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– Has vuelto.

– Muy perspicaz…, por ser un cretino.

– Te prometí una muerte lenta cuando volviésemos a encontrarnos -dijo amenazadoramente Gly-. ¿Lo has olvidado?

– No, no lo he olvidado -dijo Pitt-. Incluso me he acordado de traer un buen garrote.

Pitt estaba seguro de que Gly quería quitarle la vida con sus manazas. Y sabía que su única ventaja verdadera, además del bate, era un total desconocimiento del miedo. Gly estaba acostumbrado a ver víctimas importantes y desnudas, intimidadas por su fuerza bruta. Los labios de Pitt imitaron la satánica mueca, y empezó a acechar a Gly, observando con fría satisfacción la confusión que se pintaba en los ojos de su adversario.

Pitt se colocó en posición agachada, como en el béisbol, golpeó bajo con el bate y alcanzó a Gly en la rodilla. El golpe rompió la rótula de Gly, que gruñó de dolor, pero no cayó al suelo. Se recobró en un abrir y cerrar los ojos y se lanzó sobre Pitt, recibiendo un golpe en las costillas que le dejó sin aliento y jadeando de angustia. Por un momento permaneció inmóvil, observando cautelosamente a Pitt, tocándose las costillas rotas e inspirando dolorosamente.

Pitt se echó atrás y bajó el bate.

– ¿Te dice algo el nombre de Brian Shaw? -preguntó pausadamente.

La torcida mirada de odio se transformó lentamente en expresión de asombro.

– ¿El agente británico? ¿Le conocías?

– Hace seis meses le salvé la vida en un remolcador en el río Saint Laurence. ¿Te acuerdas? Tú le estabas matando a golpes cuando llegué por detrás y te di en el cráneo con una llave inglesa.

Pitt se regocijó al ver la mirada salvaje de los ojos de Gly.

– ¿Fuiste tú?

– Será la última idea que te lleves al otro mundo -dijo Pitt, sonriendo diabólicamente.

– Es la confesión de un hombre muerto.

No había desprecio ni insolencia en la voz de Gly; sólo un simple convencimiento.

Sin añadir palabra, los dos hombres empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro, como un par de lobos; Pitt, con el bate levantado; Gly, arrastrando la pierna lesionada. Un silencio irreal reinó en la estancia. Gunn se esforzó, a pesar de su dolor, en alcanzar la pistola caída, pero Gly advirtió el movimiento por el rabillo del ojo y apartó el arma de una patada. Todavía atado a la silla, Giordino luchaba débilmente contra sus ataduras, en desesperada frustración, mientras Jessie yacía rígida, mirando con fascinación mórbida.

Pitt dio un paso adelante y a punto estaba de descargar el golpe cuando uno de sus pies resbaló en la sangre del ruso muerto. El bate habría alcanzado a Gly en un lado de la cabeza, pero el arco se desvió un palmo. En un movimiento reflejo, Gly levantó el brazo y encajó el golpe con su enorme bíceps.

El palo tembló en las manos de Pitt como si hubiese golpeado el parachoques de un coche. Gly levantó la mano libre, agarró la punta del bate y jadeó como un levantador de pesas. Pitt sujetó el mango con todas sus fuerzas, y fue levantado en el aire como un niño y lanzado a través de la habitación contra una estantería, cayendo al suelo entre un alud de volúmenes encuadernados en piel.

Triste, desesperadamente, Jessie y los otros sabían que Pitt no podía resistir la tremenda colisión. Incluso Gly respiró y se tomó tiempo para acercarse al cuerpo caído en el suelo, con el triunfo resplandeciendo en su cara, con los labios abiertos a la manera de un tiburón, previendo el exterminio inmediato.

Entonces Gly se detuvo y vio con incredulidad que Pitt se levantaba de debajo de una montaña de libros como un jugador de rugby que hubiese sido placado, aturdido y un poco desorientado pero listo para la próxima jugada. Pitt era el único que sabía que los libros habían amortiguado el impacto. El cuerpo le dolía de un modo infernal, pero no había sufrido ninguna lesión grave en los músculos y los huesos. Levantando el bate, se dispuso a recibir al hombre de hierro que avanzaba y descargó la punta roma con toda su fuerza contra aquella cara burlona.

Pero juzgó mal la fuerza diabólica del gigante. Gly dio un paso a un lado y recibió el bate con el puño, apartándolo y aprovechando el impulso de Pitt para cerrar los brazos de hierro alrededor de su espalda. Pitt se retorció violentamente y dio un rodillazo en el bajo vientre de Gly, un golpe salvaje que habría dejado fuera de combate a cualquier otro hombre. Pero no a Gly. Éste lanzó un ligero gemido, pestañeó y aumentó la presión, en un cruel abrazo de oso que acabaría con su vida.

Gly miró sin pestañear los ojos de Pitt desde una distancia de diez centímetros. No había la menor señal de esfuerzo físico su cara. Su única expresión era de desprecio. Levantó a Pitt en el aire y siguió apretando, previendo el terror convulso que se pintaría en la cara de su víctima momentos antes del fin.

Todo el aire había sido expulsado de los pulmones de Pitt y éste jadeó, tratando de recobrar el aliento. La habitación empezó a hacerse confusa, mientras el dolor del pecho se convertía en angustia terrible. Oyó chillar a Jessie. Giordino gritó algo, pero no pudo distinguir las palabras. A pesar del dolor, su mente permanecía curiosamente despierta y clara. Se negaba a aceptar la muerte y concibió fríamente un plan sencillo para burlarla.

Tenía un brazo libre, mientras que el otro, que todavía agarraba el bate de béisbol, permanecía sujeto por la presa implacable de Gly. El negro telón empezaba a caer sobre sus ojos por última vez, y dándose cuenta de que sólo unos segundos le separaban de la muerte, realizó su última acción desesperada.

Levantó la mano izquierda hasta tenerla al nivel de la cara de Gly e introdujo todo el pulgar en el ojo de éste, apretando hacia dentro a través del cráneo y retrociéndolo para llegar hasta el cerebro.

El pasmo producido por el dolor atroz y por la incredulidad borró la expresión burlona del semblante de Gly. Las crueles facciones se torcieron en una máscara de angustia o, instintivamente, soltó a Pitt y se llevó las manos al ojo, atronando ei aire con un terrible grito.

A pesar de la gravísima herida, Gly se mantuvo en pie, dando vueltas por la habitación como un animal enloquecido. Pitt no podía creer que aquel monstruo estuviese todavía vivo; casi llegó a creer que Gly era indestructible…, hasta que un ruido ensordecedor ahogó los gritos de agonía.

Una, dos, tres veces, con un aplomo y una frialdad absolutos, Jessie apretó el gatillo de la pistola que había caído al suelo, apuntando al bajo vientre de Foss Gly. Las balas dieron en el blanco y el hombre se tambaleó y dio unos pasos atrás; después permaneció grotescamente en pie durante unos momentos, como una marioneta sostenida por los hilos. Por último, se derrumbó y se estrelló contra el suelo como un árbol talado de raíz. El único ojo seguía abierto, negro y maligno en la muerte, como lo había sido en vida.

56

El comandante Gus Hollyman volaba asustado. Piloto de carrera de la Fuerza Aérea, con casi treinta mil horas de vuelo, sentía agudas punzadas de duda, y la duda era uno de los peores enemigos del piloto. La falta de confianza en uno mismo, en su avión o en los hombres de tierra podía resultar mortal.

No podía creer que su misión de derribar la nave espacial Gettysburg fuese algo más que un estrafalario ejercicio proyectado por algún concienzudo general aficionado a los juegos de guerra rebuscados. Una simulación, se dijo por décima vez; tenía que ser una simulación a la que se pondría fin en el último minuto.

Hollyman contempló las estrellas a través de la cubierta de cristal del avión de combate nocturno F-15E y se preguntó si podría obedecer la orden de destruir la nave espacial y a todos los que iban en ella.

Miró los instrumentos que resplandecían en el panel que tenía delante. Su altitud era de poco más de quince mil metros. Faltaban menos de tres minutos para que se encontrase con la nave espacial en rápido descenso y tuviese que disparar un misil Modoc dirigido por radar. Repasó automáticamente la acción en su mente, esperando que no pasaría de un suceso imaginario.