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El traje y el casco que entorpecían sus movimientos le irritaban. Añoraba su cómodo y eficaz equipo de combate, pero comprendía que no habría podido proteger su cuerpo del calor abrasador y de los rayos cósmicos. Al menos por cuarta vez, la bilis subió a su garganta, y sintió náuseas al obligarse a tragarla.

La situación era infernal, pensó furiosamente. Nada era de su gusto. Sus hombres estaban expuestos en campo abierto. No había recibido información sobre las armas de los americanos, salvo lo que se decía sobre un lanzador de cohetes. Ahora les habían atacado con armas de poco calibre. El único consuelo de Leuchenko era que los colonos parecían emplear un fusil o tal vez incluso una pistola. Si hubiesen poseído una ametralladora, habrían podido derribar a los soviéticos cien metros antes. Y el lanzador de cohetes. ¿Por qué no habían hecho uso de él? ¿A qué estaban esperando?

Lo que más le preocupaba era la ausencia de todo movimiento por parte de los colonos. Los invernaderos y los pequeños módulos de laboratorio alrededor de la entrada de la cueva parecían desiertos.

– A menos que veáis un objeto -ordenó-, no disparéis hasta que lleguemos a cubierto. Entonces nos reagruparemos y atacaremos las dependencias principales.

Leuchenko esperó a que cada uno de sus cuatro hombres indicasen que le habían comprendido, y entonces les dio la señal de avanzar.

El cabo Mikhail Yushchuk estaba a unos treinta metros detrás y a igual distancia del hombre que tenía a su izquierda. Se levantó y empezó a correr agachado. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando sintió como un pinchazo en el riñon. Entonces se repitió la dolorosa sensación. Se llevó una mano a la espalda, justo por debajo de la mochila. Su visión empezó a nublarse y su respiración se hizo jadeante mientras su traje presurizado empezaba a deshincharse. Cayó de rodillas y, aturdido, se miró la mano. El guante estaba empapado en sangre que ya humeaba y se coagulaba bajo el calor abrasador del sol.

Yushchuk trató de avisar a Leuchenko, pero le falló la voz. Se derrumbó sobre el polvo gris, reconociendo vagamente una figura en traje espacial que se erguía sobre él con un cuchillo. Entonces perdió el mundo de vista.

Steinmetz presenció la muerte de Yushchuk desde su observatorio y dio una serie de rápidas órdenes por medio del transmisor de su casco.

– Bien, Dawson, tu hombre está a tres metros a la izquierda y a dos metros delante de ti. Gallagher, está a siete metros a tu derecha y avanzando. Calma, calma; va directamente hacia Dawson. Bien, acabad con él.

Observó cómo dos de los colonos se materializaban como por arte de magia y atacaban a uno de los soviéticos que se había retrasado ligeramente en relación con sus camaradas.

– Dos de menos; quedan tres -murmuró Steinmetz para sí.

– Estoy apuntando al hombre que va delante -dijo Shea-. Pero no puedo estar seguro de acertarle a menos que se detenga un segundo.

– Dispara otra vez, pero ahora más cerca, para que se echen al suelo. Entonces apúntale a él. Si se diese cuenta de lo que pasa, podría derribar a los nuestros antes de que se le acercasen. Liquídale si vuelve la cabeza.

Shea apuntó sigilosamente su M-14 y lanzó otro disparo, que fue a dar a menos de un metro delante de las botas del hombre que iba en cabeza.

– ¡Cooper! ¡Snyder! -gritó Steinmetz-. Vuestro hombre está tendido en el suelo siete metros delante de vosotros y a vuestra izquierda. ¡Cargáoslo! -Hizo una pausa para establecer la posición de otro de los rusos que quedaban-. Lo mismo digo a Russell y Perry; a diez metros directamente delante de vosotros. ¡Adelante!

El tercer miembro del equipo de combate soviético nunca supo qué le había golpeado. Murió tratando de pegarse al suelo para ponerse a cubierto. Ocho de los colonos estaban ahora cerrando la tenaza desde la retaguardia de los rusos, que tenían fija la atención en la colonia.

De pronto, Steinmetz se quedó paralizado. El hombre que iba detrás del jefe giró en redondo en el momento en que Russell y Perry se lanzaron sobre él como jugadores de rugby placando a un adversario.

El teniente Petrov vio las sombras convergentes en el momento de ponerse en pie para la carrera final hacia los invernaderos. Se volvió instintivamente, en rápido movimiento giratorio, mientras Russell y Perry se echaban encima de él. Como frío profesional, hubiese debido disparar y derribarles. Pero vaciló una fracción de segundo a causa del asombro. Era como si los americanos hubiesen salido como demonios espectrales de la superficie de la Luna. Consiguió disparar un tiro que dio en el brazo de uno de sus atacantes. Entonces centelleó un cuchillo.

Leuchenko estaba mirando hacia la colonia. No se dio cuenta de lo que ocurría a su espalda hasta que oyó un grito de advertencia de Petrov. Giró en redondo y se quedó como petrificado por el espanto.

Sus cuatro hombres estaban tendidos, sin vida, sobre el suelo lunar. Ocho colonos americanos habían aparecido, saliendo de ninguna parte, y le estaban cercando rápidamente. Una súbita rabia estalló en su interior, y levantó el arma en posición de disparo.

Una bala le dio en el muslo, y se inclinó hacia un lado. Rígido por el súbito dolor, soltó una ráfaga de veinte proyectiles. La mayoría de ellos se perdieron en el desierto lunar, pero dos dieron en el blanco. Uno de los colonos cayó de espaldas y otro se hincó de rodillas agarrándose un hombro.

Entonces otra bala dio en el cuello de Leuchenko. Este apretó el gatillo, escupiendo balas hasta que se agotó el cargador, pero ya sin poder apuntar.

Se derrumbó flaccidamente sobre el suelo.

– ¡Malditos americanos! -gritó dentro del casco.

Eran como diablos que no observaban las reglas del juego. Yació boca arriba, mirando las figuras sin rostro que se erguían junto a él.

De pronto, éstas se separaron para dejar paso a otro colono, que se arrodilló al lado de Leuchenko.

– ¿Steinmetz? -preguntó débilmente Leuchenko-. ¿Puede oírme?

– Sí, estoy en su frecuencia -respondió Steinmetz-. Puedo oírle.

– Su arma secreta… ¿Cómo ha hecho surgir a sus hombres de la nada?

Steinmetz sabía que dentro de unos segundos estaría hablando con un muerto.

– Una pala corriente -respondió-. Como todos tenemos que llevar trajes lunares presurizados y autosuficien tes, fue sencillo enterrar a los hombres en el blando suelo.

– ¿Estaban marcados por las rocas de color naranja?

– Sí; desde una plataforma oculta en la vertiente del cráter, yo podía decirles cuando y donde tenían que atacarles por la espalda.

– No quisiera estar enterrado aquí -murmuró Leuchenko-. Diga a mi nación…, dígales que algún día nos lleven a casa.

El fin estaba cerca, pero Steinmetz comprendió.

– Todos irán a casa -dijo-. Lo prometo.

En Rusia, Yasenin se volvió con rostro compungido al presidente Antonov.

– Ya lo ha oído -dijo entre los labios apretados-. Se han ido.

– Se han ido -repitió Antonov-. Fue como si las últimas palabras de Leuchenko sonasen en esta habitación.

– Sus comunicaciones fueron transmitidas directamente por los dos tripulantes del módulo lunar a nuestro centro de comunicaciones espaciales -explicó Kornilov.

Antonov se apartó de la ventana que daba a la sala de control de la misión y.se sentó pesadamente en un sillón. A pesar de su corpulencia, parecía encogido y agotado. Se miró las manos y sacudió tristemente la cabeza.

– Defecto de planificación -dijo pausadamente-. Llevamos al comandante Leuchenko y a sus hombres a la muerte y no conseguimos nada.

– No hubo tiempo para proyectar debidamente la misión -dijo Yasenin, convencido.