga la bondad de mantener los brazos en su posición actual -dijo el desconocido con naturalidad-. Conozco la señal con la mano que le dijeron que hiciese a los del Servicio Secreto si creía que su vida estaba en peligro.
El presidente permaneció sentado como un tronco, incrédulo, más curioso que asustado. No confiaba en encontrar las palabras adecuadas si era el primero en hablar. Sus ojos no se apartaban del paquete.
– Es una estupidez -dijo al fin-. No vivirá para disfrutarlo.
– Esto no es un asesinato. No sufrirá ningún daño si sigue mis instrucciones. ¿De acuerdo?
– Tiene usted muchas agallas, míster.
El desconocido hizo caso omiso de la observación y siguió hablando en el tono de un maestro de escuela que recitara las normas de conducta a sus alumnos.
– La bomba es capaz de destrozar cualquier cuerpo que se encuentre dentro de un radio de veinte metros. Si intenta usted avisar a sus guardaespaldas, la haré estallar con un control electrónico que llevo sujeto a la muñeca. Por favor, continúe jugando al golf como si no ocurriese nada extraordinario.
Detuvo el vehículo a varios metros de la pelota, se apeó sobre la hierba y miró con cautela a los agentes del Servicio Secreto, comprobando que parecían más interesados en escrutar los bosques de los alrededores. Entonces buscó en la bolsa y sacó un palo del seis.
– Es evidente que no sabe nada de golf-dijo el presidente, ligeramente complacido por poder adquirir cierto control-. Esto requiere un chip. Déme un palo del nueve.
El intruso obedeció y se quedó plantado a un lado mientras el presidente lanzaba la pelota al green y la empujaba después hasta el hoyo. Cuando arrancaron hacia el tee siguiente, estudió al hombre que se sentaba a su lado.
Los pocos cabellos grises que podían verse debajo del sombrero de paja, y las patas de gallo, revelaban una edad próxima a los sesenta años. El cuerpo era delgado, casi frágil; las caderas, estrechas, y su aspecto parecido al de Reggie Salazar, salvo que era un poco más alto. Las facciones eran estrechas y vagamente escandinavas. La voz era educada; los modales fríos y los hombros cuadrados sugerían una persona acostumbrada a hacer uso de la autoridad; sin embargo, no había indicios de crueldad o de maldad.
– Tengo la loca impresión -dijo tranquilamente el presidente- de que ha preparado esta intrusión para apuntarse un tanto.
– No tan loca. Es usted muy astuto, pero no podía esperar menos de un hombre tan poderoso.
– ¿Quién diablos es usted?
– Mientras conversamos puede llamarme Joe. Y le ahorraré muchas preguntas sobre el objeto de todo esto cuando lleguemos al tee. Allí hay un cuarto de aseo. -Hizo una pausa y sacó una carpeta de debajo de la camisa, empujándola sobre el asiento hacia el presidente-. Entre en él y lea rápidamente el contenido. No tarde más de ocho minutos. Si pasara de este tiempo, podría despertar sospechas en sus guardaespaldas. No hace falta que le diga las consecuencias.
El cochecito eléctrico redujo la marcha y se detuvo. Sin decir palabra, el presidente entró en el lavabo, se sentó en el water y empezó a leer. Exactamente ocho minutos más tarde, salió y su cara era una máscara de perplejidad.
– ¿Qué broma insensata es ésta?
– No es ninguna broma.
– No comprendo por qué ha llevado las cosas a este extremo para obligarme a leer una historieta de ciencia-ficción.
– No es ficción.
– Entonces tiene que ser alguna clase de engaño.
– La Jersey Colony existe -dijo pacientemente Joe.
– Sí, y también la Atlántida.
Joe sonrió irónicamente.
– Acaba usted de ingresar en un club muy exclusivo. Es el segundo presidente que ha sido informado del proyecto. Ahora le sugiero que dé el primer golpe y le describiré el panorama mientras sigue usted jugando. No será una descripción completa porque tenemos poco tiempo. Además, no es necesario que conozca algunos detalles.