– Está bien. Le proveeremos de un pequeño aparato de radio impermeable. Cambiaré la posición en la carta y la programaré en el ordenador Navstar; después les mantendré localizados con su señal y les guiaré.
– Usted no será el único que podrá localizarnos.
– Un pequeño riesgo, pero que nos ahorrará un tiempo valioso. Podrían volar la antena, interrumpiendo así las órdenes dirigidas por radio al Gettysburg con mucha más rapidez que si tuviesen que entrar por la fuerza en el recinto y destruir la instalación principal.
– Muy sensato.
– Ya que está de acuerdo -dijo pausadamente Kleist-, sugiero, caballeros, que vayan allá.
El transporte subacuático para fines especiales no se parecía a ningún submarino que Pitt hubiese visto. Tenía un poco más de cien metros de eslora y la forma de un cincel vuelto de lado. La proa horizontal parecida a una cuña estaba unida a un casco casi cuadrado que terminaba bruscamente en una popa en forma de caja. La cubierta era absolutamente lisa, sin salientes.
No había nadie al timón. Era totalmente automático, impulsado por una fuerza nuclear que hacía girar las hélices gemelas o, en caso necesario, accionaba unas bombas que tomaban agua en el impulso hacia delante y la arrojaban sin ruido por aberturas en los costados.
El TSE había sido especialmente diseñado para la CÍA, para operaciones secretas de contrabando de armas, infiltración de agentes camuflados e incursiones de ataque y retirada. Podía navegar hasta seiscientos metros de profundidad a una velocidad de cincuenta nudos, pero también podía remontar una playa, abrir sus puertas y desembarcar una fuerza de doscientos hombres con varios vehículos.
El submarino emergió, con su cubierta plana a sólo medio metro por encima del agua negra. El equipo de exiliados cubanos de Quintana salió por las escotillas y todos empezaron a levantar los Dashers acuáticos que les entregaban desde abajo.
Pitt había conducido un Dasher en un lugar de veraneo de México. Era un vehículo acuático a propulsión, fabricado en Francia para recreo en el mar. Llamada coche deportivo marino, la pequeña y brillante máquina tenía el aspecto de dos torpedos sujetos por los lados. El conductor yacía boca arriba, con una pierna introducida en cada uno de los dos cascos gemelos, y controlaba el movimiento por medio de un volante parecido al de los automóviles. La fuerza procedía de una batería muy potente que podía impulsar la embarcación por medio de chorros de agua a una velocidad de veinte nudos en aguas tranquilas, durante tres horas antes de tener que recargarla.
Cuando Pitt propuso emplearlos para cruzar la red cubana de radar, Kleist se apresuró a negociar un pedido especial con la fábrica y dispuso que fuesen enviados por un transporte de la Fuerza Aérea a San Salvador en quince horas.
El aire de la mañana temprana era cálido y descargó un ligero chaparrón. Cada hombre montó en su Dasher y fue empujado sobre la mojada cubierta hasta el mar. Se habían montado unas luces azules veladas en las popas, de manera que cada hombre pudiese seguir al que iba delante.
Pitt esperó unos momentos y miró en la oscuridad hacia Cayo Santa María, esperando ansiosamente no llegar demasiado tarde para salvar a sus amigos. Una gaviota madrugadora pasó chillando sobre su cabeza, invisible en el turbio cielo.
Quintana le agarró de un brazo.
– Ahora le toca a usted. -Hizo una pausa y miró a través de la penumbra-. ¿Qué diablos es eso?
Pitt levantó un palo en una mano.
– Un bate de béisbol.
– ¿Para qué lo necesita? Le dieron un AK-74.
– Es un regalo para un amigo.
Quintana sacudió asombrado la cabeza.
– Partamos. Usted irá delante. Yo iré en retaguardia por si alguien se despista.
Pitt asintió con la cabeza, subió a su Dasher y ajustó un pequeño receptor a uno de sus oídos. Un momento antes de que la tripulación le empujase sobre el lado del TSE, el coronel Kleist se inclinó y le estrechó la mano.
– Condúzcales hasta el objetivo -dijo gravemente.
Pitt le dirigió una ligera sonrisa.
– Es lo que pretendo hacer.
Entonces su Dasher entró en el agua. Él ajustó la palanca a media velocidad y se apartó del submarino. Era inútil que se volviese a comprobar si los otros le seguían. No habría podido verles. La única luz era la de las estrellas, y éstas eran demasiado opacas para resplandecer en el agua.
Aumentó la velocidad y estudió el disco fluorescente de la brújula sujeta a una de sus muñecas. Mantuvo el rumbo hacia el este hasta que oyó la voz de Kleist en su auricular:
– Tuerza a 270 grados.
Pitt hizo la corrección y mantuvo el rumbo durante diez millas, a una velocidad de unos pocos nudos por debajo de la máxima, para permitir que los hombres que iban detrás se acercasen si se desviaban. Estaba seguro de que los delicados sensores subacuáticos captarían el acercamiento de! comando, pero confiaba en que los rusos harían caso omiso de las señales en sus instrumentos, atribuyéndolas a una bandada de peces.
Muy lejos, hacia el sur en dirección a Cuba, tal vez a más de cuatro millas de distancia, el faro de una lancha patrullera brilló y barrió el agua como una guadaña, cortando la noche, buscando embarcaciones ilegales. El lejano resplandor les iluminó, pero eran demasiado pequeños y estaban tan cerca del agua que no podían ser vistos a aquella distancia.
Pitt recibió una nueva orden de Kleist y alteró el curso hacia el norte. La noche era oscura como boca de lobo, y sólo podía esperar que los otros treinta hombres se mantuviesen cerca de su popa. Las proas gemelas del Dasher tropezaron con una serie de olas más altas, que le arrojaron espuma a la cara, y sintió el fuerte sabor salino del mar.
La ligera turbulencia producida por el paso del Dasher por el agua hizo que centelleasen brevemente unas motas fosforescentes, como un ejército de luciérnagas, antes de extinguirse en la estela. Pitt empezó al fin a tranquilizarse un poco cuando volvió a oír la voz de Kleist:
– Está a unos doscientos metros de la costa.
Pitt redujo la marcha de su pequeña embarcación y siguió avanzando cautelosamente. Después se detuvo y se dejó llevar por la corriente. Esperó, aguzando la mirada en la oscuridad y escuchando con los nervios en tensión. Transcurrieron cinco minutos y vio vagamente el perfil de Cayo Santa María ante él, negro y ominoso. Casi no había rompientes en aquel lado de la isla y el suave susurro del agua sobre la playa era el único sonido que podía oír.
Apretó suavemente el pedal y avanzó muy despacio, dispuesto a dar media vuelta y tornar a toda velocidad a alta mar si eran descubiertos. Segundos más tarde, el Dasher chocó sin ruido contra la arena. Inmediatamente, Pitt saltó y arrastró la ligera embarcación sobre la playa hasta unos matorrales, debajo de una hilera de palmeras. Entonces esperó hasta que Quintana y sus hombres surgieron como fantasmas y se agruparon silenciosamente a su alrededor en un apretado nudo, indistintos en la oscuridad y satisfechos todos de pisar de nuevo tierra firme.
Por precaución, Quintana invirtió un tiempo precioso en contar a sus hombres y examinar brevemente su equipo. Cuando quedó satisfecho, se volvió a Pitt y dijo:
– Usted primero, amigo.
Pitt examinó la brújula y echó a andar hacia el interior de la isla, torciendo ligeramente hacia la izquierda. Sostenía el bate de béisbol delante de él, como el bastón de un ciego. A menos de ochenta metros del lugar donde se habían reunido, el extremo del bate tropezó con la cerca electrificada. Se detuvo bruscamente y el hombre que le seguía chocó contra él.
– ¡Tranquilo! -susurró Pitt-. Haga correr la voz. Estamos en la alambrada.
Dos hombres provistos de palas se adelantaron y atacaron la blanda arena. En un santiamén habían excavado un hoyo lo bastante grande para que pudiese pasar por él un borrico.