Sherman se inclinó sobre el panel.
– Jersey Colony, o como se llamen, éste es un canal privado de la NASA. Están interfiriendo el canal de comunicaciones espaciales. Déjenlo libre, por favor.
– Imposible -dijo aquella voz extraña-. Nuestro vehículo de transferencia lunar se reunirá con ustedes dentro de dos horas. Sírvase instruirnos sobre los procedimientos de amarre.
– Lunar, ¿qué? -La cara de Sherman se contrajo de enojo-. Control de Houston, ¿lo copias?
– Copiamos -dijo una voz del Centro de Control Espacial de Houston.
– ¿Qué deduces de esto?
– Estamos tratando de localizarlo, Columbus. Por favor, no se retiren.
– No sé quiénes son ustedes, amigos -gruñó Sherman-, pero se han metido en un buen fregado.
– Me llamo Eli Steinmetz. Por favor, tenga preparada asistencia médica. Llevo dos heridos a bordo.
Sherman descargó un puñetazo sobre el respaldo de la silla del ingeniero.
– Esto es una locura.
– ¿Con quién estoy hablando? -preguntó Steinmetz.
– Con Jack Sherman, comandante del Columbus.
– Lamento esta brusca intrusión, Sherman, pero pensé que debía informarles de nuestra llegada.
Antes de que Sherman pudiese replicar, habló el Control de Houston:
– Columbus, las señales no proceden de la Tierra, repito, no proceden de la Tierra. Vienen del espacio, más allá de ustedes.
– Está bien, muchachos, ¿a qué viene esta broma?
Ahora habló el director de Operaciones de Vuelo de la NASA.
– No es una broma. Soy Irwin Mitchell. Prepare a su tripulación para recibir a Steinmetz y sus colonos.
– ¿Qué colonos?
– Ya era hora de que apareciese alguien del «círculo privado» -dijo Steinmetz-. Durante un minuto, pensé que tendría que echar la puerta abajo.
– Disculpe, Eli. El presidente creyó que era mejor mantener el secreto hasta que llegasen al Columbus.
– ¿Tiene alguien la bondad de decirme qué sucede? -preguntó desesperado Sherman.
– Eli se lo explicará cuando se encuentren -respondió Mitchell. Después se dirigió a Steinmetz-. ¿Cómo están los heridos?
– Descansando cómodamente, pero uno de ellos requerirá una operación quirúrgica importante. Tiene una bala alojada cerca de la base del cráneo.
– Ya lo ha oído, Jack -dijo Mitchell-. Ponga sobre aviso a la tripulación de la lanzadera. Tendrán que adelantar su partida.
– Cuidaré de esto -dijo Sherman. Su voz se serenó y el tono era tranquilo, pero era demasiado inteligente para no estar desconcertado-. Pero, ¿de dónde diablos viene esta… esta Jersey Colony?
– ¿Me creería si le dijese que de la Luna? -replicó Mitchell.
– No -dijo llanamente Sherman-. No lo creería.
El Salón Theodore Roosevelt, en el ala oeste de la Casa Blanca, fue llamado antaño Salón de los Peces porque contenía acuarios y trofeos de pesca de Franklin Delano Roosevelt. Durante el mandato de Richard Nixon fue amueblado al estilo reina Ana y Chippendale y empleado para reuniones del alto personal.
Las paredes y la alfombra eran de color ladrillo, en tonos claro y oscuro. Un cuadro de la Declaración de Independencia pendía en la pared este, sobre la repisa de madera tallada de la chimenea. Observando severamente la estancia desde la pared sur, veíase a Teddy Roosevelt montado a caballo, en un retrato pintado en París por Tade Styka. El presidente prefería esta habitación íntima a la más formal Sala del Gabinete para discusiones importantes, en parte porque no había ventanas. Ahora estaba sentado a la cabecera de la mesa de conferencias, garrapateando en un bloc. A su izquierda, se hallaba el secretario de Defensa, Jess Simmons. Después venían el director de la CÍA, Martin Brogan, Dan Fawcett y Leonard Hudson. Douglas Oates, secretario de Estado, se sentaba inmediatamente a su derecha, seguido del consejero de Seguridad Nacional, Alan Mercier, y del general de la Fuerza Aérea, Alian Post, que dirigía el programa espacial militar.
Hudson había pasado más de una hora explicando a los hombres del presidente la historia de la Jersey Colony. Al principio, éstos se quedaron pasmados y guardaron silencio. Después se excitaron mucho y lanzaron una andanada de preguntas a las que respondió Hudson, hasta que el presidente ordenó que les sirviesen el almuerzo en aquella misma habitación.
El indecible asombro fue seguido de entusiastas loanzas a Hudson y su «círculo privado», pero poco a poco se impuso la triste realidad al conocerse el conflicto con los cosmonautas soviéticos.
– Cuando los colonos de Jersey hayan regresado sanos y salvos a Cabo Cañaveral -dijo el presidente-, tal vez podré apaciguar a Antonov ofreciéndole compartir algunos de los numerosos datos obtenidos por Steinmetz y su equipo.
– ¿Por qué hemos de regalarles algo? -preguntó Simons-. Ya nos han robado bastante tecnología.
– No niego su latrocinio -replicó el presidente-, pero si nuestras posiciones estuviesen invertidas, no permitiría que se saliesen de rositas después de matar a catorce de nuestros astronautas.
– Yo estoy con usted, señor presidente -dijo el secretario de Estado, Oates-. Pero si ustedes estuviesen realmente en su lugar, ¿qué clase de represalia tomarían?
– Muy sencillo -dijo el general Post-. Si yo fuese Antonov, ordenaría que Columbas fuese borrado del cielo.
– Una idea abominable, pero que hemos de tomar en serio -dijo Brogan-. Los líderes soviéticos deben pensar que tienen derecho a destruir la estación y a todos los que están a bordo.
– O la lanzadera y su tripulación -añadió Post.
El presidente miró fijamente al general.
– ¿Pueden ser defendidos el Columbus y el Gettysburg?
Post sacudió ligeramente la cabeza.
– Nuestro sistema de defensa láser rayos X no será eficaz hasta dentro de catorce meses. Mientras estén en el espacio, tanto la estación como la lanzadera serán vulnerables a los satélites asesinos Cosmos 1400 de la Unión Soviética. Sólo podremos proteger con eficacia al Gettysburg después de que entre en la atmósfera terrestre.
El presidente se volvió a Brogan.
– ¿Qué dice usted, Martin?
– No creo que ataquen el Columbus. Se expondrían demasiado a que nosotros tomásemos represalias contra la estación Salyut 10. Yo digo que tratarán de destruir la lanzadera.
Se hizo un silencio helado en el Salón Roosevelt, mientras cada uno de los presentes debatía sus propios pensamientos. Entonces, la cara de Hudson adquirió una expresión inspirada, y golpeó la mesa con su pluma.
– Creo que hemos pasado algo por alto -dijo, en tono flemático.
– ¿Qué? -preguntó Fawcett.
– El verdadero objetivo de su ataque contra la Jersey Colony.
Brogan tomó la palabra.
– Salvar su prestigio destruyendo todo rastro de nuestra hazaña en el espacio -dijo.
– No destruir, sino robar -dijo enérgicamente Hudson-. Asesinar a los colonos no era un castigo de ojo por ojo, diente por diente. Jess Simmons dio en el clavo. Según la manera de pensar del Kremlin, lo vital era apoderarse de la base intacta con el fin de aprovecharse de la tecnología, los datos y los resultados de una inversión de miles de millones de dólares y de veinticinco años de trabajo. Éste era su objetivo. La venganza era algo secundario.
– Es una buena teoría -dijo Oates-. Salvo que, con los colonos volviendo a la Tierra, Jersey Colony está a su alcance.
– Empleando nuestro vehículo de transporte lunar, podemos tener otro equipo en el lugar dentro de dos semanas -dijo Hudson.