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Pitt fue el primero en arrastrarse por allí. Durante un momento, no supo la dirección que debía tomar. Vaciló, husmeando el aire. Después, de pronto, supo exactamente dónde estaba.

– No hemos tenido suerte -murmuró a Quintana-. El edificio está solamente a pocos cientos de metros a nuestra izquierda. La antena está por lo menos a un kilómetro en dirección contraria.

– ¿Cómo lo sabe?

– Emplee el olfato. Podrá oler los vapores de escape de los motores Diesel que activan los generadores.

Quintana inhaló profundamente.

– Tienen razón. La brisa trae el olor desde el noroeste.

– ¡Y quieren una solución rápida! Sus hombres tardarán más de media hora en llegar a la antena y colocar las cargas.

– Entonces atacaremos el recinto.

– Será mejor hacer ambas cosas. Envíe a sus mejores corredores a volar la antena y el resto de nosotros trataremos de alcanzar el centro de electrónica.

Quintana tardó menos de un segundo en decidirse. Pasó entre las filas y eligió rápidamente cinco hombres. Volvió con un personaje menudo, cuya cabeza llegaba apenas a los hombros de Pitt.

– Éste es el sargento López. Necesitará instrucciones para llegar a la antena.

Pitt se quitó la brújula de la muñeca y la tendió al sargento. López no hablaba inglés y Quintana tuvo que actuar de intérprete. El pequeño sargento era un buen entendedor. Repitió las instrucciones de Pitt perfectamente, en español. Después López sonrió ampliamente, dio una breve orden a sus hombres y desapareció en la noche.

Pitt y el resto de las fuerzas de Quintana avanzaron a paso ligero. El tiempo empezó a deteriorarse. Las nubes cubrieron las estrellas, y las gotas de lluvia que caían sobre las hojas de las palmeras producían un extraño tamborileo. Los hombres serpenteaban entre los árboles graciosamente encorvados por la furia de los huracanados vientos. Cada pocos metros, alguien tropezaba y caía, pero era ayudado a levantarse por los otros. Pronto se hizo más pesada su respiración y el sudor resbaló por sus cuerpos y empapó sus trajes de campaña. Pitt marcaba un paso rápido, impulsado por la desesperada ilusión de encontrar todavía con vida a Jessie, Giordino y Gunn. Su mente se mantenía al margen de las incomodidades y del creciente agotamiento, al imaginar los tormentos que Foss Gly les habría sin duda infligido. Sus tristes pensamientos se interrumpieron cuando salió de la maleza a la carretera.

Torció a la izquierda en dirección al recinto, sin pretender avanzar a hurtadillas u ocultarse, empleando la lisa superficie para ganar tiempo. La sensación de la tierra bajo sus pies le parecía ahora más familiar. Aflojó el paso y llamó en voz baja a Quintana. Cuando sintió una mano sobre uno de sus hombros, señaló hacia una débil luz apenas visible entre los árboles.

– La casa del guarda junto a la verja.

Quintana dio una palmada en la espalda de Pitt, para decirle que había comprendido, y dio instrucciones en español al hombre que le seguía en la fila. Éste se alejó en dirección a la luz.

Pitt no tuvo que preguntar nada. Sabía que a los guardias de seguridad que vigilaban la verja sólo les quedaban dos minutos de vida.

Se deslizó junto al muro y se metió en el canal de desagüe, sintiéndose enormemente aliviado al descubrir que los barrotes estaban todavía doblados, tal como él los había dejado. Los otros gatearon también por allí y continuaron hasta el respiradero de encima del garaje. Se presumía que Pitt no debía ir más lejos. Las severas órdenes de Kleist habían sido que guiase a las fuerzas del comandante Quintana hasta el respiradero y no siguiese adelante. Tenía que apartarse de los otros, volver solo a la playa donde habían desembarcado y esperar a que los demás se batiesen en retirada.

Kleist hubiese debido sospechar que, al no discutir Pitt la orden, significaba que no estaba dispuesto a cumplirla; pero el coronel tenía demasiados problemas en su mente para mostrarse receloso. Y el bueno de Pitt, con absoluta naturalidad, había sido modelo de cooperación cuando había trazado un diagrama de la entrada en el edificio.

Antes de que Quintana pudiese alargar una mano para detenerle, Pitt se dejó caer por el respiradero a la vigueta que estaba encima de los vehículos aparcados y desapareció como una sombra por la salida que conducía a las celdas inferiores.

54

Dave Jurgens, comandante de vuelo del Gettysburg, estaba ligeramente perplejo. Compartía el entusiasmo de todos los de la estación espacial ante la inesperada llegada de Steinmetz y sus hombres de la Luna. Y no encontraba nada extraño en la súbita orden de llevar a los colonos a la Tierra en cuanto pudiese ser cargado el material científico en el compartimiento correspondiente de la lanzadera.

Lo que le preocupaba era la brusca orden de Control de Houston de que aterrizase de noche en Cabo Cañaveral. Su petición de esperar unas pocas horas hasta que saliese el sol fue respondida con una fría negativa. No le dieron ninguna explicación de los motivos que habían tenido las autoridades de la NASA para cambiar súbitamente, y por primera vez en casi treinta años, su estricta norma de hacer los aterrizajes de día.

Miró a su copiloto, Cari Burkhart, con veinte años de experiencia en el programa espacial.

– No podremos ver gran cosa de los pantanos de Florida en este aterrizaje.

– Cuando has visto un caimán, los has visto todos -fue la lacónica respuesta de Burkhart.

– ¿Están cómodos todos nuestros viajeros?

– Como sardinas en una lata.

– ¿Programados los ordenadores para el regreso?

– Están a punto.

Jurgens observó brevemente las tres pantallas de TV en el centro del panel principal. Una daba la condición de todos los sistemas mecánicos, mientras que las otras dos daban datos sobre el control de trayectoria y de dirección. Él y Burkhart empezaron a repasar la lista de procedimientos para salir de órbita y entrar en la atmósfera.

– Cuando ustedes quieran, Houston.

– Muy bien, Don -respondió el control de tierra-. Prepárese para salir de órbita.

– Ojos que no ven, mente que no recuerda -dijo Jurgens-. ¿Ha oído esto?

– No le comprendo, repita.

– Cuando salí de la Tierra, me llamaba Dave.

– Lo siento, Dave.

– ¿Con quién estoy hablando? -preguntó Jurgens, despertada su curiosidad.

– Con Merv Foley. ¿No reconoce mis resonantes sonidos vocales?

– Después de todas nuestras brillantes conversaciones, ha olvidado mi nombre. ¡Qué vergüenza!

– Un lapsus linguae -dijo la voz familiar de Foley-. ¿Interrumpimos la charla y volvemos a lo que importa?

– Lo que ustedes digan, Houston. -Jurgens apretó brevemente el botón del intercomunicador-. ¿Listos para volver a casa, señor Steinmetz?

– Todos esperamos con ilusión este viaje -respondió Steinmetz con alegría.

En los compartimientos espartanos de debajo de la cubierta y de la cabina de los pilotos, los especialistas de la lanzadera y los colonos de Jersey ocupaban por entero el espacio disponible. Detrás de ellos, el compartimiento de veinte metros de longitud destinado a la carga estaba lleno en sus dos terceras partes de archivos de datos, muestras geológicas y cajas conteniendo los resultados de más de mil experimentos médicos y químicos: el tesoro acumulado por los colonos y que los científicos tardarían dos decenios en analizar del todo. También estaba allí el cadáver del doctor Kurt Perry.

El Gettysburg viajaba por el espacio de espaldas y boca abajo a más de 15.000 nudos por hora. Los pequeños motores a reacción fueron encendidos y sacaron de su órbita a la nave, mientras unos propulsores elevaron el morro del aparato para que el casco aislado pudiese absorber el rozamiento de reentrada en la atmósfera. Sobre Australia, dos motores secundarios se encendieron brevemente para reducir la velocidad en órbita, que era de veinticinco veces la del sonido. Veinte minutos más tarde, entraron en la atmósfera poco antes de llegar sobre Hawai.