Выбрать главу

– Dadas las circunstancias, hicimos todo lo posible -añadió Kornilov-. Todavía nos cabe la gloria de que unos hombres soviéticos han caminado por la Luna.

– El brillo se ha desvanecido ya. -La voz de Antonov era derrotista-. La increíble hazaña de los americanos quitará todo valor propagandístico a nuestro logro.

– Tal vez todavía podamos detenerles -dijo amargamente Yasenin.

Kornilov miró fijamente al general.

– ¿Enviando un comando mejor preparado?

– Exactamente.

– Mejor aún, ¿por qué no esperar a que ellos regresen?

Antonov miró a Kornilov con curiosidad.

– ¿Qué esta sugiriendo?

– He hablado con Vladimir Polevoi. Me ha informado de que el centro de escucha del GRU en Cuba ha interceptado e identificado la voz y las transmisiones en vídeo de la colonia lunar americana a un lugar fuera de Washington. Enviará por correo copias de las comunicaciones. Una de ellas revela que los colonos proyectan regresar a la Tierra.

– ¿Van a volver? -preguntó Antonov.

– Sí -respondió Kornilov-. Según Polevoi, piensan enlazar con la estación espacial americana dentro de cuarenta y seis horas y, después, volver al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera Gettysburg.

El rostro de Antonov se iluminó.

– Entonces, ¿tenemos todavía posibilidad de detenerles?

Yasenin asintió con la cabeza.

– Pueden ser destruidos antes de que lleguen a la estación espacial. Los americanos no se atreverán a tomar represalias cuando les acusemos de los crímenes que han cometido contra nosotros.

– Será mejor reservar el justo castigo como palanca -dijo pensativamente Kornilov.

– ¿Qué palanca?

Kornilov sonrió enigmáticamente.

– Los americanos tienen un dicho: «La pelota está en nuestro poder.» Son ellos quienes están a la defensiva. Probablemente, la Casa Blanca y el Departamento de Estado están redactando la respuesta a nuestra esperada protesta. Propongo que prescindamos de la rutina habitual y guardemos silencio. No hagamos el papel de nación víctima. En vez de esto, provoquemos un suceso espectacular.

– ¿Qué suceso? -preguntó Antonov, interesado.

– La captura de la gran cantidad de datos que traerán a su regreso los colonos de la Luna.

– ¿Por qué medio? -preguntó Yasenin.

Kornilov dejó de sonreír y adoptó una grave expresión.

– Obligaremos al Gettysburg a hacer un aterrizaje forzoso en Cuba.

Cuarta parte

El Gettysburg

49

3 de noviembre de 1989

Isla de San Salvador

Pitt se estaba volviendo loco. Los dos días de inactividad eran los más angustiosos que jamás había conocido. Tenía poco que hacer, salvo comer, hacer ejercicio y dormir. Todavía tenían que llamarle para participar en las prácticas de adiestramiento. Maldecía continuamente al coronel Kleist, que soportaba las violentas críticas de Pitt con estoica indiferencia, explicando con paciencia que su equipo de Fuerzas Especiales Cubanas no podía atacar Cayo Santa María hasta que él declarase que estaban en condiciones de hacerlo. Y no estaba dispuesto a adelantarse al tiempo previsto.

Pitt desfogaba su enojo nadando largamente hasta los arrecifes lejanos y trepando a una roca escarpada desde cuya cima se dominaba todo el mar a su alrededor.

San Salvador, la más pequeña de las Bahamas, era conocida por los viejos marineros como la isla de Watling, por el nombre de un bucanero fanático que azotaba a los miembros de su tripulación que no observaban el sábado. También se creía que era la primera isla que había pisado Colón en el Nuevo Mundo. Con su puerto pintoresco y su exuberante interior salpicado de lagos de agua dulce, pocos turistas que observasen su belleza habrían sospechado que contenía un gran complejo de instrucción militar y una instalación de observación de misiles.

La CÍA tenía sus dominios en una playa remota llamada French Bay, en la punta sur de la isla. No había ninguna carretera que enlazase el centro secreto de instrucción con Cockburn Tbwn y el aeropuerto principal. Sólo se podía salir de allí en pequeñas embarcaciones, a través de los arrecifes circundantes, o en helicóptero.

Pitt se levantó poco antes de salir el sol en la mañana de su tercer día en la isla, nadó vigorosamente media milla y regresó después a tierra, sumergiéndose entre las formaciones de coral.

Dos horas más tarde, salió del agua tibia y se tendió en la playa, abrumado por un sentimiento de impotencia mientras contemplaba el mar en dirección a Cuba.

Una sombra se proyectó sobre su cuerpo, y Pitt se incorporó. Un hombre de piel morena estaba plantado junto a él, cómodamente vestido con una holgada camisa de algodón y unos shorts. Sus cabellos lisos y negros como la noche hacían juego con el enorme bigote. Tenía los ojos tristes y la cara arrugada por la larga exposición al viento y al sol y, cuando sonreía, apenas movía los labios.

– ¿Señor Pitt?

– Sí.

– No hemos sido presentados, pero soy el comandante Angelo Quintana.

Pitt se puso en pie y se estrecharon la mano.

– Usted es el que dirige la misión.

Quintana asintió con la cabeza.

– El coronel me ha dicho que lo ha estado agobiando mucho.

– Dejé amigos allí que deben de estar luchando por conservar la vida.

– Yo también dejé amigos en Cuba, señor Pitt. Sólo que ellos perdieron su batalla por la vida. Mi hermano y mi padre murieron en la cárcel, simplemente porque un miembro del comité de su barrio, que debía dinero a mi familia, les acusó de actividades contrarrevolucionarias. Comprendo su problema, pero no tiene usted el monopolio del dolor.

Pitt no le dio el pésame. Le pareció que a Quintana no le gustaban las condolencias.

– Mientras crea que todavía hay esperanzas -dijo firmemente-, no voy a dejar de insistir.

Quintana le dirigió una tranquila sonrisa. Le gustaba lo que veía en los ojos de Pitt. Era un hombre en quien podría confiar cuando las cosas se pusiesen difíciles. Un hombre entero, que no conocía la palabra fracaso.

– Conque es usted el que se las arregló para escapar del cuartel general de Velikov.

– Tuve mucha suerte.

– ¿Cómo describiría la moral de las tropas que guardan el recinto?

– Si se refiere a su estado mental, diría que estaban aburridos a más no poder. Los rusos no están acostumbrados a la humedad agotadora de los trópicos. Sobre todo, parecían muy lentos.

– ¿Cuántos patrullaban en la isla?

– Yo no vi ninguno.

– ¿Y en la caseta del guarda de la puerta principal?

– Solamente dos.

– Un hombre astuto, Velikov.

– Deduzco que a usted le parece una buena treta hacer que la isla parezca desierta.

– Es verdad. Yo habría esperado un pequeño ejército de guardias y las acostumbradas medidas de seguridad soviéticas. Pero Velikov no piensa como un ruso. Proyecta como un americano, perfecciona como un japonés y actúa como un alemán. Desde luego, es muy astuto.

– Así lo tengo entendido.

– Creo que le conoció.

– Sostuvimos un par de conversaciones.

– ¿Qué impresión le causó?

– Lee el Wall Street Journal.

– ¿Eso es todo?

– Habla inglés mejor que yo. Lleva las uñas bien cuidadas. Y si ha leído la mitad de los libros y revistas que hay en su biblioteca, sabe más sobre los Estados Unidos y sus contribuyentes que la mitad de los políticos de Washington.